En el momento en que había visto a Clara en la casa debería haber huido a los bosques. Abortarlo todo y empezar de nuevo en otra parte. Ya lo había hecho antes. Pero había pasado demasiado tiempo construyendo la trampa perfecta. Eso también había sido un error. Incluso el pensar que podía descansar, que estaba llegando a un punto en el que estaría a salvo. Debería haberlo sabido. Mientras quedara un solo vampiro, no habría nada parecido a la seguridad.
—Supongo que vamos a tener que hacer esto siguiendo un método raro —dijo Glauer—. ¿Señor Polder?
Caxton se volvió a mirar al
hexenmeister
. Urie Polder pareció confundido por un momento. Luego asintió, como si hubiera llegado a una resolución.
—Supongo que no tiene sentido que haya más muertes… ahora.
—No podemos darnos por vencidos —insistió Caxton—. ¡No puedes permitir que se me lleven!
—Laura, ten serenidad —dijo Polder—. Lo siento. Pero aquí abajo hay un montón de gente a la que podrían hacer daño. Gente con familia.
No. Urie también, no. Urie tenía casi tantas razones para odiar a los vampiros como Caxton. No podía creer que fuera a volverse contra ella de esa manera.
—Yo me ocuparé… hum… de las cosas. —Se llevó los dedos de ramitas a la cara y cerró los ojos. Por un momento, ella oyó susurros dentro de la cabeza, voces murmurantes que no estaban destinadas a ella, así que no entendía lo que decían. En el claro no cambió gran cosa, pero ella vio que el mensaje había sido recibido. Los hombres de La Hondonada bajaron las armas. Heather, en lo alto de la casa prefabricada, dejó ir el viento psíquico que había invocado.
El viento casi había tumbado a los miembros de las unidades del SWAT. En ese momento se irguieron sobre pies temblorosos, con aspecto de estar preparados para lo que fuera que viniese a continuación.
Heather abandonó la posición del loto y bajó las manos.
—¡Marshal Fetlock! —llamó—. Nos gustaría rendirnos. Tenemos a Caxton, y estamos dispuestos a entregarla.
En la voz de Heather había un rastro de decepción, pero no la suficiente como para apaciguar a Caxton.
—Ni uno sólo de vosotros tiene el más mínimo temple —murmuró Laura—. ¿Ya lo habéis olvidado? ¿Habéis olvidado lo que puede hacer un vampiro?
—No —le respondió Glauer—. Nunca lo olvidaré. Estuve en Gettysburg. Vi lo que le sucedió a Jameson Arkeley. Y ahora he visto lo que te han hecho a ti. —Los cañones de la escopeta presionaron un poco más contra la parte posterior de la cabeza de ella—. Muy despacio, saca tus armas, todas, y déjalas caer al suelo. Clara, tú recógelas.
Caxton obedeció. Sabía que Glauer ya había localizado todas las armas que cargaba; era una habilidad a la que llamaban «cacheo visual», y consistía en estudiar la ropa de alguien para ver todos los bultos y ahuecamientos poco naturales donde pudieran ocultarse armas. Glauer era bastante bueno en eso, dado que lo había entrenado ella misma. Le puso el seguro a la Glock, y luego la dejó caer con cuidado delante de sí. De detrás sacó la otra pistola que llevaba metida dentro del pantalón, una Beretta, e hizo lo mismo. Luego el cuchillo del calcetín derecho, y el aerosol de pimienta del bolsillo.
—Eso es todo.
—Bien —dijo Glauer, mientras Clara se llevaba las armas. Eso lo sintió como la peor traición de todas. Como si ella hubiera sido un león, y ellos le hubieran arrancado todos los dientes y garras.
—Que todos permanezcan quietos hasta que estemos preparados.
—Entendido —dijo Clara.
En el claro, las unidades del SWAT estaban preparadas, por si acaso aquello fuera una trampa. Fetlock volvió a hablar por el megáfono.
—Que todas las unidades permanezcan alerta. Disparen contra cualquier cosa que parezca sospechosa. Saquen a Caxton despacio, donde yo pueda verla.
Glauer la hizo avanzar hacia el claro. No hizo falta empujarla mucho. Sabía que estaba perdida. Levantó las manos con cuidado por encima de la cabeza. Por lo general se las habría puesto detrás de la cabeza, con los dedos entrelazados, pero no quería que Glauer pensara que intentaba arrebatarle la escopeta. La hizo pasar entre dos casas prefabricadas, y luego le dijo que se detuviera cuando aún estaban a diez metros de la posición avanzada de las unidades del SWAT. De inmediato la apuntó una docena de armas.
—¿Todo esto por un solo sujeto? —preguntó ella.
Nadie le respondió.
—¿Es usted, Glauer? Espero un informe completo —vociferó Fetlock—. Muy bien. Entréguesela al sargento Howell.
Uno de los miembros del SWAT avanzó, apuntando a la cara de Caxton. Con la mano libre la sujetó por el cuello y la empujó hacia abajo, para luego soltar el arma, que quedó colgando de la correa, con el fin de esposarle las manos a la espalda.
—Al suelo, boca abajo —le ordenó. Ella obedeció. Él la registró a conciencia, y luego le puso grilletes en los pies. Ella no intentó levantarse.
Avanzaron otros cuatro miembros del SWAT. La levantaron por los antebrazos y los muslos, y se la llevaron, aún boca abajo. Ella no se resistió ni intentó quedar laxa. Tenían modos de ocuparse de la gente que resistía, aunque lo hicieran de forma pasiva, y no quería que le echaran gas pimienta a los ojos. Ya había sufrido el aerosol de pimienta con demasiada frecuencia en la vida. La transportaron un trecho, y luego oyó abrirse las puertas de un furgón celular, dentro del cual la metieron. A lo largo de ambos lados del compartimento posterior del furgón había bancos de acero con puntos de anclaje para varios tipos de cadenas y grilletes, pero no la instalaron en un asiento, sino que la tumbaron boca abajo en el suelo y la dejaron allí, como si temieran tocarla más de lo imprescindible. No cerraron la puerta tras ella.
Durante un largo rato no pareció suceder nada. No podía ver nada, ni siquiera cuando se atrevió a levantar la cabeza. La parte posterior del furgón estaba dirigido hacia la carretera de salida de La Hondonada, y allí no había nada más que el polvo que los polis habían levantado al entrar. Aún no se había posado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde su llegada? Unos minutos, como mucho, aunque parecía más.
A su alrededor oía radios que vociferaban y hombres que hablaban en voz baja. Sabía lo que estaba pasando porque recordaba la sensación. Aquello era la calma posterior a una operación importante, el momento en que los policías simplemente iban de un lado a otro, aún esperando que algún lunático drogado efectuara otro disparo, preparados para cualquier cosa, aunque también sabían que no era probable que ocurriese nada. Era el momento en que se había restablecido la paz pero nadie lo creía de verdad. Muchísimas cosas tenían que hacerse todavía. Había que establecer perímetros, asegurarlos y hacer una doble comprobación para garantizar que eran seguros, y luego esperar a que los aprobaran los oficiales. Las bajas tenían que ser contadas, evaluadas, atendidas y retiradas de la escena. («Glynnis —pensó—. Glynnis sí que había demostrado tener agallas.») Había que poner en orden cada detalle, registrarlo, y luego transmitirlo al cuartel general para que supieran que los efectivos que estaban en la escena se encontraban a salvo.
Sólo entonces, después de todo eso, se atrevería Fetlock a salir de su centro móvil de mando. Ella sabía con total exactitud adónde iría primero. Así que no se sorprendió cuando él fue hasta la parte posterior del furgón y se quedó mirándola.
Ella esperaba que se regodeara. No lo hizo. Aquél era un importante logro para él. Ella había sido una fugitiva durante dos años, y su captura eliminaría una importante mancha del expediente de Fetlock. Pero no parecía particularmente contento. Daba la impresión de que aún esperaba algo más. Tal vez quería que ella llorara, o diera alguna señal de que él la había vencido de verdad. O tal vez se tratara de alguna otra cosa.
—Ya me han asegurado —le dijo ella, como si todavía fuera policía. Como si él esperara su informe—. ¿Van a llevarme de vuelta a la cárcel? —preguntó. No se sentía con la energía suficiente como para amenazar o bravuconear.
—Todavía no —replicó él, y nada más. Le hizo un gesto con la cabeza a alguien que ella no veía, y las puertas del furgón se cerraron y la dejaron a oscuras.
Había algo raro. Algo estaba sucediendo.
Y ella no tenía ni idea de qué podía ser.
La defensa de La Hondonada se derrumbó de modo repentino. Los hombres dejaron caer las armas y las mujeres retrocedieron hacia sus casas, donde las esperaban sus hijos. Los policías de cazadora azul se movieron con rapidez por el pequeño pueblo, mientras las unidades del SWAT los cubrían. Los brujetos fueron reunidos con eficiencia, y sus manos sujetas a la espalda con esposas de plástico. Los llevaron al claro y comprobaron sus nombres de acuerdo con una lista.
—Di lo que quieras de Fetlock, y yo misma añadiré algunos selectos improperios, pero hay que reconocer que sabe mantener su pellejo intacto —comentó Clara, mientras esperaba para saber cuál sería su suerte. Había salido de entre los árboles con Urie Polder en cuanto hubo pasado la amenaza. En ese momento estaba sentada con Glauer, ambos con la espalda apoyada contra el centro móvil de mando, las manos siempre a plena vista. Ninguno de los agentes los cubría de modo activo con un arma, pero eso podría haberse debido sólo a la cortesía profesional, o bien a que todas las fuerzas del orden allí presentes tenían cosa mejores que hacer.
Los agentes de cazadora azul se movían con rapidez entre las cabañas y las casas prefabricadas para reunir a las mujeres con sus hijos. A las familias se les permitía permanecer juntas, pero debía conocerse el paradero de todos. Era la práctica habitual. La Hondonada había presentado resistencia armada a una redada policial. No se dejaba ningún resistente potencialmente peligroso dentro de las casas; siempre cabía la posibilidad de que alguien hiciera una estupidez y un policía resultara herido.
Se recogieron todas las armas de fuego que había en La Hondonada, se tomó nota de ellas y se las tachó de otra lista. Se expulsaron las balas de las recámaras (y se tomó nota de ellas en formularios separados), se insertaron bloqueadores de plástico para gatillos, y luego las armas fueron metidas en bolsas de plástico para pruebas, que sellaron a continuación. Las metieron dentro de un armario del centro móvil de mando, que cerraron con un candado. Otras armas potenciales —cualquier cosa más grande que un cuchillo de pelar— fueron identificadas y guardadas de modo similar.
La única baja de la redada, Glynnis, fue metida dentro de un saco para cadáveres que se llevaron a toda prisa para que nadie pudiera verla. Con el fin de que su muerte no pudiera inspirar a nadie a comenzar otra vez la lucha. Clara lo agradeció. Sabía que no se la podía culpar completamente por la muerte de Glynnis. La mujer se había resistido al arresto contra dos unidades del SWAT armadas hasta los dientes. No podía decirse que fuera una espectadora inocente que se había visto atrapada en un fuego cruzado. Y Clara no tenía ni idea de que el hecho de llamarla rompería su concentración, ni de lo que sucedería entonces.
Sin embargo…
Pasaría mucho tiempo antes de que se perdonara, si es que llegaba a hacerlo. Glynnis había estado viva. Había tenido una vida, una comunidad, probablemente amigos y familia. Y ahora estaba muerta. Si Clara hubiera mantenido la boca cerrada, puede que las cosas hubiesen salido de un modo diferente.
Intentó distraerse preguntándose cómo se había podido fastidiar todo aquello. No había ninguna respuesta inmediata, así que se volvió hacia Glauer para ver si él tenía alguna idea. Glauer se limitaba a observarlo todo, moviendo de vez en cuando la cabeza, como si confirmara alguna intuición profunda.
—¿Qué sucede? —preguntó Clara cuando no pudo aguantar más.
—¿Eh?
Ella dio un resoplido.
—Estás pensando algo. Te conozco lo bastante bien como para saber que tu cerebro está trabajando.
Él se encogió de hombros.
—Nosotros hemos conducido a Fetlock hasta aquí, ¿verdad? Una maquinación muy buena por su parte. Cuando luchamos contra aquellos medio muertos, cuando tuvimos pruebas reales, él movió ficha. Te despidió. Me apartó a mí del caso. —Volvió a encogerse de hombros—. Sabía en qué dirección íbamos a saltar. Directamente hacia Caxton.
—Sí —dijo Clara, con las mejillas ardiendo. Habían actuado de un modo tan predecible… Y como resultado, Caxton había perdido la libertad. Tras haber visto en qué se había convertido Caxton, Clara suponía que probablemente era algo positivo. Pero la verdad era que no le gustaba cómo la habían utilizado.
—Todo eso tiene sentido, sin duda —continuó Glauer—. Pero hay algo que no deja de intrigarme. La información que tienen es demasiado exacta.
—¿Qué?
Glauer señaló con un gesto de la cabeza a un hombre que se encontraba de pie a una docena de metros de distancia, y que recorría con un bolígrafo una lista impresa. Otros policías estaban apilando varios objetos raros ante él: huesos de vaca que tenían inscritos diminutos signos hex. Manojos de plumas. Palos hechos con tallos de salvia secos, bien apretados entre sí y atados con bramante.
—Él sabía con exactitud lo que iba a encontrar aquí. Tiene una lista de nombres, los nombres de todos los habitantes del pueblo. A pesar de que esta gente vivía en el anonimato. Es probable que la mitad de ellos no tengan ni certificado de nacimiento. Pero él conoce sus nombres. ¿Cómo?
—¿Qué estás sugiriendo?
Glauer se encogió de hombros otra vez. Luego chasqueó la lengua.
—Nosotros no le hemos dado esos nombres. Nos necesitaba para que lo trajéramos hasta aquí, pero ya sabía lo suficiente como para…
—Todo será explicado —dijo Fetlock.
Clara se puso en pie de un salto, con torpeza, manteniendo las manos visibles ante sí. No lo había visto ir hacia ellos; era como si hubiera salido de la nada.
—Marshal Fetlock —dijo.
—Señorita Hsu. —Fetlock no la miraba. Estaba demasiado ocupado en observar el claro, repasando visualmente las diversas acciones que había organizado, tal vez. —Agente Glauer. Quiero que vengan conmigo… estoy a punto de entrevistar a Urie Polder. Si me son de utilidad en esa entrevista, les prometo que les daré a conocer el gran secreto.
Clara se volvió hacia Glauer, y ambos intercambiaron una mirada de desconcierto. Aquello no era para nada propio de Fetlock. Nunca permitía que nadie conociera la totalidad de la historia.
Como si les leyera el pensamiento, Fetlock continuó.