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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Terror

'48 (11 page)

BOOK: '48
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No tenía la menor idea de lo que habría ocurrido en los niveles inferiores del complejo. ¿Más tuberías reventadas, bidones de combustible, productos químicos? Quién diablos sabía lo que almacenarían en un sitio como ése. Lo que estaba claro es que el bunker entero estaba a punto de venirse abajo. Desde luego, Potter no se había equivocado al hablar de una reacción en cadena. Las bombas alemanas habían sido el detonante inicial, pero los daños aún continuaban. Un desperfecto provocaba un incendio en un edificio, que se propagaba al edificio de al lado, causando una explosión, y otra, y otra más, hasta que el edificio se venía abajo, llevándose consigo al edificio de al lado, que, al derrumbarse, debilitaba la estructura del siguiente. Y así sucesivamente, sin que nadie pudiera reparar los daños para detener la cadena. Como había dicho Potter, era un milagro que toda la ciudad no estuviera en llamas.

Realmente, esas grietas no me gustaban nada. Y supongo que precisamente por eso vacilé durante unos instantes mientras los demás se levantaban y corrían hacia la puerta. Al ver cómo se empezaba a inclinar una sección del suelo, supe lo que iba a ocurrir. Así que me levanté y corrí. Corrí como si me persiguiera el mismísimo diablo, pero eso no fue suficiente.

Mientras me acercaba a los demás, que, a esas alturas, casi habían alcanzado la puerta, noté cómo el suelo empezaba a descender bajo mis pies. Durante un par de segundos, fue como si estuviera corriendo cuesta abajo por una superficie cada vez más inclinada, ganando velocidad a pesar de mi cojera. Fue una sensación extraña ver cómo el mundo se desplomaba a cámara lenta a mi alrededor. Creo que grité aterrorizado cuando empecé a resbalar, justo antes de que se produjera una inmensa sacudida que hizo desprender del resto del suelo la sección de cemento sobre la que estaba.

El instinto, más que una reflexión lógica, me hizo saltar hacia el radiador de hierro que había en la pared más cercana. Conseguí agarrarme al tubo del radiador, pero el tubo empezó a salirse de la pared y, durante unos instantes, pensé que todo el radiador iba a desprenderse. Pero aguantó, conmigo colgando de él, mientras el suelo se desplomaba sobre el nivel inferior con un inmenso estruendo seguido de una enorme nube de polvo.

Las llamas del piso inferior ascendieron hasta acariciarme las piernas y alguien gritó junto a la puerta. Conseguí agarrar la parte superior del radiador con una mano, pero, aun así, notaba cómo las fuerzas me iban abandonando; el esfuerzo era excesivo. Gruñí, demasiado débil para levantar mi peso hasta el borde irregular del suelo, donde me esperaban los demás, extendiendo sus manos hacia mí mientras sus voces se alzaban sobre el crepitar de las llamas.

Miré hacia abajo. Si la caída no me mataba, desde luego el fuego lo haría. Cada vez tenía las suelas de las botas más calientes y supongo que, de alguna manera, al pensar en la horrible muerte que me esperaba, mi cuerpo encontró un último resquicio de energía. Deslicé la mano izquierda sobre la parte de arriba del radiador, aguantando el peso del cuerpo con la derecha; pero, cuando intenté volver a sujetarme con la izquierda, el sudor la hizo resbalar y me quedé colgando de una sola mano, balanceándome impotente en el vacío.

Stern se inclinó sobre el borde del suelo y, durante un instante, el humo que se arremolinaba alrededor de su cara, a apenas un metro del radiador, pareció separarle la cabeza del cuerpo y hacerla flotar en el espacio. El alemán tenía una mano apoyada en el extremo del radiador y extendía la otra hacia mí. Era una maniobra peligrosa, pero no aprecié ningún temor en sus claros ojos. Durante una décima de segundo, un instante tan efímero que puede que sólo existiera en mi imaginación, creí distinguir un cambio en su mirada, una especie de burla que desapareció tan rápido como había surgido. Al principio, su mano extendida estaba fuera de mi alcance, pero después la acercó unos centímetros, como si sólo hubiera estado atormentándome. Pero era posible que yo me hubiera equivocado, que hubiera interpretado mal su expresión, que esa extraña mirada sólo expresara su propio temor, porque, arriesgando su vida, el alemán se había inclinado todavía más para intentar salvar la mía. La verdad es que no podía saberlo.

—Cógeme la mano —lo oí decir entre el estruendo de las llamas y los gritos de los demás. No veía nada en sus ojos que pudiera ayudarme a decidir, tan sólo frialdad, una frialdad desconcertante.

Dudé un último instante. ¿Me dejaría caer? ¿Le diría a los demás que me había resbalado? No podía saberlo y, en cualquier caso, tampoco tenía tiempo para pensarlo. Le agarré la mano.

El alemán me levantó tirando de mí con fuerza y suavidad al mismo tiempo, como si levantarme apenas supusiera un esfuerzo. Conseguí apoyar un tacón en el borde del suelo, y un sinfín de manos me pusieron a salvo. Rodé sobre el cemento mientras mis salvadores retrocedían para dejarme espacio y me quedé ahí boca arriba, inspirando grandes bocanadas de un aire fétido y abrasador. Pero mis compañeros no estaban dispuestos a dejarme descansar. Las dos chicas me levantaron sin esperar a que recuperara el aliento y me sujetaron hasta que la cabeza dejó de darme vueltas.

—Tienes más vidas que un gato, yanqui. —Cissie me estaba dando palmadas en la espalda para ayudarme a expulsar el humo de los pulmones.

—¿Estás bien? —dijo Muriel mientras me limpiaba el hollín de los ojos con la punta de los dedos.

Pero a Potter no le quedaba paciencia para soportar una escena como ésa.

—Ya tendrán tiempo para mimarlo después, señoritas. Como no salgamos de aquí ahora mismo, todos vamos a acabar asados, y no estoy exagerando ni lo más mínimo.

Nos apremió a avanzar hacia la puerta. Cuando miré hacia atrás por última vez, las llamas ya llegaban hasta el techo. Potter abrió la puerta de hierro, y una ráfaga de aire frío nos dio la bienvenida al pasillo. Volvió a cerrar la puerta y, de repente, todo se llenó de silencio. Las chicas se derrumbaron en los primeros peldaños de una estrecha escalera de cemento que ascendía hacia la oscuridad, y el alemán se dejó caer de rodillas, jadeante. Me alegró ver que estaba igual de maltrecho que el resto de nosotros, aunque cualquiera hubiera pensado lo contrario hacía tan sólo un momento. Observé sus inexpresivos ojos, unos ojos que, más que hacia afuera, parecían mirar hacia adentro de sí mismo, y me pregunté por qué no sentía ninguna gratitud hacia él.

Apoyé la espalda contra el duro muro de ladrillo y me fui deslizando lentamente, hasta quedar en cuclillas. Con las muñecas apoyadas sobre las rodillas y los ojos cerrados, respiré profundamente para controlar el temblor de mi cuerpo.

Pero Potter volvió a interrumpir nuestro momento de paz.

—Siento molestar, pero todavía no estamos a salvo.

Parecía molesto, como si, de alguna manera, todavía nos culpara por la destrucción del bunker. Al abrir los ojos de nuevo, vi su cara contraída en una mueca adusta. Y, entonces, lo entendí.

—Vivía aquí abajo, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que vivía en este refugio, ¿verdad?

—Pues claro que vivía aquí. Con usted y los Camisas Negras pegándose tiros por las calles, éste era uno de los pocos sitios seguros de Londres. Aquí abajo, al menos podía hacer mi trabajo sin que me molestara ningún lunático.

¿Su trabajo? Decidí dejarlo estar.

—Si eso es lo que piensa de mí, ¿por qué nos ha ayudado? —dije sin levantar la voz.

Potter me miró con gesto sorprendido, como si mi pregunta le pareciera absurda.

—Por las dos chicas. ¿Por qué iba a hacerlo si no? No podía permitir que les ocurriera nada. ¿Qué tipo de gentuza se cree que soy?

Eso me gustaba de los británicos. Los pilotos con los que había volado me habían enseñado muchas cosas sobre los viejos modales y la caballerosidad. Aunque, realmente, no puedo decir que eso me hubiera cogido por sorpresa, pues me había pasado toda la vida oyendo historias sobre Inglaterra y los ingleses. Claro que gran parte de ellas eran puro romanticismo; eso ya lo sabía. Pero la persona que me había enseñado esas cosas era alguien en quien yo confiaba ciegamente, alguien que, aunque echara de menos su país, nunca permitió que la nostalgia tiñera sus recuerdos más de lo estrictamente necesario. Ella fue una de las razones por las que yo había ido allí al principio de la guerra, cuando Inglaterra necesitaba desesperadamente la ayuda de pilotos entrenados para defenderse de los malditos nazis. Si todavía hubiera estado viva, se habría sentido orgullosa de mí.

Sin darme cuenta, estaba mirando a Potter con una sonrisa en los labios.

—No le veo la gracia —añadió—. Podría usted haber matado a estas señoritas. El tesoro más preciado que tenemos, y usted va y pone en peligro sus vidas.

Aunque seguía enfadado conmigo, su mirada se suavizó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba hablando y mi expresión debía de hacerlo patente.

Fue el alemán quien me aclaró las cosas.

—Ahora las mujeres son el bien más preciado del mundo, amigo mío —dijo.

Potter lo miró con extrañeza al oír su inconfundible acento, pero, a mí, lo que de verdad me sacó de mis casillas fue lo de «amigo mío». Si hubiera tenido la fuerza necesaria, me habría lanzado a su cuello.

Pero la que realmente estaba furiosa era Cissie.

—¡Sí, claro! ¿Quién si no iba a dar a luz a más chiflados para que pudieran crecer y empezar otra guerra para acabar definitivamente con la raza humana? —Estaba sentada en las escaleras, completamente recta. De repente, se levantó—. Estoy harta de este sitio. Quiero volver a ver la luz del sol.

Potter se apresuró a tranquilizarla.

—No se preocupe, señorita, yo las sacaré de aquí. En cuanto subamos esta escalera estaremos a salvo. —Se acercó a Muriel y la ayudó a levantarse. Después cogió a Cissie de la muñeca—. Siento que tengan que ver lo que hay ahí arriba —dijo excusándose—. Intenten no pensar en ello. Tenía que ponerlos en algún sitio y no podía enterrarlos a todos. Además, ya había otros ahí, gente que intentaba huir del aire envenenado. Ya casi no huele, así que no tienen que preocuparse por eso. Si lo prefieren, pueden cerrar los ojos…

—¿De qué está hablando? —dijo Muriel, que estaba demasiado cansada para entender nada.

Yo me erguí y me acerqué a ellas.

—Potter ha dejado ahí arriba los cuerpos que había en el bunker —le expliqué a Muriel—. Ya me parecía a mí que aquí faltaba algo.

—Tuve que hacerlo —se disculpó Potter con tono suplicante—. Tenía que convertir el refugio en un sitio habitable.

—Hizo bien —lo tranquilicé yo—. Además, no creo que sea peor que lo que nos hemos encontrado en la estación de metro.

—Al menos no había moscas —dijo Potter como si eso tuviera alguna importancia—. Los cuerpos se descompusieron solos. Tampoco había gusanos. El olor se pasó al cabo de un par de semanas.

Claro, ni moscas ni gusanos. De hecho, casi no quedaban insectos en todo Londres. Supongo que al menos deberíamos estar agradecidos por esa pequeña bendición. Si no, sólo Dios sabe qué tipo de enfermedades se habrían encargado de acabar con los que habíamos sobrevivido a la Muerte Sanguínea.

El temblor que venía de detrás de la puerta de hierro y el polvo que empezó a caer del techo nos devolvieron rápidamente a la realidad. Potter se puso en marcha, iluminando el camino con su lámpara, y las chicas lo siguieron. Supongo que Cissie no era la única que estaba deseosa de volver a ver la luz del sol, porque el alemán, que seguía de rodillas en el suelo, se levantó con aire animado, como si todos sus problemas estuvieran a punto de desaparecer. Lo dejé pasar delante por aquello de que no hay que darle la espalda nunca al enemigo, y me incorporé a la cola del grupo. Algo explotó detrás de la puerta, pero ninguno se molestó en mirar hacia atrás.

No os podéis imaginar lo que me costó subir esos escalones, y eso que intentaba aliviar el peso de mi tobillo dañado apoyándome contra el muro. Pero los músculos se me estaban empezando a enfriar y el brazo en el que me habían disparado me colgaba como si fuera de plomo. Al menos no tenía nada roto; de eso estaba seguro. Y, teniendo en cuenta todo lo que me había pasado esa mañana, supongo que podría decirse que había tenido suerte. Si no hubieran aparecido esos tres desconocidos en la plaza, a esas alturas no sólo habría estado muerto, sino que habría sido un montón de carne sin sangre en las venas. Y, si Albert Potter no nos hubiera rescatado después en el túnel, en ese momento todos habríamos sido un montón de carne asada. Sí, ahumada y asada.

Al llegar al final de la escalera, Potter buscó algo en los bolsillos del mono de trabajo. Los demás se apretaron detrás de él, mientras yo esperaba un poco más abajo, frotándome el brazo para ayudar a la sangre a circular. Por fin, Potter se sacó del bolsillo un gran aro de metal del que colgaban al menos una docena de llaves. Acertó a la primera. Potter tiró de la puerta hacia adentro, dando paso a una ráfaga de aire, y desapareció al otro lado mientras yo me preguntaba por qué no entraría la luz del día. Pronto supe la respuesta.

El espacio oscuro al que accedimos era mayor, mucho mayor, que los túneles del metro y estaba dominado por unas inmensas formas monolíticas. Cuando la luz de la lámpara de Potter iluminó la más próxima, vi que se trataba de vagones de tranvía. El lugar al que habíamos accedido era un inmenso túnel, una especie de pasaje subterráneo bajo las calles de Londres. Lo primero que pensé es que esos vagones también estarían llenos de cadáveres putrefactos.

Sobre nuestras cabezas, un ligero resplandor de luz solar atravesaba lo que supuse serían conductos de ventilación en el techo y, al fondo del túnel, se apreciaba la tenue luz grisácea de la rampa de acceso. A medida que nuestros ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, empezamos a distinguir otras formas: pequeños bultos amontonados en el suelo, cientos de ellos, esparcidos sobre la calzada y entre los raíles. No hacía falta mucha imaginación para adivinar que eran los cadáveres de las personas que habían sucumbido aquí, y que entre ellos estarían los trabajadores del Comité de Protección Civil Antiaérea que Potter había sacado del bunker.

Stern y las dos chicas estaban quietos como estatuas. Una de las chicas, creo que fue Muriel, empezó a llorar. El espectáculo que nos rodeaba no era comparable al que habíamos presenciado en los túneles del metro, pero la quietud que nos envolvía debió de remover algo escondido en lo más profundo de sus conciencias. Puede que fuera el pesar, o el terror, o una mezcla opresiva de emociones encontradas lo que los obligaba a permanecer en el sitio, desconcertados, desconsolados. Supongo que la posibilidad de reflexionar sobre lo que los rodeaba tuvo mucho que ver con su parálisis, aunque para mí eso no era nada nuevo, ni tampoco para el vigilante.

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