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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (29 page)

BOOK: '48
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Las voces me devolvieron a la realidad.

—No están aquí —dijo alguien.

—¿Cómo puedes saberlo? —respondió otra voz—. Está demasiado oscuro. No se ve nada.

—Habrán subido por la escalera. Ahí arriba hay una salida.

—No han tenido tiempo. Los habríamos visto. Tienen que estar escondidos por aquí.

Una tercera voz se unió a las dos anteriores, susurrante, como temerosa de molestar a los muertos.

—¿Qué hay detrás de todas esas cortinas? —preguntó.

—Esto parece una especie de bunker. Puede que fuera el refugio antiaéreo del hotel.

Oí los pasos de los tres hombres al acercarse.

—Joder, este sitio me da escalofríos.

Así que a ellos tampoco les gustaba. ¿Bastaría eso para hacerles renunciar a la idea de registrar las literas? Se oyó un golpe, una explosión amortiguada, en la distancia.

—Se va a venir abajo todo el maldito edificio.

—Maldito bombardero alemán.

—Vámonos de aquí.

—No, primero tenemos que registrar todo esto. Hubble se haría un cinturón con nuestra piel si se enterase de que no lo habíamos hecho.

—Maldita sea, hasta el ejército era mejor que esto.

—Él nos unió, ¿no? Fue él quien nos dio una oportunidad. Si no fuera por sir Max, ahora nos estaríamos matando entre nosotros.

—Vale, vale. Vamos, acabemos con esto.

Yo blasfemé entre dientes. Se estaban acercando. Me apoyé sobre un codo para cambiar el peso, y Stern gimió débilmente.

—¿Habéis oído eso?

—¿El qué?

—He oído un ruido, como alguien quejándose.

—Yo no he oído nada.

—Venía de detrás de una de esas cortinas.

Yo separé las cortinas por el centro, justo lo suficiente para poder ver lo que ocurría fuera. Aunque sus figuras apenas se distinguían en la oscuridad, pude ver que eran tres, como había deducido por las voces. Me sorprendió, pues pensaba que nos seguían más hombres, aunque no tardé en darme cuenta de que estos tres se habrían quedado atrás para registrar el sótano mientras los demás subían la escalera para buscarnos en el piso de arriba. Solté las cortinas al ver que los tres hombres se aproximaban.

—Estoy seguro. El ruido venía de detrás de una de esas cortinas —repitió el Camisa Negra.

A través de la tela de las cortinas, pude ver que las luces volvían a parpadear.

—Me gustaría largarme de este maldito sitio antes de que las luces vuelvan a fallar.

—Tienes razón. Vamos, acabemos con esto de una vez.

Oímos el roce de cortinas corriéndose. Habían empezado por la última litera y avanzaban rápidamente hacia la nuestra.

—¿Y si disparamos un par de veces en cada litera? —sugirió una de las voces.

—Los necesitamos vivos, maldito estúpido.

—¿Es que ya se te ha olvidado lo que ha dicho Hubble?

—Tenéis razón. Sí, la verdad es que el norteamericano y sus amigos tienen buen aspecto. Está claro que no tienen la enfermedad. Ellos tienen la sangre limpia que nosotros necesitamos. No hace falta ser un genio para darse cuenta de eso.

El sonido de otra cortina al abrirse, esta vez en la litera de al lado. Cissie contuvo la respiración.

La tela tembló delante de nosotros, y un gran cuchillo se asomó por la abertura. ¿Sería el mismo que había degollado a Potter? Desde luego, no tenía ningún sentido esperar a que nos descubrieran.

Abrí la cortina de golpe y, sin darle tiempo a reaccionar, cogí el puño del Camisa Negra que sujetaba el cuchillo y, empujándolo hacia arriba, le hundí la punta en el cuello. Su grito se convirtió en un gorgoteo justo antes de que la sangre empezara a salirle por la boca y por la herida del cuello. Sentí el calor de la sangre al salpicarme en la cara y salté fuera de la litera, empujando al hombre herido contra el compañero que tenía detrás. La pistola del segundo Camisa Negra se disparó. Yo me agaché instintivamente, y la bala se clavó en el techo mientras el peso del primer matón hacía caer al suelo a su compañero.

Como no me canso de decir, esos infelices estaban en un estado físico lamentable. La enfermedad había debilitado sus músculos y había disminuido su capacidad de reacción; de no ser así, me habrían capturado mucho tiempo atrás. Yo no era ningún superhombre, ningún
Übermensch,
como a Hitler le gustaba referirse a su élite, pero me mantenía en bastante buena forma gracias a mi trabajo de sepulturero. Además, la necesidad de convivir con el peligro hacía que siempre estuviera alerta, así que tenía una clara ventaja sobre los Camisas Negras. Y el hecho de saber que me necesitaban vivo siempre me había animado a correr ciertos riesgos. Ésa era la razón por la que había decidido enfrentarme a ellos.

El tercer hombre me miraba boquiabierto con una metralleta Thompson entre las manos; el cargador redondo del arma hacía que pareciese un matón de una de esas películas de gángsters que tan de moda estaban antes de la guerra. Pero, desde luego, este tipo no se parecía en nada ni a James Cagney ni a Edward G. Robinson, porque yo ya me había lanzado contra él antes de que él ni tan siquiera se acordara de apretar el gatillo.

Cuando por fin disparó, yo ya estaba debajo del grueso cañón de la metralleta. Las balas impactaron en el suelo justo antes de que yo chocara contra sus rodillas, haciéndole perder el equilibrio. Rodé por el suelo y me incorporé detrás de él. De rodillas, extendí los brazos por encima de sus hombros, cogí el cañón de la metralleta con una mano y la culata con la otra y tiré hacia arriba. El arma chocó contra su mandíbula y lo dejó sin aliento. Al ver que no soltaba la metralleta, la apreté con fuerza contra su tráquea y supongo que debí de romperle el cuello, porque de repente se desplomó a mis pies.

Oí un ruido a mi espalda y, al volverme, vi la borrosa silueta de Cissie saltando sobre el segundo Camisa Negra, que me estaba apuntando con su pistola. El Camisa Negra se deshizo de Cissie con un revés y volvió a apuntarme. Pero esta vez tuvo que vérselas con Stern.

El alemán intentó propinarle una patada en la mano que sujetaba el arma, pero falló, y lo golpeó en el brazo. Aun así, consiguió que el Camisa Negra errase el disparo. Yo ya avanzaba hacia él a cuatro patas y, antes de que pudiera hacer un segundo disparo, le rompí la nariz con el puño; nunca falla. El hombre cayó hacia atrás y golpeó el suelo ruidosamente con la cabeza. Pese a ello, para asegurarme de que no volvería a molestarnos, le arranqué la pistola de la mano y se la estrellé contra la frente. El Camisa Negra perdió el conocimiento, y Stern se dejó caer de rodillas a su lado. Consciente de que los disparos atraerían a otros Camisas Negras, me levanté a toda velocidad.

—Stern, ¿estás bien? ¿Puedes andar? —preguntó Cissie desde el suelo.

El alemán estaba de rodillas, con la cabeza inclinada hacia adelante.

—Si me ayudáis… —consiguió susurrar.

La mancha que tenía en el cuello de la camisa sólo podía ser de sangre, y cuando le toqué el hombro noté que también tenía la chaqueta mojada. Con la pistola en una mano, lo rodeé con los brazos y lo levanté mientras Cissie sorteaba al matón que yacía con el cuchillo clavado en el cuello; el Camisa Negra seguía agarrando el mango con las dos manos, y la sangre enferma no paraba de salirle a borbotones por la herida. Cissie se unió a nosotros y cogió a Stern de un brazo para ayudarme.

—Está muy mal —dijo con urgencia—. Tenemos que taponar la herida.

—Ahora no tenemos tiempo —repuse yo mientras le abría el cuello de la camisa. Después saqué el elegante pañuelo de seda del bolsillo de la chaqueta de Stern, lo introduje bajo el cuello de la camisa, y busqué la herida con el tacto—. Sujétalo ahí. Intenta contener la hemorragia.

Cissie apretó el pañuelo, que ya estaba empapado de sangre, contra la herida. Los dos sabíamos que Stern necesitaba un vendaje en toda regla. Además, no le convenía moverse.

—Hoke… —Stern había levantado la cabeza y estaba intentando enfocarme en la penumbra—. Déjame la Thompson. Puedo mantenerlos a raya mientras vosotros huís.

Aunque la oferta resultaba tentadora, no la acepté.

—Vamos a salir de aquí todos juntos, Wilhelm.

A pesar del dolor, él consiguió sujetarse a mi hombro con una mano y, con la luz que entraba por la puerta, observé que estaba esbozando una débil sonrisa.

—Vine a Inglaterra como espía —dijo él.

—Ya lo sé —le contesté yo—. Pero eso ya no importa. Tenemos que salir de aquí antes de que nos encuentren los demás Camisas Negras.

Me metí la pistola debajo del cinturón y conduje a Stern hacia la luz que entraba por la puerta. De camino, me detuve un momento para coger la Thompson. Al llegar a la puerta, me adelanté para asomarme al pasillo mientras Cissie sujetaba al alemán herido.

—No se ve a nadie —dije—. Esa escalera lleva al vestíbulo de la entrada trasera. Es nuestra mejor opción.

Cissie rodeaba el pecho de Stern con un brazo y mantenía el pañuelo apretado contra la herida de bala mientras le sujetaba el antebrazo con la otra mano.

—¿De verdad crees que podemos conseguirlo, Hoke? —me preguntó mirándome fijamente para ver si yo decía la verdad—. ¿No adivinarán que intentaremos salir por ahí?

—Depende. Espero que esas bombas hayan creado la suficiente confusión para que Hubble y sus secuaces se preocupen por sí mismos. Tenemos otras opciones; pero, cuanto antes salgamos de aquí, antes nos podremos ocupar de las heridas de Stern.

De haber estado solo, o incluso con la chica, salir del Savoy habría sido fácil. Durante mi estancia en el hotel, yo había investigado cada acceso de mercancías y personal, cada pequeña salida del sótano, además del camino más rápido a cada una de ellas, pero ahora tenía que intentar salvar a Stern. Él me había salvado la vida en dos ocasiones, y esta vez yo no iba a fallarle. Es cierto que durante la cena se había comportado como un maldito arrogante, pero sólo estaba devolviéndome los golpes, sólo estaba interpretando el papel de nazi que yo le había asignado. No había sido él sino Muriel quien nos había traicionado a los Camisas Negras. De hecho, Stern me había ayudado a luchar contra ellos.

Ya estábamos subiendo la escalera, cuando oímos nuevas pisadas que venían de arriba. Stern se esforzaba todo lo que podía, pero, aun así, avanzábamos muy despacio y, además, las escasas fuerzas que conservaba podían abandonarlo en cualquier momento. Concentrado en cada paso, Stern parecía ajeno al ruido que llegaba de arriba. Cissie, en cambio, me miró con pánico en los ojos.

—Sigue ayudándolo —le dije al tiempo que soltaba a Stern. Después subí corriendo hacia el vestíbulo.

Acababa de llegar, cuando vi al primer Camisa Negra bajando por la escalinata que llevaba al vestíbulo. Levanté la Thompson y empecé a disparar. Ellos retrocedieron entre gritos de alarma. La metralleta Thompson nunca había sido un arma precisa, pero, no obstante, mantuvo ocupados a los Camisas Negras mientras Cissie y Stern atravesaban lentamente el vestíbulo. Cuando llegaron a la puerta de cristal de la entrada, lancé una nueva ráfaga contra los Camisas Negras y corrí detrás de ellos.

Ya en la calle, el cristal de la puerta se hizo añicos a mi espalda cuando los secuaces de Hubble nos devolvieron el fuego. Sin parar de correr, me di la vuelta y apreté el gatillo de la Thompson en un último esfuerzo por mantenerlos a raya. Uno de los Camisas Negras más atrevidos casi había llegado al final de la escalinata cuando las balas le agujerearon el pecho y lo lanzaron hacia atrás con los brazos extendidos. No esperé a ver cómo rodaba por los escalones. Corrí por el callejón en zigzag hasta alcanzar a Cissie y a Stern y aparté de una patada la tabla de madera para atravesar la barricada.

Al ver lo que nos esperaba al otro lado, nos detuvimos en seco.

El reflejo de las llamas que ardían detrás de las ventanas del Savoy iluminaba el parque de enfrente, mezclándose con la luz de la luna. Ahí, delante del hotel, una multitud de hombres y mujeres contemplaba el fuego en silencio con una extraña expresión de vacuidad en la mirada. Debían de ser al menos un par de docenas. Algunos de ellos, los que estaban enfermos, se apoyaban en sus compañeros y la mayoría iban elegantemente vestidos, aunque algunos, sobre todo los que parecían estar solos, llevaban puestos viejos harapos gastados. Incluso había varios niños. Vi a una niña pequeña, de no más de cinco o seis años de edad, cogida a una mujer que supuse que sería su madre; a dos niños de unos siete años, que parecían gemelos, cogidos de la mano justo al lado de una pareja, y a una niña de unos dos años abrazando una muñeca en brazos de un hombre con una larga barba. Al contrario que los adultos, los niños observaban el edificio en llamas con expresión de asombro.

Al percatarse de nuestra presencia, algunos retrocedieron, aparentemente asustados, pero sólo hasta la valla del parque. Otros nos observaron sorprendidos, puede que incluso con esperanza.

—Hoke —dijo Cissie sin aliento—, ¿quiénes son?

—No tengo ni idea —fue todo lo que pude responder.

Sin dejar de apoyarse en Cissie, Stern nos miró fijamente.

—Parecen polillas atraídas por la luz —dijo forzando la voz—. ¿Es que no os dais cuenta? Tenemos que advertirles del peligro que corren.

Antes de que pudiera decir nada, el sonido de pisadas sobre el cemento me hizo darme la vuelta. Los Camisas Negras ya estaban atravesando la barricada, intentando acercarse en silencio ahora que nosotros nos habíamos detenido. Disparé con la Thompson en la cadera. Los dos primeros cayeron y los demás retrocedieron. Pero esa última ráfaga acabó con la munición de la metralleta, convirtiendo la Thompson en un objeto inútil. Maldije mi suerte mientras la tiraba al suelo y saqué la pistola de debajo del cinturón.

—¡Hoke!

Al volverme hacia Cissie, vi unas figuras oscuras corriendo hacia nosotros por un callejón que daba a la calle en la que estábamos; otro grupo de Camisas Negras había escapado del edificio en llamas por una salida lateral. Al ver la multitud que se agrupaba en la calle y en la
acera,
delante del parque, los Camisas Negras se detuvieron en seco. Uno de ellos gritó al reconocernos.

—Estamos atrapados —me dijo Cissie con un tono de voz sorprendentemente tranquilo.

—No, no lo estamos. Podemos huir por el parque —repuse, señalando con la pistola hacia una pequeña puerta que se abría en la verja de hierro.

—Pero… ¿Y esa pobre gente? Tenemos que hacer algo.

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