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Authors: Laura Restrepo

Tags: #General Fiction

A Tale of the Dispossessed (17 page)

BOOK: A Tale of the Dispossessed
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Basta con que a sus oídos lleguen noticias de que a los bajos del Guainía está migrando gente en busca de oro, o que a Araracuara y al río Inírida acuden miles de todo el país a vivir de la siembra de la coca, para que enseguida su tormento, por un rato apaciguado, vuelva a estremecerlo y le infunda la certeza de que Matilde Lina debe andar por esos rumbos, refundida entre aquella gente.

—Pero ¿hacia dónde te vas, si éste es el propio fin de la Tierra? ¿Hasta cuándo crees que puedes echar a caminar, si aquí terminan todos los caminos? —le pregunto yo, pero él pone oídos sordos y se calza sus zapatos del Campesino Colombiano como si fueran botas de siete leguas. Entonces volvemos a verlo tal como llegó el primer día, de sombrero de fieltro calado, pantalón de lienzo blanco y ruana calentana, y yo lo acompaño con el corazón en vilo, desde la ventana, mientras se pierde carretera abajo.

Hasta ahora siempre ha vuelto al cabo de unas cuantas semanas, derrengado de cansancio y enfermo de decepción, pero con el morral repleto de naranjas y panelitas de leche que trae de regalo para su Ojos de Agua y para la madre Françoise, y con una caja de bocadillos de guayaba que reparte entre Perpetua, Solana, Solita y Marisol.

Seguramente, si regresa es por no abandonar a su Virgen Bailarina, o por no fallarle a tanto ser, tan urgido de su ayuda, que lo espera aquí. Yo sé que no es cierto, pero cierro los ojos y me hago la ilusión de que quizás, quién quita, también vuelve un poco por mí.

CATORCE

N
o me pregunten cómo, pero la madre Françoise ha descubierto qué es lo que atormenta mi corazón.

—No me parece cosa prudente enamorarse de uno de los desplazados—me soltó el otro día, así sin prolegómenos y sin que yo le hubiera comentado nada, dejando caer la frase como quien no quiere.

—¿Así que no le parece
cosa prudente,
madre? —le espeté la pregunta, descargando en ella las malas pulgas que llevo encima desde que empezó este hedor—. ¿Y es que acaso
alguna cosa
de las que acá ocurren tiene
algo
que ver con la prudencia?

Me mortifica la intromisión de la madre Françoise, porque prefiero mil veces no tener testigos de este amor sin fundamento ni respuesta. Pero me mortifica aún más el hedor a pezuña quemada, o por mejor decir me hace la vida imposible, porque además coincide con un momento límite en la seguridad del albergue, y con el hecho de que hace ya tres meses que Siete por Tres partió hacia la capital, a ponerse en contacto con cierto organismo que ofrece ayudarlo en la búsqueda de Matilde Lina. En todo este tiempo no hemos recibido noticia de él, ni notificación de posible regreso, y yo, que a la tensión externa le sumo la sospecha de que no volveré a verlo, ando estragada por la ansiedad. Me salva no sé qué instinto de compensación que debe regir a los fluidos corporales, y que hace que cuando llego al borde de mi propio aguante, baje la marea del desconsuelo y mi ánimo encalle en una silenciosa bahía de aguas apáticas.

Tengo anotados los teléfonos de los contactos de Siete por Tres en la capital, pero hago de tripas corazón y me abstengo de llamar a averiguar por su suerte. ¿Él buscándola a ella y yo buscándolo a él? Al menos me queda orgullo suficiente para no hacerlo.

El atosigante olor proviene de una fábrica de sebo que han instalado en un solar justo enfrente del albergue. Todas las mañanas sus obreros traen desde el matadero seis o siete carretilladas de pezuñas de res, que adentro queman a lo largo del día para extraer el sebo, con lo cual logran envenenar los alrededores con un humo nauseabundo. Se trata de un tufo inicial a pelo chamuscado que al rato se transforma en un aroma culinario a carne asada que a un desprevenido puede incluso abrirle el apetito. Poco después esa segunda tonalidad del olor se va volviendo sospechosamente dulce, como si aquella carne puesta al asador estuviera un tanto pasada, muy pasada, más bien putrefacta: el olor doméstico de lo comestible se convierte en fetidez de basurero, y las náuseas me empujan a salir corriendo. Supongo que las pezuñas están hechas de la misma materia de los cuernos y deduzco que no es casual que en español se diga
huele a cacho quemado
cuando se quiere aludir a un olor insoportable. Este que ahora nos invade pertenece a un reino indeciso entre la materia sana y la descompuesta, entre lo vivo y lo muerto, y a mí me ha dado por creer que no sólo emana de la fábrica de sebo, sino de nosotros mismos y de nuestras pertenencias. Mi piel, mis vestidos, el agua que intento llevarme a la boca, el papel que utilizo para escribir, están impregnados de este olor mórbido, pérfidamente orgánico, que como un mísero Lázaro que intenta resucitar y no acaba de lograrlo, me abraza, a todos nos abraza con su descarnada y atenazadora ambivalencia.

De hecho, dentro de lo crítico que es siempre todo lo que acaece en el albergue, por estos días atravesamos por una situación particularmente crítica debido a las declaraciones recientes de Oquendo, comandante de la xxv Brigada con sede en Tora, según las cuales el nuestro es un refugio para terroristas y criminales, financiado desde el exterior y camuflado tras supuestas organizaciones de derechos humanos. Que le servimos de fachada a la subversión armada, ha denunciado el comandante, y advierte que ante semejante patraña las fuerzas del orden tienen las manos atadas. Es evidente que lo que busca es desatarse las manos para poder brincarse los códigos del derecho humanitario y proceder en contra nuestra, así que, parapetados tras la cuestionada protección simbólica de nuestros muros, esperamos a que en cualquier momento nos allane el ejército o nos caiga encima un escuadrón de la muerte.

Tal vez si fumara me atiborraría de cigarrillos para sobreaguar durante estos días que resultan teatrales de puro angustiosos, pero como no fumo, me ha dado por leer con la compulsión de quien no quiere dejar lugar en su cabeza para ningún pensamiento propio. Pero todo lo que leo me habla de mí misma, como si hubiera sido escrito a propósito para impedirme escapar. No parece haber remedio, pues, ni escapatoria posible. Ni siquiera en la lectura. Tora con su guerra y sus afanes, y Siete por Tres, y Matilde Lina, y la madre Françoise y yo misma ocupamos irremediablemente todo intersticio del aire, hasta el punto de inundar con nuestro olor a chamusquina el paisaje entero y de saturar con nuestras propias señas las entrelíneas de libros escritos en otras partes.

A todas éstas, Siete por Tres parece haberse borrado del mapa; tal vez finalmente se haya reencontrado con Matilde Lina en esos terrenos del nunca jamás que ella regenta. A veces deseo con toda el alma que haya sido así, para que descubra que también ella mide mediana estatura y arrastra pequeñas miserias, como todos nosotros.

—Apiádate, Dios mío—le ruego a una divinidad en la que nunca he creído ni creo—. No me obligues a amar a quien no me ama. Mándame si quieres las otras Siete Plagas, pero de ésa, y de este intolerable olor a mortecino que me envuelve, exonérame por caridad, amén.

QUINCE

Y
a no existe la fábrica de sebo. Respiramos de nuevo a pulmón limpio y hasta nosotros regresan, verdes y picantes, todos los vahos de la lluvia y de la selva.

La madre Françoise, taimada, perspicaz y diligente, se averiguó que al dueño, un hombre ya de edad que vive ahí mismo donde tenía la fábrica, lo abandonó su mujer, una joven mulata entrada en carnes que encendía los deseos de todo elemento masculino de los contornos, y se dio mañas para convencer al viejo de que debía echarle la culpa de su abandono a la fetidez.

—Don Marco Aurelio—le dijo—, ¿cómo no se le iba a largar su adorada si usted la tenía viviendo en medio de esta hedentina? ¿Usted cree que una hermosura como ésa, una auténtica reina, va a aceptar que la obliguen a andar por ahí con el pelo y la ropa impregnados de grasa?

El viejo, que estaba echado a la pena, vio en esos consejos una luz de esperanza, le besó las manos a la madre en señal de agradecimiento, mudó su industria de pestilencias a un terreno que posee en otro sector y mandó sembrar este solar vecino de geranios, agapantos y azucenas. Su espléndida mulata no ha regresado aún, y las malas lenguas dicen que no va a volver porque anda enredada en amores con un flamante mafioso de cadenas de oro al cuello y Mercedes Benz en el garaje, que le rocía el cuerpo con champaña y le obsequia porcelanas chinas y perfumes franceses. Pero de eso el viejo por fortuna no se ha enterado, y todas las mañanas desyerba con esmero su jardín florido con la ilusión de recuperarla.

Aunque todos auguren lo contrario, yo tengo fe en el desenlace: sé que con tal de no volver a padecer aquel olor de los infiernos, la madre Françoise es capaz de buscar a la mulata y de convencerla de que es mejor tener un marido viejo y pobre que uno apuesto y lleno de oro.

Al demonio Siete por Tres, decidí la madrugada en que mis narices, de excelente humor, me despertaron con la noticia de que no quedaban rastros de la pestilencia. Al demonio Siete por Tres, ratifiqué después de darme una ducha helada, ya plenamente despierta, y estampé mi firma en esa decisión sin paliativos. Yo lo que quiero, me dije, es un hombre como Dios manda: bondadoso como un perro y presente como una montaña.

Al diablo Siete por Tres; ipso facto me desentiendo de ese sujeto; no vuelvo a hacerle el honor de dedicarle un pensamiento; me lo repito una y otra vez mientras convoco a una rueda de prensa; envío mensajes por fax; bajo a la plaza a comprar los bultos de legumbre y de grano; organizo nuevos cursos de lectura para adultos porque los que dictamos no dan abasto; me ocupo de las goteras que han inutilizado uno de los dormitorios colectivos. Ya olvidé a Siete por Tres, me repito mientras tanto a mí misma. El único problema es que me lo repito tantas veces que logro el efecto inverso.

DIECISEIS

S
e había dispersado el olor a muerte, pero ahora era la muerte misma la que se cernía sobre nosotros. En menos de dos semanas, la racha de crímenes que devastaba la zona había dejado un saldo de veintidós personas ajusticiadas, ocho en Las Palmas—una heladería que queda a pocos minutos de aquí—y el resto en las barriadas que colindan hacia el poniente.

La amenaza de Oquendo no había pasado de las palabras, pero eran palabras letales que le iban abriendo camino al zarpazo, así que nos afanábamos buscando apoyo de la prensa, pronunciamiento de las entidades democráticas, visitas al albergue por parte de personajes notables, cualquier cosa que nos diera el aval como organización pacífica, neutral y humanitaria; cualquier cosa que no fuera esperar con la boca cerrada y los brazos cruzados a que vinieran a masacrarnos impunemente.

Sabíamos que no era fácil llamar la atención o pedir una mano en medio de un país ensordecido por el ruido de la guerra. Y si era casi imposible lograrlo desde una de las ciudades grandes, más aún desde estos despeñaderos ariscos hasta donde no arrima la ley de Dios ni la de los hombres, ni sube la fuerza pública—como no sea de civil y para aniquilar—, ni asoma el interés de los diarios, ni se estiran los bordes de los mapas. Por eso fue tan grande nuestro asombro cuando vimos aparecer la comitiva.

La más insólita, teatral e inofensiva de las comitivas, compuesta por el rubicundo párroco de Vistahermosa, por un fotógrafo
freelance,
dos reporteros radiales y media docena de quinceañeras de camiseta ombliguera, zapatos de plataforma y nombres de pila tomados ya no del santoral sino de Beverly Hills: Natalie, Kathy Johanna, Lady Di, Fufis y Vivian Janeth, todas ellas estudiantes del octavo año del Colegio para Señoritas Virgen de la Merced, de Tora. Vestidos de negro de pies a cabeza y embutidos con sus instrumentos entre un viejo Volkswagen color ocre al que llamaban «La Amenaza Mostaza», se hicieron también presentes los cinco integrantes de Juicio Final, un grupo de metaleros de Antioquia que lucían tatuajes y
piercings
hasta en los párpados: «muy a punto estos muchachos, y muy modernos», según el comentario que hizo Perpetua cuando los vio.

BOOK: A Tale of the Dispossessed
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