Horrorizados cuando descubrieron lo que pretendía Darwin.
Horrorizados cuando se introdujo el vals y desertó Newman.
Pero como el vals se introdujo mucho antes, tachó aquello.
—Y titulado
Un canto del tiempo del orden
—llegó la voz zumbante y lejana del profesor—: «Tiempo de orden». ¡Dios mío! Todo amontonado en la caja, y los Victorianos, sentados sobre la tapa, sonriendo con serenidad… Y Browning en su villa italiana gritando con valentía: «Todo para los mejores».
Amory garabateó de nuevo.
Os arrodillasteis en el templo, y él se reclinó a escucharos.
Le agradecisteis sus «gloriosos triunfos», le reprochasteis su «Cathay».
¿Por qué no sería capaz de hacer más que un par de versos?
Ahora necesitaba algo que rimase con:
Le pusisteis a la cabeza de la ciencia porque antes se había equivocado…
¡Vaya, vaya! De todos modos…
Vuelves con los niños a casa. «Ya estoy de vuelta», gritas.
Y tras cincuenta años en Europa, virtuosamente, te mueres.
—Tal era, a grandes rasgos, la idea de Tennyson —volvió la voz del profesor—.
El canto del tiempo del orden
de Swinburne podía haber servido muy bien como título de Tennyson. Porque idealizó el orden contra el caos, contra la desolación.
Por fin encontró Amory la rima. Cogió otra hoja y durante los veinte minutos que quedaban de clase escribió con decisión. Luego se acercó al estrado y depositó en la mesa del profesor la hoja arrancada de su cuaderno.
—Aquí tiene un poema dedicado a los Victorianos, señor —dijo con frialdad.
El profesor lo cogió con curiosidad mientras Amory se dirigía a la puerta. He aquí lo que había escrito:
Cantos del tiempo del orden
que nos dejaste cantar,
pruebas del tercio excluido,
respuestas rimadas de vida,
llaves del carcelero
y campanas a tocar,
el tiempo es el fin del enigma,
del tiempo somos el fin.
Aquí había un mar casero
y un cielo que se podía alcanzar,
cañones y una frontera
sin guantes con qué retar.
Millares de emociones
y una calma que gozar.
Cantos del tiempo del orden
y bocas con qué cantar.
Los primeros días de abril pasaron a través de una neblina —una bruma de largas sobremesas en la terraza del club mientras el gramófono tocaba
Poor Butterfly
, porque
Poor Butterfly
había sido la canción de moda del último año. La guerra no parecía afectarles mucho y, a no ser por la instrucción todas las tardes, se diría que era una de tantas primaveras del pasado, aunque Amory se daba cuenta de manera aguda que era la última primavera del antiguo régimen.
—Esta es la mayor protesta contra el superhombre —dijo Amory.
—Supongo que sí —convino Alec.
—Es absolutamente irreconciliable con cualquier utopía. Mientras viva habrá discordia, y mientras hable surgirá todo el latente mal que agita a la muchedumbre.
—Naturalmente, porque no es más que un hombre muy bien dotado y sin el menor sentido moral.
—Ahí está. Yo creo que esto es lo peor que se puede contemplar: todo lo que ha ocurrido antes, ¿cuándo volverá a ocurrir? Cincuenta años después de Waterloo, Napoleón era, para los niños de las escuelas inglesas, tan héroe como Wellington. ¿Cómo podemos saber si nuestros nietos no harán de la misma manera un héroe de Hindenburg?
—¿Quién tiene la culpa?
—El tiempo, el tiempo maldito, y el historiador. Si tan sólo pudiéramos distinguir el mal en cuanto mal, aunque estuviese cubierto de inmundicias, de monotonía o de magnificencia…
—¡Dios! ¿Para qué habremos sacado todo de quicio durante cuatro años?
Llegó la noche que había de ser la última. Tom y Amory, destinados a diferentes campos de instrucción, anduvieron por los sombríos paseos de siempre, donde parecía que volvían a encontrar las caras de viejos conocidos.
—Las sombras están llenas de fantasmas esta noche.
—Todo el campus está lleno de ellos.
Se detuvieron frente a Little para mirar cómo se elevaba la luna que bañaba de plata la cubierta de pizarra de Dodd y de azul los árboles susurrantes.
—Sabes —musitó Tom—, lo que sentimos ahora es la presencia de toda la juventud que se ha volcado aquí durante doscientos años.
Una última explosión de canciones brotó de Blair Arch, voces rotas por una larga separación.
—Y lo que dejamos aquí es más que una clase, una enseñanza o una educación; es la herencia de toda una juventud. No somos más que una generación y en estos momentos estamos rompiendo los vínculos que nos ataban a este lugar y a otras generaciones de sangre fuerte y espíritu sano. Ahora nos damos cuenta de que hemos caminado más de una noche por estas calles, del brazo con Burr y Light-Horse Harry Lee.
—Eso es lo que son —Tom se fue por la tangente—, noches azules; un poco de color las echaría a perder, se harían exóticas. Agujas contra un cielo que es una promesa de amanecer y azul pálido en las cubiertas de pizarra… Duele…
—Adiós, Aaron Burr —Amory dijo hacia el desértico Nassau Hall—, tú y yo hemos conocido los rincones más extraños de la vida.
Él eco de su voz resonó en la calma.
—Se han apagado las antorchas —murmuró Tom—. Ay, Mesalina, las largas sombras levantan minaretes sobre el estadio…
Por un instante, las voces de los novatos surgieron alrededor de ellos; se miraron recíprocamente con ligeras lágrimas en los ojos.
—¡Maldición!
—¡Maldición!
La última noche se desvanece y pierde a lo largo de la tierra, la baja y larga tierra, la soleada tierra de las agujas; los espíritus de la tarde conciertan sus liras y se pasean cantando en grupo quejumbroso por las largas avenidas de árboles; pálidos fuegos llevan el eco de la noche de una torre a la otra: oh, un dormir que sueña y un sueño que no fatiga, que extrae de los pétalos de la flor del loto algo que guardar, la esencia de una hora.
No volver a esperar el crepúsculo de la luna en este secuestrado valle de estrellas y agujas, porque una eterna mañana de deseos pasa por el tiempo hacia una tarde terrenal. Aquí en contraste, Heráclito, en el fuego y las cosas que pasan, la profecía que habías de lanzar hacia los años muertos; y esta medianoche mi deseo verá una sombra entre las brasas: retorcidos por las llamas, el esplendor y la tristeza de este mundo.
C
arta que, con fecha de enero de 1918, escribió monseñor Darcy a Amory, segundo teniente del 171 de Infantería, Puerto de Embarque, Camp Mills, Long Island.
Mi querido Amory:
Todo lo que quiero que me digas es que todavía existes; lo demás lo he de buscar en mi tenaz memoria, un termómetro que sólo recuerda fiebres, para compararlo con lo que yo era a tu edad. Pero los hombres seguirán charlando; y tú y yo seguiremos gritando nuestras futilidades en la escena hasta que el último estúpido telón caiga, ¡bum!, sobre nuestras agitadas cabezas. Ahora que empiezas a vislumbrar el espectáculo de la linterna mágica de la vida, casi con las mismas armas que yo tenía, necesito escribirte aunque sólo sea para advertirte de la colosal estupidez de la gente.
He aquí que ha llegado el fin de algo; para bien o para mal, ya no serás nunca el Amory Blaine que conocí, y nunca volveremos a encontrarnos como nos encontrábamos, porque tu generación se está endureciendo mucho más de lo que la mía llegó a endurecerse, alimentada como estaba con la leche tierna del novecientos.
Amory, últimamente he vuelto a leer a Esguilp; y en la divina ironía de «Agamenón» he encontrado la única respuesta para esta amarga edad. Todo el mundo se desmorona a nuestro alrededor y las edades paralelas más cercanas se consuelan con esa resignación sin esperanzas. A veces pienso en los que estáis lejos como aquellos legionarios de Roma, a muchas millas de su corrompida ciudad, para detener a las hordas…, hordas sólo un poco más peligrosas, después de todo, que su urbe corrompida… Otro golpe bajo a la raza, una furia por la que ya pasamos hace años entre ovaciones, sobre cuyos cadáveres bailamos a través de la era victoriana…
Y después un mundo materialista de cabo a rabo, y la Iglesia Católica. No sé dónde podrás acomodarte. De una cosa estoy seguro: naciste celta y celta morirás; así que si no utilizas el cielo como un continuo referéndum de tus ideas, encontrarás en la tierra un continuo acicate de tus ambiciones.
Amory, de pronto me he dado cuenta de que soy un hombre viejo. Como todos los viejos, a veces tengo sueños que te quiero contar. Me he divertido imaginando que eras mi hijo, que cuando yo era joven sufrí un estado de coma y te concebí y que al despertar no me acordaba de ello… Es el instinto paternal, Amory; el celibato cala más hondo que la carne…
A menudo pienso que la explicación de nuestro gran parecido descansa en algún antepasado común; la única sangre que los Darcy y los O'Hara tienen en común procede de un O'Donahue… Se llamaba Stephen, me parece…
Cuando cae el rayo sobre uno, también hiere al otro; a poco de llegar tú a tu puerto de embarque, he recibido yo orden de salir hacia Roma, y estoy esperando tener que coger el barco en cualquier momento. Antes de que recibas esta carta, ya estaré en el océano; y después vendrá tu vez. Te has marchado a la guerra como un caballero, igual que fuiste a la escuela y al colegio, porque era lo que había que hacer. Es mejor dejar las fanfarrias y el heroísmo tremolante para las clases medias. Lo hacen mucho mejor.
¿Te acuerdas de aquel fin de semana de marzo pasado cuando de Princeton trajiste a Burne Holiday para verme? ¡Qué chico magnífico! Me hizo una terrible impresión que después me escribieras lo que él pensaba de mí. ¿Cómo podrá engañarse así? No soy espléndido, ni tú ni yo lo somos. Somos otras cosas; somos extraordinarios, inteligentes y podríamos ser, supongo, brillantes. Podemos atraer a la gente, podemos crear atmósfera, podemos echar a perder nuestro espíritu celta con sutilezas celtas, podemos seguir siempre nuestro camino; pero espléndidos…, ¡de ninguna manera!
Me voy a Roma con un magnífico montón de cartas de presentación para todas las capitales de Europa; y no habrá «pequeña intriga» donde yo no esté metido. ¡Cómo me gustaría que me acompañaras! Esto, que suena un poco a cínico, es lo último que debe escribir un religioso entrado en años a un joven que va a la guerra; la única excusa es que el religioso está hablando consigo mismo. En nosotros hay algo profundo, y tú sabes qué es, tan bien como yo. Tenemos una gran fe, aunque la tuya por el momento no se ha cristalizado; tenemos una terrible honradez que todo nuestro amaneramiento no es bastante para destruir; y, sobre todo, una infantil simplicidad que nos impide realmente ser malignos.
He escrito para ti una sátira que a continuación adjunto. Lamento que tus mejillas no estén a la altura de la descripción que he hecho, pero te pasarás la noche fumando y leyendo.
De cualquier manera ahí va:
LAMENTO POR UN HIJO ADOPTIVO
QUE MARCHA A LA GUERRA CONTRA EL REY EXTRANJERO
Ochone.
Me ha dejado el hijo de mis pensamientos
en su dorada juventud, como Angus Oge,
Angus, el de los pájaros brillantes;
su espíritu, fuerte y sutil como el de Cuchulin de Muirtheme.
Awirra Sthrue.
Su frente es blanca como la leche de las vacas de Maeve,
y sus mejillas, como las cerezas del frutal
que se inclina sobre María, que alimenta al Hijo de Dios.
Mavrone go Gudyo.
Estará, en la alegre y roja batalla,
entre sus jefes y, por sus grandes actos de valor
su vida a punto de salir de él;
y se romperán las cuerdas de mi alma.
Aveelia Vrone.
Su cabello, como el cuello dorado de los reyes de Tara,
y sus ojos como los cuatro mares grises de Erin,
que lloran brumas de lluvia.
A Vich Deelish.
Mi corazón está en el corazón de mi hijo,
y mi vida es sin duda su vida.
Un hombre sólo puede rejuvenecer,
sólo, en la vida de sus hijos.
Jia du Vaha Alanav.
Ojalá el Hijo de Dios esté encima de él y debajo de él, delante de él y detrás de él.
Ojalá el Rey de los Elementos ciegue con niebla los ojos del rey extranjero.
Ojalá la Reina de las Gracias le lleve de su mano entre sus enemigos sin que le vean.
Ojalá Patrick el de Gael y Collumb de la Iglesia y los cinco mil santos de Erín sean su escudo cuando entre en combate.
Och Ochone.
Amory, Amory, presiento ahora que esto es todo; uno de nosotros, o quizá los dos, no ha de salir de esta guerra… He tratado de decirte lo mucho que esta reencarnación ha significado para mí estos últimos años… Somos muy parecidos…, muy distintos.
Adiós, querido muchacho, y que Dios sea contigo.
Thayer Darcy.
Amory vagaba por el muelle hasta que encontró un embalaje bajo una luz eléctrica. Buscó en su bolsillo lápiz y papel y empezó a escribir, lenta y laboriosamente:
Nos vamos esta noche…
En silencio hemos llenado la calle desierta
—una columna gris opaca—,
y los espectros se levantan sorprendidos por los sordos pasos
a lo largo del camino sin luna;
en los muelles sombríos resuenan los pasos
que no cesan ni de noche ni de día.
Nos paseamos despacio en las tranquilas cubiertas
para mirar en la costa fantasmal
sombras de mil días, restos pobres y grises del naufragio.
¡Oh, vamos a deplorar
aquellos años fútiles!
¡Mira qué blanco está el mar!
Las nubes se han roto, y arden los cielos
en huecos caminos sobre trozos de luz,
y el golpe de las olas en la quilla
levanta un voluminoso nocturno…
Nos vamos esta noche.
Una carta de Amory, fechada en Brest, el 11 de marzo de 1919, al teniente T. P. D'Invilliers, Camp Gordon, Ga.
Querido Baudelaire:
Nos encontraremos en Manhattan el 30 de este mismo mes y lo primero que haremos será buscar un pequeño apartamento, tú, yo y Alec, que está a mi lado mientras escribo. No sé qué voy a hacer, pero tengo una vaga idea de dedicarme a la política. ¿Por qué será que la crema de Inglaterra que sale de Oxford y Cambridge se dedica a la política, mientras que en EE.UU. dejamos eso a los basureros crecidos en el suburbio, educados en la calle y enviados al Congreso, sacos llenos de corrupción y desprovistos tanto de «ideas como de ideales», como suelen decir los oradores? Hace cuarenta años todavía teníamos gente buena en la política, pero a nosotros, ¡a nosotros!, nos han educado para apilar millones y enseñar «de qué fibra estamos hechos». A veces desearía haber sido inglés; la vida americana resulta tan condenadamente aburrida, estúpida y saludable…