A este lado del paraíso (26 page)

Read A este lado del paraíso Online

Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Fue despertado por una mujer que se colgaba a él, una mujer bonita, de pelo oscuro y desordenado y profundos ojos azules.

—¡Llévame a casa! —dijo.

—¡Hola! —dijo Amory, parpadeando.

—Me gustas —anunció ella tiernamente.

—Tú también.

Se dio cuenta de que detrás había un hombre escandalizando y que uno de su grupo discutía con él.

—Chico, estaba con ese idiota —le confío la mujer de los ojos azules—. Le tengo asco. Quiero ir a casa contigo.

—¿Has bebido? —inquirió Amory con gran sabiduría.

Ella asintió avergonzada.

—Vete con él —le aconsejó gravemente—. El te ha traído.

En ese momento el hombre escandaloso se liberó de los que le retenían y se aproximó a ellos.

—¡Oiga! —dijo fieramente—. Yo traje a esta mujer aquí, y usted se está entrometiendo.

Amory le miró fríamente mientras la muchacha se le arrimaba.

—¡Deje usted a esa chica! —gritó el hombre escandaloso.

Amory trató de poner ojos amenazadores.

—¡Vayase al infierno! —le dijo finalmente y volvió su atención hacia la muchacha.

—Flechazo —sugirió él.

—Te quiero —susurró ella, arrimada a él. Tenía bonitos ojos.

Se acercó uno para hablar al oído de Amory.

—Esta es Margaret Diamond. Ha bebido mucho, y ese hombre la trajo aquí. Es mejor dejarles juntos.

—¡Qué se ocupe de ella, entonces! —gritó Amory furiosamente—. ¿Acaso soy yo del Ejército de Salvación?

—¡Suéltala!

—¡Es ella la que me tiene cogido! ¡Déjala!

Alrededor de su mesa se agolparon los curiosos. Hubo un instante en que estuvo a punto de estallar la bronca, hasta que un delicado camarero fue soltando los dedos de Margaret Diamond del brazo de Amory; ella le dio al camarero una bofetada en la cara y corrió a refugiarse en los brazos de su, acompañante original.

—¡Oh, Señor! —gritó Amory.

—¡Vamonos!

—Vamos, que hay pocos taxis.

—La cuenta, camarero.

—Vamos, Amory. Tu romance ha terminado.

Amory rió.

—No sabes qué verdad has dicho. No tienes ni idea. Eso es lo malo.

Amory y el problema laboral

Dos días después llamaba decididamente a la puerta del director de la agencia de publicidad Bascome and Barlow.

—¡Adelante!

Amory entró vacilante.

—Buenos días, Mr. Barlow.

Mr. Barlow se colocó las gafas para la inspección y entreabrió la boca como para escuchar mejor.

—Bien, Mr. Blaine. No le hemos visto en varios días.

—No —dijo Amory—. Me marcho.

—Bueno, bueno, si…

—No me gusta esto.

—Lo siento. Creía que nuestras relaciones eran totalmente… agradables. Usted parecía buen trabajador, tal vez un poco inclinado a escribir fantasías…

—Estoy cansado de esto —interrumpió Amory con rudeza—. No me importa un comino si la harina de Harebell es mejor que cualquier otra. No la he comido nunca. Así que me he cansado de decírselo a la gente… Ya sé que he estado bebiendo…

La cara de Mr. Barlow se endureció con varios lingotes en su expresión.

—Usted quería una posición…

Amory le hizo un gesto de silencio.

—Y yo creo que estaba muy mal pagado. Treinta y cinco dólares a la semana, menos que un buen carpintero.

—Está usted empezando. No había trabajado antes —dijo Mr. Barlow fríamente…

—Pero costó algo así como diez mil dólares educarme para que pudiera escribir esas tonterías. Y en cuanto a la antigüedad, tiene usted aquí mecanógrafas que cobran quince dólares a la semana desde hace cinco años.

—Yo no tengo por qué discutir esos asuntos con usted —dijo Mr. Barlow levantándose.

—Ni yo tampoco. Solamente quería decirle que me marcho.

Se quedaron un momento mirándose impasibles hasta que Amory se volvió y abandonó la oficina.

Un breve descanso

Cuatro días después regresó por fin a su apartamento. Tom estaba metido en la reseña de un libro para
The New Democracy
, donde había encontrado trabajo. Durante un momento se miraron los dos en silencio.

—¿Y bien?

—¿Y bien?

—Por Dios, Amory, ¿dónde te han puesto el ojo morado? ¿Y la mandíbula?

Amory rió.

—No es nada.

Se quitó la chaqueta y le enseñó los hombros.

—Mira.

Tom emitió un tenue silbido.

—¿Quién te ha pegado?

Amory rió de nuevo.

—Oh, mucha gente. Me sacudieron bien. De verdad. —Lentamente se volvió a poner la camisa. Tenía que llegar tarde o temprano, y no quería perderlo por nada del mundo.

—Pero ¿quién fue?

—Bueno, unos cuantos camareros y una pareja de marineros y unos pocos peatones, supongo. Es la cosa más extraña. Deberías dejarte pegar para conocer esa experiencia. Te caes enseguida, pero todo el mundo te pega antes de que toques el suelo; y después, a patadas.

Tom encendió un cigarrillo.

—Te he estado buscando todo el día por la ciudad, Amory. Pero siempre me tomas la delantera. Creí que estarías en alguna fiesta.

Amory se dejó caer en una silla y pidió un cigarrillo. —Estás despejado ahora, ¿no? —preguntó Tom con sarcasmo.

—Completamente despejado. ¿Por qué?

—Bueno, Alec nos ha dejado. Su familia insistía en que volviéramos a su casa a vivir, así que…

Una punzada de dolor sacudió a Amory.

—¡Qué lástima!

—Sí, una lástima. Tenemos que traer a alguien si queremos seguir aquí. Ha subido el alquiler.

—Claro. Hay que traer a alguien. Lo dejo en tus manos, Tom.

Amory se fue a su dormitorio. Lo primero que vio fue una fotografía de Rosalind, que había querido enmarcar, encajada en el espejo de la cómoda. La miró sin emoción. En comparación con aquellas imágenes mentales tan vivas, que era todo lo que le quedaba, aquel retrato parecía irreal. Volvió a la sala.

—¿Tienes una caja de cartón?

—No —respondió Tom, extrañado—, ¿por qué había de tenerla? Sí, creo que hay una en el cuarto de Alec.

Amory encontró lo que andaba buscando y, volviendo a su armario, abrió un cajón lleno de cartas, notas, un pedazo de cadena, dos pequeños pañuelos y algunas fotografías. A medida que introducía todo aquello en la caja, su memoria volvía a cierto pasaje de un libro donde el héroe, tras conservar un año un pedazo de jabón de su primer amor, terminaba por lavarse las manos con él. Se rió y empezó a canturrear
Desde que te fuiste
…, pero se detuvo repentinamente…

La cuerda se rompió dos veces, pero al fin se las arregló para atarlo; dejó el paquete en el fondo de su baúl, cerró la tapa de un golpe y volvió a la sala.

—¿Vas a salir? —la voz de Tom tenía un tono lleno de ansiedad.

—Uuuh.

—¿A dónde?

—Vamos a cenar juntos.

—Lo siento. Le dije a Sukey Brett que cenaría con él.

—¡Ah!

—Adiós.

Amory cruzó la calle y se tomó un whisky; luego se fue paseando hasta Washington Square, donde tomó un autobús. Bajó en la calle Cuarenta y Tres y se fue paseando hasta el bar de Biltmore.

—¡Qué hay, Amory!

—¿Qué vas a tomar?

—¡Qué hay! ¡Camarero!

Temperatura normal

El advenimiento de la prohibición, aquel día «sedientoyuno», puso un repentino fin al hundimiento de Amory en sus penas; y cuando se despertó una mañana sabiendo que habían terminado aquellos días de-bar-en-bar, ni sintió remordimientos por las últimas tres semanas ni pesar por no poder repetirlas. Había adoptado el método más violento, aunque el más débil para escudarse de las puñaladas de la memoria; y a pesar de que no era un procedimiento que pudiera recomendar a otros, a la postre comprendió que había conseguido lo que buscaba: había superado la primera oleada de dolor.

¡No nos engañemos! Amory había querido a Rosalind como no querría a ninguna otra persona. Ella se había hecho dueña de sus anhelos juveniles y de sus insondables profundidades, había extraído de él una ternura que a él mismo le sorprendía, una amabilidad y generosidad que Amory no había demostrado con nadie más. Más adelante tuvo otras aventuras amorosas, pero de distinta naturaleza: con ellas volvió a esa otra manera de ser, más típica quizá, en la que la mujer no constituía más que un espejo de su talante. Rosalind había provocado en él mucho más que la admiración apasionada: guardaba hacia Rosalind un profundo e imborrable afecto.

Pero a la hora del desenlace había habido tanta tragedia dramática, culminando en la arabesca pesadilla de sus tres semanas de borracheras, que emocionalmente se encontraba exhausto. Aquellas gentes y lugares tan fríos y delicadamente artificiosos, tal como él los recordaba, le parecían una promesa de refugio. Escribió un cuento bastante cínico basado en el funeral de su padre y lo envió a una revista, recibiendo a cambio sesenta dólares y una demanda de más cuentos del mismo tono. Esto halagó su vanidad, pero no le estimuló para un mismo esfuerzo.

Leía mucho. Se sintió deprimido y sorprendido por el
Retrato del artista adolescente
; enormemente interesado por
Joan y Peter
y
El fuego inmortal
; y bastante sorprendido por su descubrimiento, gracias a un crítico llamado Mencken, de algunas novelas americanas excelentes:
Vandover y el bruto, El castigo de Theron Ware y Jennie Gerhardt
. Mackenzie, Chesterton, Galsworthy, Bennett, de ser genios llenos de vida y sagacidad habían pasado a ser unos meros contemporáneos divertidos. La lejana claridad y brillante coherencia de Shaw, y los tenaces esfuerzos de H. G. Wells por meter la llave de la simetría romántica en la evasiva cerradura de la verdad, eran lo único que absorbía su atención.

Deseaba ver a monseñor Darcy, a quien había escrito cuando desembarcó, pero no tenía noticias de él; sabía además que una visita a monseñor supondría contarle la historia de Rosalind, y sólo el pensar que tenía que repetirla le llenaba de horror.

En su búsqueda de gente fría se acordó de la señora Lawrence, una señora inteligente y digna, convertida a la iglesia y muy pegada a monseñor.

La llamó un día por teléfono. Sí, le recordaba perfectamente. No, monseñor no estaba en la ciudad —creía ella que estaba en Boston—; había prometido ir a almorzar a su casa cuando volviera. ¿Podía Amory almorzar con ella?

—Creí que no se acordaría de mí, señora Lawrence —dijo bastante ambiguamente cuando llegó.

—Monseñor estuvo la semana pasada —dijo, lamentándolo, la señora Lawrence—. Tenía muchas ganas de verte, pero olvidó tus señas en casa.

—¿Se ha creído que me he convertido al bolchevismo? —preguntó Amory interesado.

—Oh, está pasando un momento muy malo. Está ocupadísimo.

—¿Por qué?

—Por culpa de la república irlandesa. Piensa que le falta dignidad.

—¿Ah, sí?

—Fue a Boston cuando llegó el presidente irlandés y se llevó un gran disgusto porque los del comité de recepción, cuando paseaban en coche abierto, sostenían del brazo al presidente.

—No se le puede criticar por eso.

—Bueno, ¿qué es lo que más te ha impresionado del Ejército? Pareces mucho más viejo.

—Se debe a otra batalla, más desastrosa —dijo sonriendo a su pesar—. En cuanto al Ejército, vamos a ver, llegué a la conclusión de que el valor depende en gran medida de la forma física en que uno se encuentre. Encontré que era tan valiente como mi vecino, cosa que antes me preocupaba.

—¿Qué más?

—Bueno, la creencia de que el hombre puede soportar cualquier cosa si se acostumbra a ella, y el hecho de que saqué muy buena puntuación en el examen psicológico.

La señora Lawrence se reía. Amory encontraba un gran alivio en aquella casa fría de Riverside Drive, lejos de un Nueva York mucho más denso, viciado por el aliento de mucha gente en muy poco espacio. La señora Lawrence le recordaba ligeramente a Beatrice, no por su aspecto sino por su gracia y dignidad perfectas. La casa, el mobiliario, la manera como se servía la cena contrastaba con todo lo que había encontrado en otros lugares de Long Island, donde los sirvientes eran tan torpes que era necesario apartarlos, incluso en las casas de las familias del Union Club más conservadoras. Se preguntaba si aquel aire de contención simétrica, su gracia —que él reputaba continental—, se había filtrado a través de todos los antepasados de Nueva Inglaterra de la señora Lawrence o la había adquirido en sus largas estancias en Italia y España.

Dos vasos de
Sauterne
durante la comida soltaron su lengua, y se puso a hablar —con lo que el creía parte de su viejo encanto— de literatura y religión y los amenazadores fenómenos del orden social. La señora Lawrence se encontraba ostensiblemente encantada con él, y su interés se cifraba sobre todo en su manera de pensar; de nuevo deseaba él gente que gustara de su manera de pensar; y pensaba que tras un breve lapso podría ser un bonito sitio donde vivir.

—Monseñor Darcy piensa todavía que eres su reencarnación y que tu fe se aclarará un día.

—Quizás —asintió él—. Ahora me siento pagano. Solamente que a mi edad la religión no parece tener la menor importancia en la vida.

Cuando salió de la casa se puso a pasear por Riverside Drive con un sentimiento de satisfacción. Volvía a ser divertido discutir sobre temas como aquel joven poeta, Stephen Vincent Benet, o la república irlandesa. A causa de las rancias acusaciones de Edward Carson y del juez Cohalan, estaba harto del problema irlandés; y, sin embargo, en ciertos momentos sus rasgos celtas habían constituido los pilares de su filosofía.

Parecía de repente que quedaba mucho en la vida, a condición de que este renacimiento de viejos intereses no significara que huía de nuevo de ellos, que huía de nuevo de la vida.

Inquietud

—Me siento muy viejo y estoy muy aburrido, Tom —dijo Amory un día, estirado cómodamente en el antepecho de la ventana. Siempre se sentía más a su aire estando recostado.

—Antes de dedicarte a escribir eras más divertido —continuó—. Ahora guardas en secreto todas las ideas que crees aprovechables para la imprenta.

La existencia había vuelto a una normalidad sin ambiciones. Habían decidido que con sus economías podían mantener aquel piso del que Tom, más doméstico que un gato, se sentía muy orgulloso. De Tom eran aquellos grabados de caza ingleses, el tapiz de imitación, reliquia de los decadentes días del colegio, la gran profusión de huérfanos candelabros y aquella silla tallada estilo Luis XV donde nadie podía sentarse más de un minuto sin sentir agudos dolores en el espinazo; Tom suponía que se debían a que se sentaban sobre el espectro de Montespan; pero, como quiera que fuese, fue el mobiliario de Tom lo que les retuvo allí.

Other books

Lady Olivia's Undoing by Anne Gallagher
The Age of Desire by Jennie Fields
Constance by Rosie Thomas
Come the Dawn by Christina Skye
Dreaming Out Loud by Benita Brown
A Virgin Bride by Barbara Cartland
Camellia by Diane T. Ashley