Read A Tale of the Dispossessed Online

Authors: Laura Restrepo

Tags: #General Fiction

A Tale of the Dispossessed (11 page)

BOOK: A Tale of the Dispossessed
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No creo en lo que llaman amor a primera vista, a menos que se entienda como esa inconfundible intuición que te indica de antemano que se avecina un vínculo; esa súbita descarga que te obliga a encogerte de hombros y a entrecerrar los ojos, protegiéndote de algo inmenso que se te viene encima y que por alguna misteriosa razón está más ligado a tu futuro que a tu presente. Recuerdo con claridad que en el momento en que vi entrar a Siete por Tres, aun antes de saber su ningún nombre, me hice con respecto a él la pregunta que a partir de entonces habría de hacerme tantas veces: ¿Vino para salvarme, o para perderme? Algo me decía que no debía esperar términos medios. ¿Siete por Tres? ¿7x3? Dudé al escribir.

—Cómo firma usted, ¿con números o con letras?

—Poco firmo, señorita, porque no confío en papeles.

—Sea, pues: Siete por Tres—le dije y me dije a mí misma, aceptando lo inevitable—. Ahora venga conmigo, señor don Siete por Tres; no le hará mal un poderoso plato de sopa.

No le permitía comer esa ansiedad que lo abrasaba por dentro y que era más grande que él mismo, pero eso no me extrañó; todos los que suben hasta acá vienen volando en alas de esa misma vehemencia. Me extrañó, sí, no lograr mirarle el alma. Pese a que en este oficio se aprende a calar hondo en las intenciones de la gente, había algo en él que no encajaba en ningún molde. No sé si era su indumentaria de visitante irremediablemente extranjero, o su intento de disfrazarse sin lograrlo, o si mis sospechas recaían sobre ese bulto encostalado que traía consigo y que no descuidaba ni un instante, como si contuviera una carga preciosa o peligrosa.

Además me inquietaba esa manera suya de mirar demasiado hacia adentro y tan poco hacia afuera; no sé bien qué era, pero algo en él me impedía adivinar la naturaleza de la cual estaba hecho. Y aquí puedo volver a decirlo, para cerrar el círculo; lo que me intimidaba de esa naturaleza suya era que parecía hecha de otra cosa.

Aceptó la hospitalidad por una sola noche pero se fue quedando, en contravía de su propia decisión, despidiéndose al alba porque partía para siempre y anocheciendo todavía aquí, retenido por no sé qué cadena de responsabilidades y remordimientos. Desde que me preguntó por su Matilde Lina, no bien hubo traspasado por primera vez la puerta, no paró ya de hablarme de ella, como si dejar de nombrarla significara acabar de perderla o como si evocarla frente a mí fuera su mejor manera de recuperarla.

—¿Dónde y cuándo la viste por última vez? —le preguntaba yo, según debo preguntarles a todos, como si esa fórmula humanitaria fuera un abracadabra, un conjuro eficaz para volver a traer lo ausente. Su respuesta, evasiva e imprecisa, me hacía comprender que habían pasado demasiados años y demasiadas cosas desde aquella pérdida.

A veces, al atardecer, cuando se aquietan los trajines del albergue y los refugiados parecen hundirse cada cual en sus propias honduras, Siete por Tres y yo sacamos al callejón un par de mecedoras de mimbre y nos sentamos a estar, enhebrando silencios con jirones de conversación, y así, cobijados por la tibieza del crepúsculo y por el dulce titileo de los primeros luceros, él me abre su corazón y me habla de amor. Pero no de amor por mí: me habla meticulosamente, con deleite demorado, de lo que ha sido su gran amor por ella. Haciendo un enorme esfuerzo yo lo consuelo, le pregunto, infinitamente lo escucho, a veces dejándome llevar por la sensación de que ante sus ojos, poco a poco, me voy transformando en ella, o de que ella va recuperando presencia a través de mí. Pero otras veces lo que me bulle por dentro es una desazón que logro disimular a duras penas.

—Basta ya, Siete por Tres—le pido entonces, tratando de tomármelo en broma—, que lo único que me falta por saber de tu tal Matilde Lina es si prefería comerse el pan con mantequilla o con mermelada.

—No es culpa mía—se justifica—. Siempre que empiezo a hablar, termino hablando de ella.

En el cielo la negrura va engullendo los últimos rezagos de luz y muy abajo, al fondo, las chimeneas de la refinería con su penacho de fuego se ven mínimas e inofensivas, como fósforos. Mientras tanto, nosotros dos seguimos dándole vueltas a la rueda de nuestra conversación. Yo todo se lo pregunto y me va respondiendo dócil y entregado, pero él a mí no me pregunta nada. Mis palabras escarban en él y se apropian de su interior, amarrándolo con el hilo envolvente de mi inquisición, y mientras tanto mi persona intenta ponerse a salvo, escapándose por ese lento río de cosas mías que él no pregunta y que jamás llegará a saber.

Siete por Tres se saca del bolsillo del pantalón un paquete de Pielroja, enciende un cigarrillo y se pone a fumar, dejándose llevar por el hilito de humo hacia esa zona sin pensamientos donde cada tanto se refugia. Mientras lo observo, una voz pequeña y sin dientes me grita por dentro: Aquí hay dolor, aquí me espera el dolor, de aquí debo huir. Yo escucho aquella voz y le creo, reconociendo el peso de su advertencia. Y sin embargo en vez de huir me voy quedando, cada vez más cerca, cada vez más quieta.

Tal vez mi zozobra sea sólo un reflejo de la suya, y tal vez el vacío que él siembra en mí sea hijo de esa ausencia madre que él almacena por dentro. Al principio, durante los primeros días de su estadía, creí posible aliviarlo del agobio, según he aprendido a hacer en este oficio mío, que en esencia no es otro que el de enfermera de sombras. Por experiencia intuía que si quería ayudarlo, tendría que escudriñar en su pasado hasta averiguar cómo y por dónde se le había colado ese recuerdo del que su agonía manaba.

Con el tiempo acabé reconociendo dos verdades, evidentes para cualquiera menos para mí, que si no las veía era porque me negaba a verlas. La primera, que era yo, más que el propio Siete por Tres, quien resentía hasta la angustia ese pasado suyo, recurrente y siempre ahí. «Le duele el aire, la sangre quema sus venas y su cama es de alfileres», son las palabras que escribí al comienzo, poniéndolas en boca suya, y que ahora debo modificar si quiero ser honesta: Me duele el aire. La sangre quema mis venas. ¿Y mi cama? Mi cama sin él es camisa de ortiga; nicho de alfileres.

De acuerdo con la segunda verdad, todo esfuerzo será inútil: mientras más profundo llego, más me convenzo de que son uno el hombre y su recuerdo.

DOS

L
a historia de su recuerdo, valga decir la trayectoria de su obsesión, empieza el mismo día de su nacimiento, primero de enero de 1950. Aunque no exactamente nació, sino que apareció en la población rural de Santamaría Bailarina, ya borrada de la historia y que tuvo su lugar y su momento hace años y lejos de aquí, en la vereda El Limonar, municipio Río Perdido, sobre la frontera del Huila y el Tolima. Según he podido reconstruir, recuperando aquí y allá piezas sueltas de su volátil biografía, la aparición de Siete por Tres se produjo a la salida de misa de gallo, en los escalones del atrio de una iglesia todavía en obra que inauguraban prematuramente para celebrar la llegada del cincuenta, que se anunciaba con viento agorero.

—Viene brava la vaina—se oía comentar entonces—. Por la cordillera viene bajando una chusma violenta clamando degüello general.

Eran los ecos de la Guerra Chica, que cundía desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y que amenazaba con cerrar el cerco sobre la pacífica Santamaría. Los vecinos se disponían a quemar pólvora en honor del año nuevo para suplicarle que pasara manso por el pueblo, y fue entonces cuando lo vieron.

Un bulto quieto, pequeño, envuelto como un tamal entre una cobija de dulceabrigo a cuadros. No lloraba, sólo estaba. Recién nacido y desnudo bajo la noche inmensa, ya desde entonces con esa manera suya de estar, alumbrada y solitaria.

—Miren, le sobra un dedo en el pie—se asombraron al entreabrir la cobija, tal como habría de asombrarme yo, tantos años después, la primera vez que lo vi descalzo.

Tal vez por eso algunos recelaron desde el principio, por el sexto dedo de su pie derecho, que aparecía así, de repente y caído de la nada, como señal peligrosa de que se andaba resquebrajando el orden natural de las cosas. A otros, más desprevenidos, los hizo reír esa arvejita de más, graciosa y rosada, perfectamente redonda, apretada en la fila contra las otras cinco en la empanada minúscula del pie.

—¡El Año Viejo se fue dejando un niño de veintiún dedos en el atrio de la iglesia!—corría la voz por el pueblo y Matilde Lina, por novelera y curiosa, se abrió paso a codazos por entre el círculo de humanidad que se apretaba en torno al fenómeno. Cuando tuvo ante sus ojos ese dedo sobrante que era objeto de asombro, no pensó ni por un momento que se tratara de un defecto; por el contrario, lo entendió como ganancia para ese ser venido al mundo con un pequeño don adicional. Sabía bien que toda rareza es prodigio y que todo prodigio trae su significado.

Ya desde entonces la gran presencia en la vida del niño fue ella, Matilde Lina, lavandera de río, pobre como ave del campo, quien en ese esclarecido momento, equivalente si se quiere al de un segundo parto, lo tomó en sus brazos para revisar de cerca sus ojos, sus manos, sus partes de varón.

—Qué dolor para esos padres, desprenderse de su hijo. Sabe Dios de qué huirían, de qué lo quisieron salvar—dijo Matilde Lina en voz alta, después de abrigarlo con una mirada larga en la que ya se notaba un propósito de arraigo, y en este punto habrá quien se pregunte cómo vine yo a saber cuáles fueron sus palabras exactas y el tono que utilizó para pronunciarlas, a lo cual sólo puedo responder que simplemente lo sé; que sin conocerla he llegado a saber tanto de ella que me otorgo el derecho de ser su vocera, sin que sobre añadir que, por otra parte, aquellas fueron palabras que no llegó a escuchar nadie porque ya tronaban los primeros voladores y el cielo estallaba en estrellas, las velas romanas disparaban chorros de bolas candentes y las rodachinas giraban en el alambre, espléndidas como soles.

El gentío se perdía entre el humero y el estrépito de pólvora y Matilde Lina quedó sola frente a las puertas ya cerradas de la iglesia. Miraba absorta los fuegos artificiales con los ojos encendidos de reflejos y apretaba contra sí al niño de la cobija, como si ya nunca lo fuera a soltar. Lo amparó de ahí en más por puro instinto, sin decidirlo ni proponérselo, y sólo a él en este mundo le permitió entrar al espacio sin ventanas ni palabras donde escondía sus afectos.

Criatura irreal y anfibia, Matilde Lina. «Siempre a la orilla del río, entre espumaredas y ropa blanca»: así la recuerda Siete por Tres y cuenta que creciendo a la sombra de esa mujer de agua dulce supo que la vida podía ser de leche y miel. «Cuando comenzaba a hacerse oscuro y los pájaros a coger nido—evoca desde las crestas de su añoranza—, ella me llamaba y yo se lo agradecía. Era como ponerle fin al día. Su voz se quedaba pegada al aire hasta que yo regresaba a ovillarme a su lado . . .»

Siete por Tres nunca ha querido deshacerse de la cobija de dulceabrigo a cuadros, deshilachada y sin color, ya vuelta trapo, y más de una vez lo he visto estrujarla, como queriendo arrancarle una brizna de memoria que le alivie el desconsuelo de no saber quién es. El trapo nada le dice pero suelta un olor familiar donde él cree reencontrar la tibieza de un pecho, el color del primer cielo, el ramalazo del primer dolor. Nada, en realidad, salvo espejismos de la nostalgia. Lo demás son historias que Matilde Lina le inventaba para enseñarle a perdonar.

—No te hagas mala sangre, niño—le decía cuando lo descubría asomado a la amargura—, que no te abandonaron tus padres por malos, sino por tristes.

—No los puedo perdonar—rezongaba él.

—Los que no perdonan atraviesan un río de aguas malsanas y se quedan a vivir en la orilla de allá.

TRES

L
a pólvora que hicieron tronar aquella noche de nada valió, peor aún, parece haber surtido el efecto inverso. Como invitada por el chisporroteo, la violencia penetró ese año arrasadora y grosera, y Santamaría, que era liberal, fue convertida en pandemónium por la gran rabia conservadora. Fue así como a los pocos meses de vida, Siete por Tres debió ver por vez primera—¿por segunda?, ¿por tercera? —el espectáculo nocturno de las casas en llamas; los animales sin dueño bramando en la distancia; la oscuridad que palpita como una asechanza; los cadáveres blandos e inflados que trae la corriente y que se aferran a los matorrales de la orilla, negándose a partir; el río temeroso de sus propias aguas que se aleja deprisa, queriendo desprenderse del cauce.

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