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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (15 page)

BOOK: '48
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¿Y quién ha dicho que yo estuviera cuerdo?

Preferí no decir nada. Estaba harto de dar explicaciones, así que hice caso omiso de su mirada y su pregunta.

—La escalera está por ahí —dije avanzando hacia el majestuoso vestíbulo de la entrada principal del Savoy. Noté los ojos de Cissie clavándose en mi espalda, y su asco, pero seguí adelante, porque sabía que mis compañeros me seguirían a donde fuera, como ovejas asustadas que necesitan un pastor.

Subimos un ancho tramo de escalones, pasamos junto a una barandilla que daba al vestíbulo y avanzamos por un pasillo de techos altos hasta la escalera que había junto al dañado ascensor. De camino, me asomé un momento a una puerta medio abierta para asegurarme de que la motocicleta Velocette Mk II seguía dentro. Ahí estaba, escondida entre las sombras, como un inmenso y fabuloso insecto negro, con el depósito lleno, el motor perfectamente lubricado y las bujías limpias, lista para sacarme de ahí en cuanto yo se lo pidiera. Al verla, algo se revolvió en lo más profundo de mi estómago. Supongo que sería la repentina urgencia que sentía por salir de ahí, el deseo acuciante de montarme en esa máquina, salir del hotel y no volver a ver nunca más a mis compañeros. No quería establecer ningún tipo de vínculo con ellos. Ni lo quería ni lo necesitaba, porque eso sólo podría traerme más dolor.

Pero mi agotamiento sofocó ese repentino impulso y seguí andando hacia la escalera.

Fue un ascenso lento y costoso. Cuando por fin llegué al tercer piso, avancé por un largo pasillo oscuro sin esperar a los demás y no me detuve hasta llegar a la esquina que había al final.

Me extrañó que el alemán fuera el último en llegar, pues era el más fuerte de todos. ¿Se habría detenido a explorar los cuartos que daban al pasillo, para ver si alguno de ellos le podía proporcionar una vía de escape? Qué demonios, estaba en su derecho. Aunque, desafortunadamente para él, eso no le iba a servir de ninguna ayuda cuando llegara el momento.

Les di la espalda y abrí la puerta de la suite 318.

Capítulo 8

A pesar del desorden, para ellos debió de ser como entrar en la cueva de Aladino. Había latas de comida, armas y todo tipo de objetos que podían resultar útiles en una ciudad donde, aunque las mercancías se obtuvieran sin pagar, ir de compras podía resultar bastante peligroso con esas sanguijuelas merodeando por las calles.

Desde luego, el desorden le había hecho perder parte de su elegancia a mi suite del Savoy y, además, mis provisiones habían mermado considerablemente el espacio. Estábamos amontonados en el pequeño recibidor que había entre el dormitorio y la sala de estar. A nuestra derecha, en el cuarto de baño de mármol, había una bomba manual de agua que se alimentaba de la bañera medio llena que había colocado junto a la puerta de entrada como medida de prevención contra un posible incendio; la utilidad real del mecanismo era más que discutible, aunque creo que al menos me proporcionaría el tiempo necesario para llegar al pasillo. El débil color pastel de las paredes parecía todavía más apagado al lado de las llamativas etiquetas de las latas y los frascos de comida. De hecho, la inmensa cama era el único espacio libre que había en ese laberinto que era mi refugio. Realmente, era un auténtico caos. Había todo tipo de objetos amontonados sobre las sillas y la mesa de tocador, una selección de pistolas y cajas de munición sobre el sofá, varios fusiles apoyados contra el escritorio, cajas llenas de cosas que ni siquiera recordaba asomando por las puertas entornadas del gran armario, un transistor estropeado sobre una mesa redonda, libros y revistas apilados sobre una butaca, y un gramófono y un montón de discos polvorientos encima de un elegante escritorio Luis XVI; Bing Crosby seguía ocupando el lugar de privilegio. Las dos chicas ya habían pasado a la sala de estar y miraban el espectáculo boquiabiertas, como dos niñas en una tienda de caramelos. No sabía con qué se habrían alimentado durante los tres últimos años, pero, por la expresión de asombro que brillaba en sus ojos, supuse que su dieta debía de haber sido bastante aburrida. Muriel me miró con una gran sonrisa y se acercó a la montaña de latas que había sobre el aparador. Eligió una y la montaña amenazó con venirse abajo, aunque finalmente se estabilizó.

—Pudín de crema —leyó en voz alta, maravillada.

Cissie se rió y señaló otra etiqueta con el dedo.

—Delicias de pescado de primera calidad —leyó a su vez antes de coger otra lata—. Pudín de la señora Peek. No lo puedo creer. Guisantes y melocotón en almíbar.

—¿Leche en polvo para bebés? —leyó Muriel.

—Mira. —De nuevo, Cissie—. Café. ¡Hay tres frascos enteros de café!

—Huevos Handy. —Otra vez, Muriel—. ¡Qué asco! Huevos duros en lata.

—Cojo todo lo que encuentro —me defendí yo. Su felicidad resultaba contagiosa.

—Mira, magro de cerdo —dijo Muriel con tono decepcionado, aunque sólo estaba siendo sarcástica.

—Y galletas —añadió Cissie con una inmensa sonrisa—. Y cacao en polvo y bizcochos y mermelada. Vaya, vaya. Desde luego, no creo que pases hambre, ¿eh, yanqui? —Respiró hondo—. ¿Eso de ahí no serán verduras frescas?

—No tienen ni una semana —le aseguré yo—. Las planté yo mismo en uno de mis huertos. Y te aseguro que no ha sido fácil conseguirlas con el invierno que hemos tenido.

Cissie examinó detenidamente unas patatas.

—Cuando todos se fueron de la clínica, intentamos plantar patatas, pero, por alguna razón, no funcionó. Supongo que no tenemos mucho futuro como campesinas, aunque, pensándolo bien, qué se puede esperar de una chica que se ha criado en un bar de Londres o de la hija de un lord —dijo Cissie. No resultaba difícil adivinar cuál de las dos era la hija del lord.

—¿Y no fuisteis al pueblo más cercano por provisiones? —pregunté sorprendido.

—Estábamos demasiado asustadas para alejarnos de la clínica —contestó Muriel sin apartar la mirada de los alimentos que la rodeaban—. Sólo nos atrevíamos a ir a las casas más cercanas. Por lo general, conseguíamos la comida de la despensa de la propia clínica. Nos daba miedo que los muertos nos contagiasen la Muerte Sanguínea. Nadie sabía cómo se transmitía la enfermedad; ni siquiera los médicos encargados de las investigaciones. ¿Eso no serán repollos?

Se acercó a una caja que había en el suelo.

—Y coles de Bruselas y cebollas. Tienes que haber trabajado muy duro para conseguir todo esto, Hoke.

—No tanto —dije yo, negando con la cabeza.

—¿Puedo? —Stern nos había seguido hasta la sala de estar y tenía en la mano un paquete de Camel que había cogido del cartón que había sobre una butaca.

Al verme asentir, abrió inmediatamente el paquete de tabaco, se puso un cigarrillo entre los labios y miró a su alrededor buscando cerillas.

—Ahí encima —le dije apuntando hacia la repisa que había sobre una estufa eléctrica estropeada.

Al acercarse a coger una caja de cerillas, se vio en el espejo cubierto de polvo que había encima de la repisa y frunció el entrecejo. Su aspecto pareció sorprenderlo. Quién sabe, puede que pensara que los de su raza no se ensuciaban como el resto de los mortales.

—Necesito lavarme —dijo, más para sí mismo que para los demás—. Has dicho que funciona el agua corriente, ¿no? —El alemán estaba mirando mi reflejo en el espejo.

—El Savoy tiene sus propios pozos artesianos. Las bombas no funcionan, pero da igual, porque los depósitos están prácticamente llenos, así que hay presión de sobra.

—Yo primero —intervino rápidamente Cissie—. Apesto. No aguanto así ni un segundo más.

No creo que Muriel usara muy a menudo la palabra apestar, y desde luego no refiriéndose a su propio cuerpo; pero, aun así, asintió, dándole la razón a su amiga.

—Sí, a mí también me gustaría lavarme. Después podríamos disfrutar de alguno de estos manjares. La verdad es que empiezo a sentirme un poco mareada y no creo que sea sólo por el cansancio.

—Estáis en un edificio lleno de bañeras, así que no hace falta que os turnéis para bañaros —dije dirigiéndome a los cuatro—. Eso sí, quedaos en este piso.

Al ver que el alemán, que fumaba ávidamente, se había acercado al fusil de asalto MI que había apoyado contra el escritorio, acerqué la mano a la funda de mi pistola. Pero, en vez de detenerse junto al fusil, el alemán continuó hasta la ventana que daba al parque y al río Támesis. Las cortinas estaban abiertas, pero unos visillos de hilo cubrían los cristales.

—No los toques —grité cuando vi que estaba a punto de correr los visillos—. Por la noche, también cierro las cortinas si tengo alguna luz encendida. —Señalé hacia las velas y las lámparas que había esparcidas por la habitación—. Pero siempre dejo los visillos cerrados.

—Para que nadie te vea desde fuera —murmuró entre dientes y, aunque no podía verle la cara, sabía que estaba sonriendo—. Es bastante improbable, ¿no te parece?

—Prefiero no correr ningún riesgo, por muy improbable que sea.

—No me vendría mal beber algo —dijo Potter. El viejo vigilante estaba sentado en el borde del sofá, estudiando las botellas que abarrotaban la mesa baja que había justo delante de él. Ginebra, vodka y varias marcas de whisky: Famous Grouse, Haig, Johnnie Walker, incluso Jack Daniels. El alcohol había estado severamente racionado durante la guerra, pero ahora corrían otros tiempos. De hecho, hasta tenía un par de botellas de una malta especial del Savoy, un whisky escocés tan bueno como el mejor, y os aseguro que había probado muchos durante mis noches solitarias en la ciudad. Debajo de la mesa, las botellas de clarete, de borgoñas y de vino blanco del Mosela y del Rin —sí, vino alemán; supongo que sería de una cosecha muy vieja—, compartían espacio con cartones de Lucky Strike, Camel, Wills Capstan, Churchmans N
o
1 y otras marcas de cigarrillos en las que ni siquiera me había fijado; además de hacer de mí un gran bebedor, el genocidio me había convertido en un fumador empedernido.

—Sírvase usted mismo —le indiqué a Potter mientras él observaba ávidamente el tesoro que tenía ante sí—. Le traeré un vaso limpio.

—No hace falta, hijo. No hace ninguna falta. —Con un gruñido satisfecho, el vigilante extendió la mano hacia la botella de Famous Grouse—. ¿Qué, estaba planeando matarse de cirrosis y cáncer de pulmón?

El pequeño vigilante no esperaba que yo le contestara, y yo no me molesté en hacerlo. Él cogió la botella del cuello y abrió el tapón.

—¿Sabe?, desde que cayeron las últimas V2, siempre me dio miedo entrar en el Savoy. —Potter hizo una pausa para levantar la botella y examinó el líquido ambarino antes de beber—. Aunque lo había visto entrar y salir varias veces, seguía teniendo miedo de lo que podría encontrarme aquí dentro. Podría haberme llevado todas las botellas del bar americano, pero, por alguna razón, nunca me sentí capaz de entrar.

Inclinó la botella y el whisky descendió a borbotones por su garganta.

—Pero, en cambio, no le daba miedo entrar en el refugio de Protección Civil —le recordé yo.

—Eso era distinto. Conocía a casi toda esa gente y, de alguna manera, eso me hacía sentir menos incómodo. Pero con esta gente de aquí, ya sabe, famosos y gente rica, hasta altos cargos del Ministerio de Guerra y todo eso… Bueno, me sentía como un intruso. —Bebió otro trago, esta vez más largo, se limpió la boca con la manga y me volvió a mirar—. ¿Entiende lo que quiero decir?

Realmente, no lo entendía, pero no estaba de humor para perder el tiempo con algo así.

—Podéis elegir la habitación que queráis, siempre que sea en este pasillo. Todas las suites de este lado del tercer piso están conectadas entre sí, aunque ahora las puertas están cerradas con llave.

—Eres un hombre precavido, Hoke —comentó Stern.

El alemán seguía junto a la ventana. La luz que atravesaba los visillos revelaba el desastroso estado de su chaqueta y sus pantalones, que tan buen aspecto tenían cuando lo había visto por primera vez. Ahora tenía la manga y un bolsillo de la chaqueta rotos y el cuello de la camisa arrugado. Aun así, mientras le daba una calada al cigarrillo, con el antebrazo cruzado sobre el pecho y la mano sujetando el codo del otro brazo, seguía teniendo ese aire de superioridad, esa gélida arrogancia que caracterizaba a la supuesta raza superior. Las películas y la propaganda nos habían enseñado que así es como eran, que eso formaba parte de la naturaleza aria, y yo no lo había dudado ni por un instante.

—Un hombre precavido… —repitió, y yo me pregunté si se estaría burlando de mí—. Y, no obstante, hoy casi te atrapan esos Camisas Negras.

—Así es la vida —contesté yo. Después me acerqué a la mesa baja y cogí la botella de Johnnie Walker. No tenía tapón, pero todavía quedaba algo más de la tercera parte de su contenido—. Pero no te preocupes, que no volverá a ocurrir —añadí antes de beber un largo, larguísimo, trago.

Por la tarde, preparé la cena con ayuda de dos de mis tres hornillos portátiles de gas. Sólo era magro de cerdo, guisantes de lata, patatas hervidas y melocotones con pudín de postre, pero mis nuevos compañeros lo devoraron todo extasiados.

Antes de la cena, les había mostrado las habitaciones en las que podían pasar la noche; las dos chicas se instalaron en una suite contigua a la mía; Stern, un poco más lejos, y Potter, en la última habitación del pasillo. Dejé cerradas con llave todas las puertas que conectaban las habitaciones entre sí. A mis compañeros les sorprendió ver que tenía más objetos almacenados en las demás habitaciones, aunque ninguna de ellas estaba tan abarrotada como la mía. Los dejé solos para que fueran instalándose y volví a mi suite, me deshice de la ropa mugrienta que llevaba puesta y me metí en la ducha; a pesar de la escasa presión del agua, esas inmensas alcachofas del Savoy hacían que uno se sintiera como si estuviera debajo de las cataratas del Niágara. El agua helada me devolvió buena parte de mis energías. Después de un rápido afeitado, me dediqué a curarme las heridas. El rasguño de bala del hombro era superficial y bastó con un poco de yodo —Dios santo, cómo dolió— y una gasa para curarlo. Tenía el tobillo inflamado, pero sabía que no me lo había roto, así que la inflamación bajaría en un par de días si me lo vendaba bien. En cambio, el hematoma producido por el golpe en esa misma pierna ya tenía mal aspecto; se extendía desde la pantorrilla hasta la mitad del muslo, y los músculos estaban rígidos y doloridos. Cojearía durante unos días, pero tampoco era nada grave. Los cortes y los rasguños me dieron poco trabajo y el resto de los cardenales ya se curarían solos. Tenía el flequillo chamuscado y la piel de la cara y el dorso de las manos cuarteada y escamada, pero eso tampoco era grave. Ah, sí, también tenía los nudillos de la mano derecha en carne viva. Aunque, pensándolo bien, había tenido suerte, más suerte de la que merecía y, además, había aprendido una lección. Últimamente me había relajado, había dado por supuesto que esos lunáticos eran demasiado estúpidos para cogerme. Y no era así. Me había equivocado. Yo era el que me había comportado como un estúpido. Había dejado que el alcohol decidiera por mí, pero, como le había dicho al alemán, eso no volvería a ocurrir.

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