Acorralado (4 page)

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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

BOOK: Acorralado
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La tierra siempre está más que dispuesta a ayudar cuando se trata de librarse de demonios: no pertenecen a la tierra y, de hecho, le resultan odiosos. Por eso, no hace falta mucho para convencerla de que levante un conjuro antidemoníaco alrededor de tu casa. Enseña a la tierra a detectar la presencia de un demonio, anímale a limpiar la zona dañada y listos… más o menos.

El problema es que la tierra no es precisamente conocida por su rapidez a la hora de reaccionar. Cada diez años, me gusta pasar una semana meditando y entrar en comunión con su espíritu, lo que hoy en día la gente llama Gaia, y ella habla muy orgullosa del período cretácico, como si fuera algo que pasó hace sólo un mes. Sin embargo, un druida preocupado por su seguridad no puede permitirse ocuparse de los intrusos a largo plazo, por lo que establecí mi mezquite como primera línea de defensa y como señal de alarma para el elemental del desierto de Sonora. El elemental llamaría la atención de la tierra mucho más rápido que yo, y quizá se presentara como el defensor de Gaia. La verdad era que no sabía muy bien qué pasaría si un demonio desataba la ira de la tierra, pero apostaba a que ganaría la tierra.

Cuando mis pies pisaron la hierba del jardín delantero, casi lanzo un grito de alivio. Empecé a absorber su poder de inmediato, para que mis músculos se repusieran e hiperoxigenarme la sangre. Así gané velocidad y eso me permitió esquivar por los pelos un ataque punzante del demonio. La pata delantera terminada en forma de garra pasó silbando junto a mi muslo y se clavó con ímpetu en la tierra. Eso me recordó un truco que había utilizado con unos cuantos Fir Bolg una vez que me atacaron en mi casa.

—¡Coinnigh! —
grité, señalando la garra del insecto por encima del hombro, mientras corría.

Así ordenaba a la tierra que aprisionara con fuerza al bicho y evitara que se escapase. El truco ralentizó al demonio, pero no logró inmovilizarlo. La quitina era demasiado resbaladiza para que la tierra pudiera agarrarse a ella y, tras un par de fuertes tirones, el monstruo pudo liberarse. De todos modos, conseguí dos cosas: ganar tiempo para esconderme detrás del mezquite y activar del todo mis conjuros.

Las ramas con pinchos de las buganvillas salieron disparadas de los postes del porche, intentando atrapar al demonio. Me di cuenta entonces de que no tenía nada de saltamontes, más bien recordaba a una chinche asesina negra, monstruosa, con una especie de sierra sobre el tórax como un arma y un aguijón amenazador que clavaba en sus víctimas para chuparles todos sus jugos. Las ramas carecían de la fuerza necesaria para aquella batalla y se marchitaron en cuanto entraron en contacto con el monstruo. La tierra empezó a ondularse y a temblar debajo de la criatura, las raíces de mi mezquite salieron de las profundidades y se enrollaron alrededor de las cuatro patas traseras de la bestia. Eso acabó por llamar su atención. Aulló su frustración con la nota más alta perceptible al oído humano mientras se retorcía pero, al igual que la enredadera, las pobres raíces de mi árbol no pudieron soportar el contacto con el demonio mucho tiempo. Resistieron unos diez segundos tal vez, y si hubiera sabido que iban a prestarme un servicio tan leal, habría utilizado el fuego frío en ese momento y habría terminado con aquello.

—¡O’Sullivan! ¿Qué cojones es eso?

Por los dioses de las tinieblas, ¡el señor Semerdjian todavía estaba en el jardín! Con la niebla disipándose y las farolas cumpliendo su función, tenía una vista perfecta de algo que unos ojos mortales jamás deberían ver. No sabía por dónde empezar siquiera a explicar todo aquello.

—¡Estoy un poco ocupado!

—¡Va a hacerte falta un espray antichinches enorme! —gritó—. O tal vez una granada impulsada por cohete. Tengo una en el garaje, ¿la quieres?

—¿Qué? No, señor Semerdjian, ¡no! ¡No serviría de nada! Quédese donde está.

Tenía que mantenerlo al margen. Si permitía que me distrajera, acabaría convertido en comida para demonios. La chinche asesina negra se liberó de las raíces de mi árbol y reanudó el avance hacia mí a través del césped, que seguía agitándose con ímpetu. Se lanzó sobre mí con su aguijón en forma de tubo, cortando el tronco del árbol con un movimiento tan rápido que costaba seguirlo, y me rozó el hombro, en el que me abrió un corte abrasador. Mi árbol no iba a permitir eso. El dosel de ramas empezó a azotar la cabeza y el tórax del demonio y, aunque no le hacía demasiado daño, al menos lograba cegarlo tras una cortina de hojas verdes y plumosas. La chinche asesina retrocedió y se sacudió las ramas, cortando muchas de ellas cada vez que sacudía las afiladas garras delanteras. Parecía que todos aquellos obstáculos no conseguirían retrasarla más de unos pocos segundos, antes de que volviera a centrar su atención en mí. No había tiempo para entrar y recuperar mi espada, pero quizá sí para que el fuego frío hiciera efecto. Señalé al demonio y ya tenía la palabra mágica en la punta de la lengua, cuando de repente vi que acudía la caballería.

Detrás de la chinche asesina, en la tierra revuelta del jardín, empezó a crecer un saguaro enorme a una velocidad increíble. No satisfecho con concentrar un siglo de crecimiento en unos pocos segundos, daba signos de sensibilidad y de poder desplazarse, dos cualidades peculiares en un saguaro. No podía ser otro que el elemental del desierto de Sonora, al que había llamado mi mezquite, el enviado de Gaia para combatir al engendro del infierno. Surgió de la oscuridad y dejó caer un pesado brazo cubierto de pinchos sobre la parte trasera del abdomen del demonio, justo donde acababan los dientes de aquella especie de sierra que lo recorría.

El caparazón del demonio se resquebrajó un poco y rechinó con un ruido de esos que da tanta dentera. El monstruo se retorció para hacer tajos en el tronco y los brazos del saguaro. Le cortó un brazo e incluso se llevó por delante la parte superior del cactus, pero aquélla no era una criatura que se desplomara por una decapitación: no tenía cabeza que decapitar. Cuando en la naturaleza ocurren ese tipo de accidentes, los saguaros sólo tienen que concentrarse y hacer que les crezcan más brazos. Ahí se acaba el problema. El elemental ni siquiera aminoró su velocidad. Otro brazo aporreó la cabeza del demonio y al monstruo le estalló un globo ocular, del que salieron chorros de icor que se esparcieron por todo mi jardín.

El demonio ya se había dado cuenta de que estaba en una lucha a vida o muerte. Ya no se trataba de un humano enclenque al que tenía que zamparse antes de poder hacer lo que fuera que quisiera hacer en este plano. Se encontraba ante el paladín de la mismísima tierra, la manifestación corpórea de un ecosistema entero, y era una manifestación especialmente mortífera. La chinche asesina negra lanzó una ráfaga de golpes cortantes al saguaro, en un intento por cercenarle todos los brazos para poder ocuparse sólo del tronco, pero las extremidades crecían más rápido de lo que podía cortarlas. No habían pasado ni diez segundos, cuando un brazo muy largo salió del otro lado del tronco, lo rodeó y se estampó contra la cabeza del demonio. El brazo siguió su camino a través del cuerpo alargado, partió a la criatura en dos y las dos mitades de su cuerpo cayeron al suelo. Las patas estuvieron un buen rato agitándose sobre la tierra, bailando la danza espasmódica de la muerte.

Inmensamente agradecido por su ayuda y tratando de pasar por alto aquel hedor de mil demonios, envié mi agradecimiento a la tierra a través de mis tatuajes. Me comunicaba con el elemental con una especie de taquigrafía de emociones, ya que las lenguas humanas no significaban nada para él.

Duida agradecido. Ayuda bienvenida
, le dije.

El elemental estaba henchido por la victoria y orgulloso de sí mismo. Se ofreció a reparar los daños en la hierba, el árbol y las enredaderas, pues no quería que quedara rastro del infierno en su territorio, y yo acepté con gentileza. Él tampoco sabía muy bien qué hacer con los restos del demonio; para entonces, la cabeza y el tórax eran poco más que una especie de alquitrán negro, pero las patas y el abdomen estaban prácticamente intactos y era evidente que no pertenecían a este mundo. El elemental no quería que la tierra absorbiera al demonio, pero por lo visto entendía que yo no podía echar una chinche asesina gigante al triturador de basura. Le hice una sugerencia: recubrirlo todo de piedra, condensarlo y triturarlo hasta convertirlo en líquido y que me lo dejara en un barril de piedra con un tapón. Yo se lo daría a unos necrófagos que conocía (en realidad, era Leif quien los conocía: tenía sus números grabados con código de llamada directa) y podrían celebrar una fiesta, porque el zumo de demonio era como Jägermeister para ellos. Después, devolverían el barril vacío y listo para que la tierra lo reabsorbiera. Al elemental le gustó esa solución y empezó a trabajar de inmediato.

—¿O’Sullivan? —Una voz vacilante arrastró mi conciencia de vuelta a la superficie de la tierra. Era el señor Semerdjian.

—Sí, señor, ¿en qué puedo ayudarle?

Todo había vuelto a la normalidad, es decir, las enredaderas estaban espléndidas, igual que mi mezquite. He de admitir que el saguaro, que moldeaba la piedra con sus múltiples brazos como si fuera arcilla mientras se oían los ruidos que hace una chinche al ser triturada, sí era digno de comentarios.

Mi vecino levantó el dedo índice, tembloroso, para señalarlo.

—Ese cactus que se mueve… y la chinche gigante… y tú, cabrón. ¿Tú qué eres?

Metí las manos en los bolsillos y lo miré con una sonrisa encantadora.

—Soy el Anticristo, por supuesto.

La reacción del señor Semerdjian fue desmayarse, lo que me sorprendió de verdad. Me esperaba alguna vulgar muestra de incredulidad, como el dedo corazón levantado o una mano en la entrepierna, porque aquel hombre había visto un demonio enorme y, como si tal cosa, se había ofrecido para volarlo por los aires con ademanes de gallito. ¿Por qué iba a perder la razón por oír el nombre del coco de la cristiandad? Si él era musulmán, ¡por el amor libre de Flidais!

En realidad, su desmayo era una bendición. Cuando volviera en sí, todo estaría perfecto y yo negaría que hubiera ocurrido nada. Si intentaba convencer a alguien de que lo creyera, en fin, no le creerían. El corte de mi hombro ya estaba empezando a curarse.

El elemental terminó su trabajo y dejó el barril de piedra lleno de demonio destilado en el camino vacío de la entrada de mi casa, donde lo podía camuflar sin problemas y desde donde los necrófagos podrían cargarlo en la cámara frigorífica de su camión. Sonora se despidió y volvió a hundirse en la tierra de la que había salido, recogiéndolo todo al desaparecer, sin dejar rastro de que hubiera sucedido nada sobrenatural. Incluso parecía que acabara de abonar el césped.

¿Ya es seguro?
, preguntó
Oberón
desde el jardín trasero.

Sí, sal. Tengo que hacer un par de llamadas.

Primero llamé al 911 por el señor Semerdjian, para dejar una prueba oficial de mi preocupación por su bienestar. Si se despertaba diciendo que yo era el Anticristo, le iban a dar una buena dosis de sedantes y tal vez una de esas camisas de fuerza tan ajustadas para que anduviera con ella. A continuación, llamé a mi abogado diurno, Hal Hauk, para que me diera el número de los necrófagos. No creía que Leif quisiera hablar conmigo en ese momento y, además, lo más probable era que se estuviera desayunando a algún estudiante de la Universidad del estado de Arizona.

Después de que llamara a los necrófagos, llegó la ambulancia del señor Semerdjian y esperé a que se lo llevaran antes de hacer mi última llamada, a Malina Sokolowski.

—Hola, Malina —dije con alegría, cuando respondió al teléfono—. Todavía ando por aquí. Su truquito no funcionó.

—¿También le han atacado? ¡Serán perras esas brujas! —soltó Malina—. ¡Malditas sean! —Era evidente que estaba enfadada, pues conmigo siempre había utilizado un lenguaje muy formal y educado—. Me pregunto quién más ha sufrido su ataque esta noche y quién más está muerto ahora mismo.

Ésa no era la respuesta que yo esperaba.

—Un momento. ¿Qué perras y qué brujas? ¿Quién ha muerto? Malina, ¿quién ha muerto?

—Será mejor que venga por aquí —dijo, antes de colgarme.

Capítulo 4

¿Acabo de oírte decir algo sobre perras?
, preguntó
Oberón
, ilusionado.

—Sí, pero no del tipo que tú estás pensando, por desgracia —contesté en voz alta—. ¿Sigues con ánimos para intentar echar esa carrera, colega? Tenemos que hacer una visita a Malina Sokolowski.

Ésa es la bruja a la que no le gustan los perros, ¿no?

Bueno, no conozco muchas brujas a las que les gusten los perros, así que en eso no es nada especial. Las brujas suelen ser más de gatos.

Entonces, ¿puedo tomar la salchicha antes de ir a su casa?

Claro,
contesté, riéndome
. Y gracias por recordármelo. Sólo tengo que entrar a por la espada. Esta vez quiero estar preparado. ¿Te quedas aquí fuera de centinela?

Claro.

Entré en casa para coger a Fragarach, la antigua espada irlandesa que atravesaba las armaduras como si fueran de papel crepé, y me colgué la funda a la espalda, de forma que la empuñadura sobresalía por encima de mi hombro derecho. Cuando me paré delante de la nevera para echar un par de tragos de zumo de frutas del bosque de Naked,
Oberón
me llamó desde el porche.

Atticus, aquí fuera hay un hombre que no huele como un hombre.

Volví a meter el zumo en la nevera y me dirigí en el acto a la puerta delantera.

¿Huele a demonio?
, pregunté.

No. Huele un poco a perro, pero tampoco.

Abrí la puerta y me quedé mirando a un esbelto indio americano que estaba en la calle. Bajo el sombrero de vaquero, lucía una melena lisa de pelo negro que le llegaba más abajo de los hombros. Iba vestido con una camiseta blanca sin mangas, tejanos azules y unas botas marrones rozadas. En la mano izquierda tenía una bolsa de papel marrón, con manchas de grasa, y en la cara lucía una sonrisita.

Me saludó con la mano libre, tranquilo, y con voz pausada y agradable dijo:

—Buenas tarde, señor Druida. Supongo que sabes quién soy.

Me relajé y me entregué al ritmo calmo de su forma de hablar. Si hablaba como él, haría que también se relajase y sería más fácil que confiara en mí. Era la primera norma para integrarse: habla como un nativo. Cuando la gente oye un acento extranjero, es como llamar al timbre de la xenofobia. En ese mismo instante te clasifican como el otro, en vez de como a un hermano, y ése era un aspecto fundamental de la naturaleza humana que Leif parecía haber olvidado. Se aplica a los dialectos y a los acentos locales también, razón por la que estoy obsesionado con imitarlos siempre que puedo. Pregunta a cualquiera de Boston qué pasa cuando les para la policía en el profundo Sur y que te digan si el acento importa o no. Así que me tomé mi tiempo para contestar, como si tuviera todo el día para acabar la frase, porque así era como hablaba mi visita.

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