El grande, con una amplia mueca en la cara, se inclinó para sonreír hacia el pequeño.
—¡Te están dando duro, Garvín! ¿Cómo te sientes?
El pequeño hizo un esfuerzo por sonreír y aparentar que el asunto le parecía tan ridículo que no merecía la pena molestarse. Pero Amory no había terminado aún.
—La teoría de que la gente se debe gobernar a sí misma descansa sobre este hombre. Si se le puede educar para que piense clara, concisa y lógicamente, librándole de su costumbre de buscar refugio en lugares comunes, prejuicios y sentimentalismos, entonces yo me haré socialista militante. Si no se puede, entonces no creo que importe mucho lo que ocurra al hombre y a sus sistemas, ahora o después.
—Me interesa y me divierte —dijo el grande—. Usted es muy joven.
—Lo cual quiere decir que ni he sido corrompido ni amedrentado por la experiencia. Tengo en mi haber la experiencia más valiosa, la experiencia de la raza, pues a pesar de haber ido al colegio me las arreglé para obtener una buena educación.
—Eso no está muy claro.
—Pero tiene mucho sentido —protestó Amory apasionadamente—. Esta es la primera vez en mi vida que defiendo el socialismo. Es la única panacea que conozco. Estoy inquieto. Toda mi generación está inquieta. Estoy harto de un sistema en el que el hombre más rico pueda conseguir, si la desea, la mujer más guapa, donde el artista que no tiene un centavo ha de vender su talento a un fabricante de botones. Aun cuando yo no tuviera talento, no me gustaría trabajar diez años seguidos, condenado al celibato y a ciertos placeres furtivos, para que el hijo de un cualquiera tenga un automóvil.
—Pero si usted no está seguro…
—Eso no importa —exclamó Amory—. Mi posición no puede ser peor. Una revolución social me podría llevar a la cumbre. Claro que soy egoísta. Tengo la impresión de haber sido un pez fuera del agua con todos estos viejos sistemas. Probablemente he sido una de las veinte personas de mi curso en la universidad que ha logrado una buena educación; sin embargo, a cualquier cabeza dura bien recomendada se le permitía jugar al fútbol, mientras que yo no era aprovechable porque algún viejo idiota creía que yo tenía que dedicar todo mi esfuerzo a las secciones cónicas. Odio el ejército. Y odio los negocios. Quiero que venga el cambio y he asesinado mi conciencia…
—Así que va a seguir diciendo que tenemos que ir más de prisa.
—Eso, por lo menos, es verdad —insistió Amory—. Las reformas no satisfarán las necesidades de la civilización, a menos que se aceleren. Una política de
laissez faire
es como echar a perder a un niño pensando que al final saldrá bueno. Saldrá bueno si se le prepara.
—Pero usted no cree en toda esa palabrería socialista de que está hablando.
—No lo sé. Hasta hablar con usted no había pensado seriamente sobre eso. No estaba seguro de la mitad de lo que he dicho.
—Usted me asombra —dijo el grande—, pero todos ustedes son iguales. Parece ser que Bernard Shaw, a pesar de todas sus doctrinas, es el dramaturgo más exigente en el cobro. Hasta el último céntimo.
—Bueno —dijo Amory—, yo sólo digo que soy el resultado de una mente versátil en una generación inquieta…, con muchas razones para poner mi mente y mi pluma a disposición de los radicales. Incluso si en lo más profundo de mi corazón yo pensara que no éramos más que átomos ciegos en un mundo tan limitado como el movimiento de un péndulo, yo y los de mi clase seguiríamos luchando contra las tradiciones, para, por lo menos, transformar la vieja hipocresía en una nueva. A veces he pensado que estaba en lo cierto sobre la vida, pero la fe es difícil. Sólo sé una cosa. Si la vida no es la búsqueda del Grial puede ser un juego bastante divertido.
Durante un minuto nadie dijo nada hasta que el grande preguntó:
—¿A qué universidad fue usted?
—Princeton.
El grande se interesó de pronto; la expresión bajo sus gafas se alteró ligeramente.
—Yo envié a mi hijo a Princeton.
—¿Ah sí?
—Quizá le conoció usted. Se llamaba Jesse Ferrenby. Lo mataron el año pasado en Francia.
—Le conocí mucho. Era uno de mis mejores amigos.
—Era… un gran chico. Estábamos muy unidos.
Amory empezó a percibir el parecido entre el padre y el hijo muerto y se dijo a sí mismo que todo el tiempo había sentido una cierta familiaridad. Jesse Ferrenby, el hombre que en la universidad había ostentado la corona a la que él había aspirado. Todo estaba tan lejos. Habían sido como niños, trabajando por cintas azules…
El coche aminoró la marcha a la entrada de una extensa finca, cerrada por una gran tapia y un portalón de hierro.
—¿Quiere usted comer con nosotros?
Amory movió la cabeza.
—Gracias, Mr. Ferrenby, pero tengo que seguir.
El grande le estrechó la mano. Amory comprendió que el haber conocido a Jesse pesaba más a su favor que todas sus opiniones anteriores. ¡Qué fantasmal la gente con la que hay que trabajar! Incluso el pequeño insistió en darle la mano.
—¡Adiós! —gritó Mr. Ferrenby, en cuanto el coche dobló la esquina y empezó a subir—. Que tenga usted buena suerte… y muy mala para sus teorías.
—Lo mismo digo, señor —gritó Amory, sonriendo y moviendo la mano.
A ocho horas de camino de Princeton, Amory se sentó al borde de la carretera de Jersey, contemplando el campo helado. La naturaleza, en cuanto fenómeno bastante grosero que se componía fundamentalmente de flores que, miradas de cerca, parecían apolilladas, hormigas que incansablemente transportaban briznas de hierba, desilusionaba bastante; la naturaleza, representada por el cielo, las aguas y los lejanos horizontes, era más agradable. El hielo y la promesa del invierno le inquietaban, le hacían pensar en aquel salvaje partido entre St. Regis y Groton, hacía siglos, siete años antes, y en un día de otoño en Francia doce meses atrás, echado sobre la hierba alta, y todo su pelotón agazapado a su alrededor, esperando poder dar una palmada en el hombro al operador de un Lewis. Vio las dos imágenes con algo de su primitiva exaltación: dos juegos en que había participado, diferentes en calidad y sabor, unidos de una manera que los diferenciaba de Rosalind o del tema de los laberintos, que constituían, después de todo, los asuntos de su vida.
—Soy egoísta —pensaba.
—No es una cualidad que haya de cambiar cuando vea «el sufrimiento humano» o «pierda a mis padres» o «ayude al prójimo».
—Este egoísmo no es sólo una parte de mí. Es la parte más viva.
—Es superando más que evitando este egoísmo como lograré encontrar el equilibrio de mi vida.
—No hay generosidad que no pueda utilizar. Puedo hacer sacrificios, ser caritativo, dar al amigo, soportar al amigo, arruinar mi vida por un amigo…, porque todo eso puede ser la mejor expresión de mí mismo; pero no porque yo tenga una sola gota de bondad humana.
El problema del mal se había cristalizado para Amory en el problema del sexo. Empezaba a identificar el mal con esa intensa adoración fanática de Brooke y del primer Wells. Inseparablemente unida al mal estaba la belleza: la belleza, una creciente y constante agitación; dulce en la voz de Eleanor, en una vieja canción de noche, agitándose delirantemente a través de la vida como cataratas superpuestas, mitad ritmo y mitad penumbra, Amory sabía que toda vez que se había abalanzado hacia ella ansiosamente, le había esquivado con la grotesca cara del mal. La belleza del gran arte, la belleza de toda alegría, sobre todo la belleza de las mujeres.
Al fin y al cabo se asociaba demasiado con la licencia y el perdón. Las cosas débiles son a menudo bellas, pero nunca son buenas. Y en esta nueva soledad suya que había elegido para llevar a cabo cualquier cosa grande, la belleza o tenía que ser relativa o, por ser ella la armonía, sólo provocaría una discordancia.
En un sentido, esta renuncia gradual a la belleza fue su segundo paso por el laberinto, después que se completó su desilusión. Le parecía que dejaba atrás su última oportunidad de llegar a ser un cierto tipo de artista. Era mucho más importante llegar a ser una cierta clase de hombre.
Su pensamiento dobló una esquina y se encontró cavilando sobre la Iglesia Católica. Había arraigado en él la idea de que existe una falta intrínseca en aquellos para quien la religión ortodoxa es necesaria; y para Amory la religión significaba Roma. Era concebible que sólo se tratara de un ritual vacío, pero al parecer era el único baluarte tradicional contra la decadencia moral. Hasta que las muchedumbres pudieran ser educadas con un sentido moral, alguien tenía que gritar: «¡No lo harás!» Pero toda aceptación era, por el momento, imposible. Necesitaba tiempo y verse libre de toda presión. Quería coger el tronco sin las ramas, para darse plena cuenta de la dirección e importancia del nuevo paso.
La tarde perdía la bondad purificadora de las tres por la belleza dorada de las cuatro. Luego paseó a través del torpe dolor de un sol poniente, cuando hasta las nubes parecían sangrar; y a la hora del crepúsculo llegó a un cementerio. Había un oscuro y soñador aroma de flores; sombras por todas partes; y en el cielo, el espectro de una luna nueva. Con un impulso pensó abrir la oxidada cancela de hierro de un panteón levantado sobre una colina; un panteón limpio, cubierto de unas flores tardías, lloronas y azuladas que podían haber brotado de unos ojos muertos, pegajosas y de olor nauseabundo.
Amory deseaba sentirse «William Dayfiel, 1864».
Se preguntaba por qué las tumbas hacían que la gente considerase la vida como cosa vana. El no podía sentir la menor desesperación por haber vivido. Todas aquellas columnas rotas, manos entrelazadas, palomas y ángeles significaban romances. Imaginaba que cien años después los jóvenes discutirían sobre si sus ojos eran oscuros o azules, y confiaba apasionadamente en que su tumba tuviera alrededor un aura de muchos, muchos años. Le parecía extraño que de todo un conjunto de soldados de la Unión sólo dos o tres pudieran sugerir amores muertos y muertos amantes, cuando todos eran como el resto, incluso bajo el musgo amarillento.
Mucho después de medianoche alcanzó a ver las torres y agujas de Princeton, una luz tardía aquí y allí…, y, de repente, de la clara oscuridad surgió el tañido de las campanas. Continuó como un sueño interminable: el espíritu del pasado que alimentaba a nuevas generaciones, la escogida juventud de un mundo trastornado e incorregible, que aún se nutría románticamente de los errores y semiolvidados sueños de políticos y poetas muertos. Una nueva generación lanzando los viejos gritos, aprendiendo los viejos credos, a través de un ensueño de largos días y noches; destinada a la postre a enfrentarse con ese sucio torbellino gris para obedecer al amor y al orgullo; una nueva generación destinada más que la última al miedo, a la pobreza y a la adoración del éxito; crecida sobre un montón de dioses muertos, guerras terminadas, creencias pulverizadas…
Amory, apenado por ellos, todavía no lo estaba por sí mismo —el arte, la política, la religión, cualquiera que fuese su medio sabía que se encontraba a salvo, libre de la histeria— y podía aceptar todo lo aceptable, vagar, crecer, protestar y dormir profundamente muchas noches…
Tenía conciencia de que Dios no estaba aún en su corazón; sus ideas eran todavía muy agitadas; prevalecía el dolor de la memoria, la pena por su perdida juventud; pero las aguas de la desilusión habían dejado un depósito en su alma, una responsabilidad y un amor a la vida, la pálida inquietud de viejas ambiciones y sueños no realizados. Pero…, ¡oh, Rosalind, Rosalind!…
—Cuando más, es una triste sustitución —dijo con honda tristeza.
Y no podía decir para qué servía la lucha, por qué había decidido hacer uso a ultranza de sí mismo y de la herencia de todas las personalidades que habían pasado…
Extendió los brazos hacia un cielo cristalino y radiante.
¡Todos ustedes son una generación perdida! —dijo el dueño del garaje al joven mecánico que trataba inútilmente de arreglar el Ford T de Gertrude Stein. La escritora, que estaba presente, hizo suya la frase, que también Ernest Hemingway usó como epígrafe en su primera novela. Con el tiempo, la expresión fue perdiendo su significado inicial según la aplicaba el hombre del garaje a la muchedumbre de ex combatientes de la Primera Guerra Mundial, en que abundaban los bohemios, los alcohólicos, los drogadictos, los abandonados a la suerte.
Para Gertrude Stein aquello de la «generación perdida» pasó a ser símbolo de la progenie de jóvenes y talentosos intelectuales norteamericanos que abandonaban la patria para instalarse en Europa y especialmente en París. Se vivían los «locos años veinte», la «era del jazz» y «París era una fiesta», un lugar en que la pobreza y la gloria andaban de la mano y en el que la alegría de vivir era la justa revancha después del conflicto.
La juventud de casi todo el mundo había tenido que soportar —ya fuera de cerca, de lejos o en el propio frente de batalla— cuatro años de ratas y piojos, de epidemias y de heridas purulentas en las trincheras de barro de la Primera Guerra, peleando a menudo con un enemigo invisible. Hemmgway había combatido en Italia; Ford Madox Ford, junto a las tropas inglesas en el norte de Francia; J.R.R. Tolkien se había salvado gracias a la «fiebre de las trincheras» que obligó a evacuarlo hacia su patria galesa; Charles Péguy murió en una de las escaramuzas iniciales: «agáchese, teniente Péguy» gritó uno de los soldados, pero Péguy no escuchó y una bala acabó con uno de los grandes cerebros de su tiempo; Guillaume Apollinaire recibió en la cabeza la herida que desde entonces hasta su muerte luciría como una corona de macabros laureles. Francis Scott Fitzgerald se enroló en el ejército norteamericano, pero no consiguió que lo enviaran al combate. Fue una de sus grandes frustraciones.
Descendiente de irlandeses, F. Scott Fitzgerald nació en St. Paul, Minnesota, el 24 de septiembre de 1896. En su época de estudiante frecuentó algunos de los más prestigiosos establecimientos de educación media y superior: la Academia de St. Paul en su ciudad natal, el Colegio Newman y, finalmente, Princeton, centro de estudios envidiado por muchos. Fueron hermosos años entre la adolescencia y la juventud, años de encuentro con una generación en que brillaban los oropeles sociales y económicos.
Inteligente, entusiasta, creador, simpático, Fitzgerald se destacó muy pronto entre sus condiscípulos de Princeton y allí comenzó a hacer sus primeros
aprontes
literarios entre el entusiasmo de sus camaradas. ¿Fue un buen estudiante? No lo sabemos, pero sí que abandonó Princeton sin terminar los estudios y con una gran desilusión: nunca lo incorporaron al equipo oficial de fútbol.