¡A los leones! (48 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
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La mujer se iba rápidamente, aunque Idíbal se negara a aceptarlo. Tuve la certeza de que Mirra no recuperaría nunca la conciencia.

—¿Por qué estaba aquí? —le pregunté por segunda vez.

—Nuestro luchador novel está siendo armado en el estadio.

—¿Por qué en el estadio?

—Para mantener el secreto.

Justino me tocó el brazo y fue a echar un vistazo.

—¿Cuál es tu luchador? —Ahora, el asustado muchacho se apoyaba en mí como un peso muerto—. ¿Cuál? ¿Idíbal?

—Es un simple esclavo.

—¿Un esclavo? ¿De quién?

—Uno de Mirra, al que ésta había cogido manía. Nadie, en realidad. Simplemente, nadie.

Ayudé a Idíbal a incorporarse más y lo empujé de espaldas contra la pared. Después, para parecer más amistoso, aflojé la presión con que lo sujetaba. Iba vestido informal, aún más colorista que la última vez que lo vi, con una larga túnica de tonos verdes y azafrán. Un cinturón ancho en torno a sí. Un par de anillos en los dedos y una cadena de oro era cuanto llevaba.

—Bonita cadena, Idíbal —comenté. La manufactura me resultó familiar—. ¿Tienes más en casa?

Sorprendido y preocupado, el joven respondió, pasmado:

—No es mi favorita. Mi favorita la perdí cuando empezó todo esto…

—¿Cuándo y cómo?

—En Roma.

—¿Dónde, Idíbal?

—Dejé mis mejores ropas en casa de mi tía cuando firmé el contrato con Calíopo… —Idíbal estiraba el cuello para mirar más allá de mi posición, donde un médico se había agachado junto a su tía—. Después de la manumisión, descubrí que la cadena había desaparecido.

—¿Qué dijo tu tía?

—Tuvo que aceptar que alguien se la había robado. De hecho, el esclavo que presentamos hoy era el único sospechoso; así nos lo dijo tía Mirra a mi padre y a mí cuando, anoche, sugirió que hiciéramos ese número especial…

—Sí, el robo parece una buena razón para librarse de él. —Seguro que Mirra tenía otro motivo. Tuve una sensación horrible acerca del presunto robo y de lo que sabía Mirra de la cadena de su sobrino. Di un tirón a la que Idíbal llevaba en aquel momento—. Era del mismo estilo que ésta, ¿no? La que perdiste en Roma, me refiero.

—Parecida.

—Quizá la he visto una vez.

Al oír aquello, Idíbal reaccionó. Debía de haber interpretado correctamente mi tono ominoso.

—¿Quién la llevaba?

—Alguien se la dio a Rúmex la noche en que lo mataron.

—¿Cómo puede ser? —Idíbal puso cara de asombro.

El médico que asistía a Mirra se puso de pie.

—Ha muerto —proclamó. Idíbal me abandonó y corrió hacia el cadáver. El médico sostenía en la mano un objeto que había encontrado entre las ropas de Mirra y, como el sobrino estaba abrumado por la pena, me lo entregó a mí. Era un puñal pequeño, de mango de hueso y hoja recta como el que emplearía un esclavo doméstico para afilar los punzones de escribir.

—¿Has visto esto alguna vez, Idíbal?

—No lo sé. No me importa… ¡Por todos los dioses, Falco…! ¡Déjame en paz!

Justino regresó.

—Marco… —Se acercó a mí para decirme algo en privado—. Tienen una zona donde ocultan de la vista del público a su novato. He insistido en que me dejaran verlo y no es cosa del otro jueves. Lo encontré, sentado tranquilamente dentro de una pequeña tienda, con la coraza puesta.

—¡Solo?

—Sí. Pero Mirra entró hace poco para hablar con él. Los esclavos están fuera, jugando a los dados, y no han mostrado ninguna reacción; aparentemente, el hombre es esclavo de Mirra. Después vieron salir a la mujer, que se dirigía a toda prisa hacia el túnel con la cabeza cubierta, y no volvieron a pensar más en el asunto.

—¿Has dicho que Mirra estaba herida?

—No.

—¿Cómo se llama su gladiador?

—Fidel lo llaman.

—¡Imaginaba que sería él!

Idíbal levantó la vista. Bañado en lágrimas y demacrado, pero no aturdido, se incorporó de su posición arrodillada junto a la figura yacente de su tía.

—Ese puñal es suyo —me dijo tras observar el arma—. Fidel era su intérprete.

Mi voz debió de parecerle grave y cálida:

—Un hombre que utiliza ese nombre hace encargos como mensajero en Roma. Tengo la sospecha de que después tu tía lo utilizó para algo muy serio. Mira, Idíbal: esto no te va a gustar, pero tendrás que afrontarlo: no creo que Mirra pagara una sola moneda para conseguir que Calíopo te liberase.

—¿Qué?

—Cuando se enteró por ti de que Calíopo quería ver muerto a Rúmex, ella se ofreció a llevar a cabo el trabajo que tú habías rechazado. Creo que empleó a Fidel. Éste llevó tu cadena, la que perdiste, al establecimiento de Saturnino para ofrecerlo como supuesto regalo. Rúmex dejó que se acercara y, entonces, mientras se probaba el adorno, Fidel le rebanó el gaznate. A diferencia de Mirra, que debía de estar en guardia cuando sufrió el ataque, Rúmex fue sorprendido desprevenido. En esa ocasión el esclavo pudo llevar a cabo el asesinato con limpieza y llevarse el arma a casa.

—No me lo creo —dijo Idíbal. Siempre sucede así. Pero luego han de pensarse mejor las cosas.

—Mirra debía de pensar que Fidel sabía demasiado —Justino se sumó a la conversación con disimulo—. Así pues, proyectó hacerlo matar en la arena aquel mismo día, para callarlo.

—Quizás ese Fidel se volvió demasiado engreído —sugerí, recordando su actitud cuando lo conocimos en Sabrata.

—Por alguna razón estúpida, Mirra se permitió visitarlo. Quizá fue para disculparse. —Justino era un buen chico. Yo consideraba más probable que Mirra hubiese acudido a burlarse del esclavo condenado—. Fidel la apuñaló y ella se quedó tan sorprendida que fue incapaz de pedir…

—No podía hacerlo de ningún modo —apunté—. Ella había trazado el plan para que su esclavo matara a Rúmex y, por lo tanto, era tan culpable de asesinato como Fidel. Mirra precisaba guardar aquel secreto.

Así, con una herida mortal aunque sin darse cuenta, quizá, de la gravedad de su estado, Mirra se marchó orgullosamente hasta que se derrumbó en el suelo. Y ahora estaba muerta.

Yo estaba decidido a visitar a Fidel para interrogarlo, pero el muy desgraciado callaría. En realidad, no tenía nada que decirme; ahora estaba seguro de saber qué había hecho exactamente, y cómo se le haría pagar por los fieles servicios que había prestado a Mirra. Por la descripción que Justino hizo de él, daba la impresión de que el propio Fidel entendía que se había descubierto el pastel y que estaba resignado a su destino. Era un esclavo. Si moría en la arena, no haría sino adelantarse a la decisión de un juez, que lo mandaría allí de todos modos.

Me quedaba algo más en qué pensar. Alguien salió, vino hacia nosotros y se detuvo al ver el cadáver. Una voz femenina exclamó con tono de voz envalentonado y agresivo:

—¿Cómo? ¿Mirra, muerta? ¡Dioses santos, parece que vamos a tener una jornada sangrienta…! ¡Qué divertido!

Tras esto, Scilla, mi ex clienta, se dignó reconocerme.

—Querría hablar un momento contigo, Falco. ¿Qué le has hecho a mi agente?

—Estaba seguro de que lo era…

Scilla se encogió de hombros bajo un manto púrpura de cuerpo entero.

—Como no aparecías, encontré a otro que me hiciera el trabajo.

—¿Romano?

—Eso sólo es un alias.

—¡Ya me parecía a mí…! Entonces, ¿quién es?

Ella pestañeó y evitó decírmelo.

—El asunto es saber dónde está. Lo envié anoche a ver a Calíopo y luego se esfumo.

—Será mejor que le preguntes a Calíopo.

Scilla me dedicó una sonrisa, demasiado tímida y reservada para mi gusto:

—Quizá lo haga más tarde.

A continuación Scilla se volvió sobre los talones y se encaminó hacia el anfiteatro. Aquel día llevaba sus abundantes cabellos recogidos en una apretada trenza. El manto con el que se envolvía cubría el resto de su indumentaria, pero, cuando se alejó de nosotros, abrió la mano con la que lo apretaba en torno a sí y dejó que el viento lo hinchara de forma espectacular. Cuando el manto se abrió y dejó ver lo que había debajo, observé que llevaba las piernas al aire y que calzaba botas.

LXI

Ordené a los esclavos de la arena que retiraran el cadáver de Mirra con la máxima discreción posible. Justino y yo regresamos despacio a nuestras localidades y llevamos a Idíbal con nosotros.

—Dime, Idíbal, ¿quién ha organizado ese misterioso combate especial que prepara tu padre con los otros dos para más tarde? ¿Ha sido Scilla?

—Sí. Se encontró con mi padre mientras estaba de cacería en la Cirenaica. Estaba interesada por su pleito con los otros lanistas.

—¡Apuesto a que sí! ¿Sabe Scilla que tu padre se ha dedicado activamente en Roma a provocar enemistades entre Saturnino y Calíopo?

—¿Y cómo quieres que lo sepa?

—Las maquinaciones de tu padre son muy discretas, pero Scilla tiene un agente informador que trabaja para ella.

—No, no sé quien es. —Bueno, eso era lo que debía decirse.

Scilla se llevaba algo entre manos y, planeaba un nuevo acto perverso. Idíbal pensaba lo mismo y como quizás estaba preocupado por la relación entre ella y su padre, decidió advertirme.

—Scilla ha convencido a Saturnino y a Calíopo de que este combate sirva para llegar a un acuerdo acerca de su demanda legal, pero mi padre está convencido de que es una excusa, un subterfugio. Espera aprovechar la oportunidad para atacarlos de una manera más espectacular.

Habíamos llegado de nuevo a la arena. En los últimos minutos, Saturnino y sus hombres habían montado una cerca. Como Hanno con Fidel en el estadio, había hecho poner unos biombos para que el público no pudiera ver a sus gladiadores. A su alrededor había un gran grupo de hombres suyos, todos de aspecto desagradable, algo normal ya que eran tipos zarrapastrosos. Vimos a Saturnino, que se escondía tras uno de los biombos, con Scilla a su lado.

—¡Caramba! —murmuré.

—¿Es ella? —preguntó Quinto, aunque tenía que haber reparado en sus botas unos minutos antes.

—Tiene fama de mujer fatal y de tener una conducta dudosa.

—¿Y nosotros acabamos de descubrir cuál es?

—Scilla es una chica que le gusta jugar a ser chico. ¿Tú que crees, Idíbal?

El joven se sentía profesionalmente ofendido.

—Hay mujeres a las que les gusta provocar a la sociedad asistiendo a una palestra de entreno. Si va a participar como uno de los gladiadores principiantes, eso es una forma muy mala de…

—Y hace que su pretensión de que este encuentro es un truco legal parezca un absurdo.

—¡Es una lucha a muerte! ¡Morirá!

Me pregunté quién pensaba Scilla que moriría con ella.

Una vez más, se abrieron las grandes puertas. Se oyeron los atronadores gritos de la multitud, luego avanzó hacia nosotros un caballo que tiraba del cuerpo de un hombre atado con una cuerda y un gancho. Radamanto escoltaba al gladiador muerto fuera de la arena; Hermes debía de haberlo tocado con el caduceo ardiente porque tenía una marca de color rojo intenso en el antebrazo.

El señor de los infiernos se despojó de su picuda máscara y soltó maldiciones en un latín que tenía un marcado acento púnico. Alguien le tendió una copita de vino. Hermes se rascó la pierna como si estuviese drogado. Cerca de ellos había un par de rústicos patanes. Por el aspecto y el olor que emanaba de ellos, debían ser mariscadores.

—Justo —dijo Hermes, al advertir nuestro interés. Hizo un ademán con la cabeza hacia el tracio muerto al que estaban desenganchando. Su pequeña rodela salió volando del cuadrilátero, seguida de una curvada cimitarra. De una patada, Radamanto la lanzó junto al escudo.

—Pobre desgraciado. —Uno de los esclavos que rastrillaban la arena decidió que necesitábamos un comentario. Siempre hay idiotas que quieren contarte lo que pasa por más que tú mismo lo veas—. No tenía clase. Sólo resistió un par de golpes. Una pérdida de tiempo para todo el mundo.

Tuve una idea. Me volví hacia el hombre que llevaba la máscara de pájaro.

—¿Quieres un descanso? ¿Relajarte y disfrutar de tu copa?

—Para el rey de los muertos no hay descanso —rio Radamanto.

—Podrías hacer entrar a un actor suplente. Ven conmigo al túnel y nos cambiamos de ropa. Déjame tu maza el resto de la mañana y te recompensaré.

—No te conviene este trabajo —me advirtió Radamanto, que, sinceramente, quería ahorrarme aquella aburrida experiencia. Blandió la maza con la que reclamaba a los muertos—. Nadie te quiere, nadie te da ánimos y, con este traje, te mueres de calor.

Justino pensó que yo era un estúpido y se acercó para intervenir.

—Helena ha dicho que no luches.

—¿Quién? ¿Yo? Yo no. Sólo seré ese alegre individuo que cuenta los muertos.

Tenía el presentimiento de que pronto habría muchos más.

—No me gusta lo que te propones, Marco.

—Pues ya te acostumbrarás. Falco y Asociado trabajamos metiéndonos en líos. A ver qué te parece esto, Radamanto. Imagina que tú y el poderoso Hermes os sentáis con la botella en las manos durante un asalto concreto y dejáis que mi socio y yo os suplantemos.

—¿Y no habrá ningún problema?

—¿Por qué tendría que haberlo?

Primero volvimos a nuestros asientos, llevándonos a Idíbal. De ese modo evitaríamos que le contase a su padre lo que Fidel había hecho. El esclavo estaba condenado por un asesinato o por el otro. Quería ver lo que le tenían preparado en el cuadrilátero.

Tuvimos que sentarnos entre los luchadores profesionales que quedaban. Había más de los que yo pensaba, aunque no todos terminaban de manera fatal. Mi mente pensaba a toda marcha. No prestaba atención a las luchas. En Leptis Magna se libraban todas las especialidades, pero yo había perdido el poco entusiasmo que siempre me habían producido.

Con sus taparrabos rojos y sus anchos cinturones, los gladiadores entraban y salían del cuadrilátero. Los mirmillones llevaban cascos con un pez esculpido a modo de penacho y verdaderos ejércitos galos se enfrentaban a ejércitos tracios. Los secutores corrían con calzado ligero tras unos reciarios sin escudo ni casco, blandiendo sus tridentes de finas puntas, no más grandes que unas pinzas de cocina, pero capaces de infligir heridas terribles a un hombre cuya espada hubiera quedado enredada en una malla tendida. Los gladiadores luchaban con las dos manos a la vez, con una espada en cada una y los atacaban desde las cuádrigas, los atacaban jinetes a caballo armados con lanzas de caza, intentaban incluso inmovilizarlos con lazos. Un hoplómaco, el gladiador armado con todas las piezas, era abucheado porque permanecía demasiado estático y sus regulares manotazos aburrían al público. Los espectadores preferían las acciones rápidas, aunque los propios luchadores sabían que era mejor conservar la máxima fuerza posible. El calor y el cansancio podían vencerlos tanto como sus rivales. Como la sangre y el sudor los hacía resbalar o los cegaba, tenían que seguir luchando con la única esperanza de que su oponente fuera tan desafortunado como ellos y que fueran relevados de inmediato.

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