Le pido una cerveza y me conformo con picotear de un platillo de almendras que el camarero coloca discretamente junto a mí. Tras un par de sorbos, saco del bolso mi paquete de tabaco. Me llevo un cigarrillo a los labios y con él colgando me pongo a buscar un mechero en el cajón de sastre que suelo llevar colgado al hombro. Pero nada, que el maldito mechero se resiste a aparecer. Entonces, una mano portando un mechero encendido aparece a un palmo de mi cigarrillo. Acepto la llama, suponiendo que el galante gesto proviene del camarero. A punto estoy de exhalar el humo de la primera calada cuando reparo que el favor ha venido de una mujer que se ha sentado en el taburete contiguo al mío y que me mira con unos ojos verdes que sonríen del mismo modo que sus labios, complacidos y seductores.
—Eres Ruth, ¿verdad? —me pregunta guardándose el mechero en su bolso—. No sé si te acordarás de mí, nos conocimos en una fiesta la otra noche. Soy Sara, una amiga de Eric y Daniel.
No habrían hecho falta tantas explicaciones. Una mujer como ella no se va de la cabeza tan rápidamente.
—Sí, claro que me acuerdo de ti, mujer —le digo correspondiendo a su sonrisa con otra de mi cosecha—. ¿Qué haces aquí? No sabía que fueras a venir…
—He venido a pasar una semana. Sola. Ya sabes, para desconectar…
—¿De dónde eres? —pregunto por curiosidad.
—De Barcelona —me responde—. ¿Y tú? ¿También has venido sola?
—Sí —afirmo—. También yo necesitaba desconectar. Ha sido un año muy intenso.
—¿Mucho trabajo?
—Mucho trabajo y muchas cosas. Un poco de todo que se convierte en demasiado.
—Lo dices como si te hubieran estado torturando…
Me echo a reír.
—No, mujer. Es que los últimos meses han sido muy surrealistas.
—¡Pues ya somos dos! —exclama apoyando el codo en la barra—. Te juro que podría escribir un libro con las tonterías de la gente que he tenido alrededor… Dime Ruth, ¿en Madrid hay mujeres normales? Porque yo empiezo a pensar que o es cosa mía o Barcelona está llena de zumbadas…
Una carcajada se me escapa dos o tres tonos más alta de lo que pretendía.
—¿¡En Madrid!? ¡Ja! Y yo que iba a preguntarte lo mismo sobre Barcelona para pedir el traslado a mi empresa…
—Así que es lo mismo en todas partes, ¿no? —sonríe— . ¿Y en qué trabajas?
—En publicidad —respondo—. ¿Y tú?
—Trabajo en una editorial. De libros de Derecho, no creas, no es nada apasionante…
Asiento mientras acabo mi cerveza sin saber qué decir a continuación. Veo aparecer al camarero y estoy a punto de pedirle otra cerveza y preguntarle a Sara si quiere tomar algo cuando él, con aire solícito, nos comunica que la cocina ya está abierta y que cuando queramos podemos pasar al salón. Sara y yo nos miramos.
—¿Cenamos juntas? —me pregunta.
—Sí, claro —respondo animada bajándome del taburete.
Espero que no es precipitéis imaginando una velada romántica. No hubo velas en la cena, ni un paseo al anochecer por la orilla del mar, ni una madrugada de sexo salvaje y apasionado salpicada de susurros y ternezas. Era martes, no había demasiada gente y las dos estábamos aún cansadas, yo, a pesar de mis veintiséis horas de sueño —o justamente a causa de ellas— y Sara, con mayor motivo porque había dormido menos que yo.
Charlamos animadamente durante la cena y al acabar nos fuimos a tomar una copa, solo una, a un bar cercano. Después, cada una se fue a su respectivo hotel para dormir cuando aún no eran ni las once de la noche. Aunque sí es cierto que quedamos en vernos a la mañana siguiente para ir a la playa. Pese a nuestra intención de pasar la semana sin compañía creo que a las dos nos ha atraído la idea de apurar el tiempo juntas como si fuéramos dos adolescentes en su primer viaje sin vigilancia paterna.
Sí, nos seguimos viendo. Todos los días. A todas horas. Vamos a la playa. Hacemos excursiones por la isla. Practicamos buceo y senderismo. Salimos todas las noches. Hablamos sin parar. Y guardamos silencio cuando conviene. Nos reímos. Nos sentimos cómodas la una con la otra. Nos encerramos en una burbuja privada en la que apenas dejamos penetrar a nadie. Surge un vínculo extraño entre nosotras. No, no es amor. No es amor porque yo estoy paralizada. Sara parece demasiado perfecta para ser real. Algo en mi interior se revuelve inquieto y extrañado. En otro tiempo habría dado cualquier cosa por que una mujer como ella se cruzara en mi camino. Al día de hoy casi estoy deseando que esta semana toque a su fin y pueda poner tierra de por medio. En concreto, todos los kilómetros que separan Madrid de Barcelona.
En algunos momentos se hace patente que existe tensión sexual entre nosotras. Pero ambas ponemos barreras. Son muchas las situaciones propicias que se van sucediendo y en todas ellas una de las dos frena en el momento justo para que no ocurra lo que, sin ninguna duda, ocurriría en una situación normal. Todas las noches, tras acabar la ronda por los bares, cada una se va a dormir a su hotel, tras una escueta y contenida despedida, un suave beso, solo uno, depositado en la mejilla de la otra. Un beso de complicidad, de ternura, de un incipiente deseo que ambas sabemos que no se consumará. Porque no. Porque estoy segura de que debajo de toda esa perfección Sara esconde algo peligroso. Del mismo modo que yo tampoco soy una apuesta segura. Las dos los sabemos. Las dos estamos luchando contra ese deseo carnal que nos llevaría a perder la cabeza e iniciar algo que intuimos que no acabaría bien. Y mantenemos las distancias. Como dos experimentadas jugadoras que saben lo dulce que sabe la victoria pero también lo amarga que resulta una derrota cuando hasta ese momento te creías invencible.
Pese a que ambas salimos al día siguiente a primera hora de la mañana, nuestra última noche en la isla la volvemos a gastar en los bares. A ambas nos domina un extraño sentimiento de fugacidad. Pero a la vez parecemos aliviadas. La prueba está casi superada. Unas horas más y cada una volverá a su vida y aunque nos arrepintamos no será peor que la incertidumbre de iniciar algo abocado al fracaso desde el mismo momento de su nacimiento. Así que nos dejamos llevar por la euforia de nuestra última noche juntas con tristeza y alegría a la vez.
—¿Cuándo vuelves a trabajar? —me pregunta tras pedir una nueva ronda de copas.
—El jueves —le digo—. Así me resultará menos duro. Sólo un par de días y luego el fin de semana.
—Yo empiezo el martes —me explica ella—. Pero con gusto me quedaría aquí una semanita más.
—¡Toma y yo! —exclamo con una carcajada.
Nos quedamos calladas. Damos unos sorbos a nuestras copas y miramos a nuestro alrededor como si buscáramos a alguien. Sara detiene su mirada un momento en mí y alarga el brazo hasta mi hombro.
—Te estás empezando a pelar —me dice quitándome con la uña unos restos de piel muerta.
—Ya veo —le digo mirando su mano en mi hombro, que permanece sobre él sin que haya intención aparente por su parte de apartarla de ahí.
Cuando vuelvo a levantar la vista hacia Sara veo como se acerca hasta mí. Sus labios se posan en los míos en un beso lento y tierno. Durante unos segundos no me resisto a su contacto. Acaricio su rostro con la mano en un gesto de aceptación primero y de rechazo después. Aparto sus labios de los míos antes de que el cosquilleo que ha empezado a recorrer mi cuerpo por entero me lleve a cometer un error.
—Espera, Sara. No sigas. No… —dejo mis palabras en el aire.
Ella baja la cabeza avergonzada.
—Lo siento. No he podido evitarlo.
—No pasa nada. No te preocupes.
Agarro mi copa y le doy un largo trago. Sara me imita.
—¿Vas a Barcelona alguna vez? —me pregunta luego de dejar el vaso sobre la barra.
—Sí, alguna vez, por el trabajo.
—Podríamos vernos, si quieres, claro…
Me la quedo mirando un momento antes de contestar.
—Sí, claro… —me callo un momento—. Pero yo no quiero una relación a distancia, Sara. Es algo que siempre he tenido muy claro. Y por lo que tú me has contado, es algo que tú tampoco quieres.
Sara se apresura a asentir con la cabeza.
—Sí, sí, tienes razón. No sé lo que me ha pasado. Sólo te decía eso por si venías a Barcelona alguna vez… No sé, siempre es agradable conocer a alguien en una ciudad que no es la tuya.
—Tranquila, si voy a Barcelona, serás la primera persona a la que quiera ver.
Sonríe tímida y me lanza una mirada que no sé cómo descifrar.
—Bueno, creo que va siendo hora de que nos vayamos a dormir. Mi avión sale a las siete.
—Sí —convengo—. Tienes razón.
Salimos del bar a paso lento y caminamos por las calles del pueblo en completo silencio. En el punto en que nuestros caminos se separan, el mismo punto que todos los días nos ha servido de lugar de despedida, nos detenemos y nos quedamos mirándonos la una a la otra sin saber cómo decirnos adiós. Sus ojos parecen tristes y resignados. Prefiero no saber qué aspecto tienen los míos.
—Bueno—dice ella al fin.—Que tengas un buen viaje.
—Tú también —le digo yo—. Ya nos veremos.
—Sí, ya nos veremos.
Nos despedimos con un suave beso en la mejilla. Sólo uno. Un beso de complicidad. De ternura. De un incipiente deseo que ambas sabemos que no se consumará.
—¿¡Que no te acostaste con ella!?
—No, Juan, ¿qué pasa?
—¡Una semana con una tía guapa de aburrir, según tu propia descripción, en una isla que es lo más parecido al paraíso y no haces nada!
—Pues no.
—Cariño, tú has cogido alguna fiebre tropical, esto no es normal. ¿Qué te pasa?
—Nada, de verdad. Si me caía muy bien y me parecía una tía de puta madre…
—¿Entonces?
—Pues mira, primero, no me apetece una relación a distancia…
—¡Como si a ti te supusiera algún problema cogerte un puente aéreo los fines de semana!
—No, no me supone ningún problema pero es que no me apetece… Segundo, es una tía que tiene las ideas muy claras, sabe lo que quiere y seguro que es de las que luego me hace polvo. Y tercero y más importante, quiero estar sola una larga temporada.
—Ruth, de verdad que no puedo creer lo que estoy oyendo. Llevo años oyéndote despotricar de las tías con las que sales, llamarlas crías, inseguras, reprimidas y cuando encuentras a una mujer en condiciones también le pones pegas. ¡Y encima me vienes con que lo que pasa es que quieres estar sola! ¡Vamos, eso no te lo crees ni tú!
—No, yo sí me lo creo, el que no lo hace eres tú.
—Mira, me parece que estás muerta de miedo, Ruth. Y ya deberías empezar a darte cuenta de que no todas las tías son unas crías…
—Si ya lo sé…
—…ni que todas se van a comportar contigo como Olga. Olga ya quedó atrás, ella ha rehecho su vida y tú la tuya y esta tía parece ser la horma de tu zapato, ¿por qué no le das una oportunidad? Porque tienes su teléfono, ¿verdad?
—Pues no.
—Pero es amiga de Eric y Daniel, ¿no? Pues llámales y pídeles su teléfono y la llamas. Tú vas mucho a Barcelona, la próxima vez que vayas, le pegas un toque y quedas con ella para tomar algo. Y cuando la conozcas más entonces dime con más argumentos que no te conviene…
—Eres duro de mollera, Juanito. ¡Que te he dicho que no! Mira, ha sido una bonita semana de vacaciones con una tía interesante. No ha pasado nada entre nosotras y así quiero que se queden las cosas…
—Pero, ¿cómo se puede ser tan ceporra en esta vida, Dios mío?
—Mis años de entrenamiento me ha costado, corazón… Bueno, hablando de otro tema. ¿Qué tal le va a Diego con la búsqueda de curro?
—¡Anda, coño, que tú aún no lo sabes!
—¿Que no sé el qué?
—Es que como has estado
missing in combat
últimamente… Pues nada, que ya tiene un nuevo curro.
—¿Ah, sí? ¿De qué?
—Lo mismo. De trabajador social en una ONG.
—Veo que no ha escarmentado…
—Tranqui, que esta tiene buena pinta. Es una asociación que trabaja con drogodependientes y chavales marginados en San Blas. Tiene un buen horario, no tiene que trabajar de noche y le pagan bastante más. Y desde el primer momento hemos comprobado que le han dado de alta en la seguridad social…
—Toda precaución es poca…
—Claro, tía, después de todo lo que pasó como para arriesgarse a que le tomen el pelo una segunda vez… En fin, ¿te vienes mañana a comer a casa? Voy a hacer un arroz negro que te vas a chupar los dedos…
—Mmmm, suena bien, te llamo a mediodía y me dices a qué hora queréis que vaya, ¿vale?
—A la que quieras, corazón, ya lo sabes.
—Pues entonces mañana nos vemos.
—Oye, tendrás fotos de Menorca con la tía esa, ¿no?
—Sí, claro, ¿Por qué?
—Para que te las traigas y pueda darte un pescozón en condiciones si es verdad que es tan guapa como dices…
—En ese caso me pensaré esta noche si te las enseño o no, que últimamente tengo la cabeza bastante sensible…
—Tráetelas, anda, melón.
—Que sí, pesado. Venga, un besito para ti y otro para Diego.
—Adiós, cielo.
A
finales de septiembre decido apurar unos días libres que me quedan para subir a Miraflores con mis padres. Después de todo el mes de agosto y gran parte del de septiembre trabajando en el interior de una ciudad medio vacía, he llegado a la conclusión de que necesito desconectar realmente antes de volver a sumergirme en el nuevo año. Porque para mí el año no empieza el uno de enero sino a finales de septiembre. Puede que sea el remanente de tantos años de escolarización pero siempre he pensado que ese es realmente el momento en que todo empieza, en que la vida vuelve a girar con su ritmo habitual.
Llamo a mi madre para comunicarle mis intenciones y de inmediato comienza a hacer planes en los que mi presencia es casi la razón de ser de los mismos. Pero lo que yo quiero es desconectar. Nada de teléfono, ni de móvil, ni de Internet, ni de salidas por Chueca a merced de encuentros inoportunos tras la esquina menos pensada. Nada de eso. Ya que no pude desconectar en Menorca, quiero hacerlo ahora.
Ha sido un año intenso. Un año de muchas emociones y muchas tonterías. Un año en el que he pronunciado innumerables veces, tras una noche de juerga cuyo único resultado ha sido una espantosa resaca, la histórica frase de «no pienso volver a poner un pie en el ambiente», en el que he almacenado una ingente cantidad de números en mi teléfono móvil que, la mayoría de las veces, no he llegado a usar nunca, en el que me he dejado en libros sobre feminismo, lesbianismo y teoría
queer
o revistas de cine, música, literatura, informática y tendencias el equivalente a veinte veces la renta per capita de un país del tercer mundo, en el que he perdido innumerables minutos merodeando por las terrazas de la plaza de Chueca buscando una mesa libre. Un año en el que he hecho demasiados viajes en taxi para trayectos en los que podría haber ido a pie, en el que he pasado horas y horas en el gimnasio para mantener el culo firme y el vientre liso, bajando dos o tres veces al día a la cafetería que hay cerca de mi oficina sólo para coquetear con la camarera, conectándome decenas de veces a Internet con la excusa de «voy a mirar mi correo electrónico» incluso cuando son las tres de la mañana, bajando discos y películas y fotos de Angelina Jolie (y que luego haya algunas que creen parecerse a ella… En fin, hay gente
pa´to´
), discutiendo con camareros ineptos que no sabían qué era un destornillador, asistiendo a fiestas, estrenos, inauguraciones, conciertos y demás eventos como si realmente fuese alguien imprescindible, perdiendo tiempo en las colas de las discotecas, comiendo y cenando fuera de casa diez o doce veces por semana, rechazando ofertas de otras agencias de publicidad que han intentado convencerme para que deje la mía y me vaya con ellos pero haciéndome la interesante, durmiendo sola menos veces de las que hubiera resultado deseable, conociendo a demasiadas mujeres, mujeres que seguían demostrándome que mi actitud ante las relaciones era la adecuada porque ninguna de ellas parecía capaz de ofrecerme algo distinto…