Antes de dirigirnos al coche les pedí una manta. No quería que me viera el secuestrador, que suponía que estaba cerca, o que alguien pudiera filmar la escena. No había ninguna manta, pero los policías evitaron que pudiera ser vista.
Una vez en el coche, me hundí lo más que pude en el asiento. Cuando el policía arrancó el motor y el coche se puso en movimiento, me invadió una gran sensación de alivio. ¡Lo había conseguido! ¡Había escapado!
En la comisaría de Deutsch-Wagram me recibieron como a una niña perdida. «¡No puedo creer que estés aquí! ¡Que estés viva!» Los policías que se habían encargado de mi caso me rodearon. La mayoría estaban convencidos de mi identidad, sólo uno o dos querían esperar a las pruebas de ADN. Me contaron cuánto tiempo habían estado buscándome. Que se habían creado comisiones especiales que luego habían sido disueltas por otros. Sus palabras me llegaban por todos lados. Yo estaba muy concentrada, pero hacía tanto tiempo que no hablaba con nadie que me agobiaba ver a tanta gente. Estaba desvalida en medio de ellos, me sentía muy débil y empecé a tiritar dentro de mi fino vestido. Una policía me dejó una chaqueta. «Tienes frío, ponte esto», dijo con gran amabilidad. Se lo agradecí mucho.
Echando la vista atrás me sorprende que entonces no me llevaran directamente a un lugar tranquilo ni esperaran al menos un día a hacer los interrogatorios. Al fin y al cabo, la mía era una situación excepcional. Durante ocho años y medio había creído al secuestrador cuando me decía que si escapaba morirían muchas personas. Me había escapado y nada de eso había ocurrido, a pesar de lo cual tenía el miedo tan metido en el cuerpo que ni siquiera en la comisaría de policía me sentía segura y libre. No sabía cómo debía enfrentarme a todas aquellas preguntas. Estaba indefensa. Hoy pienso que debían haberme dejado descansar un poco, con la asistencia correspondiente.
En aquel momento no cuestioné todo el jaleo que se montó. Sin un respiro, sin un momento de relajo, una vez confirmada mi identidad fui conducida a una habitación anexa. La amable policía que me había dado una chaqueta fue la encargada de tomarme declaración. «Siéntate y habla tranquilamente», dijo. Yo miré insegura a mi alrededor. La habitación, que estaba llena de papeles y poco ventilada, daba una impresión de trabajo eficiente. Fue la estancia en la que estuve más tiempo tras mi largo cautiverio. Aunque me había preparado mucho para ese momento, toda aquella situación me resultaba muy irreal.
Lo primero que me preguntó la mujer policía fue si me importaba que me tuteara. Tal vez fuera así más fácil, sobre todo para mí. Pero no quise. No quería ser la «Natascha» a la que se podía tratar como a un niño. Había escapado, era adulta, iba a luchar por tener un tratamiento adecuado.
La policía asintió, me preguntó algunas cosas sin importancia y pidió que me trajeran unos panecillos. «Coma algo, ha adelgazado mucho», me dijo. Sujeté en una mano el panecillo que me había ofrecido sin saber cómo debía comportarme. Estaba tan confusa que su ofrecimiento, su atención, me parecía una orden que yo no podía cumplir. Estaba demasiado inquieta para comer, y había pasado hambre durante demasiado tiempo. Sabía que si me comía todo ese panecillo, luego me dolería mucho la tripa. «No puedo comer nada», susurré. Pero se puso en marcha el mecanismo de aceptar un ofrecimiento. Mordisqueé la corteza del pan como un ratoncillo. Tardé un rato en sentirme algo más tranquila y poder concentrarme en la conversación.
La policía me inspiró confianza enseguida. Mientras que los hombres de la comisaría me intimidaban y me hacían mantenerme alerta, sentí que con una mujer podía estar más relajada. Hacía tanto tiempo que no había visto a una mujer que la observé con fascinación. Tenía el pelo oscuro, peinado hacia un lado, con algunas mechas más claras. Llevaba al cuello una cadena con un colgante de oro en forma de corazón, y en sus orejas brillaban unos pendientes. Me sentía a gusto con ella.
Entonces empecé a contarle todo. Desde el principio. Las palabras brotaban de mi interior. Con cada frase sobre mi secuestro me liberaba de un peso. Como si el horror fuera a desaparecer porque yo lo expresara en palabras en aquella sencilla oficina y quedara registrado en un informe. Le conté lo mucho que me alegraba de poder llevar una vida independiente, de adulta; que quería tener una vivienda propia, un trabajo, más tarde también una familia. Al final casi tenía la sensación de haber ganado una amiga. Cuando terminamos, la policía me regaló su reloj. Tuve la sensación de que otra vez era dueña de mi tiempo. Ya no estaría controlada por otros, ya no dependería de un programador que me dictaba cuándo había luz, cuándo estaba oscuro.
«Por favor, no conceda entrevistas —le pedí cuando se despidió de mí—, pero si, a pesar de todo, habla con los medios sobre mí, diga algo agradable.»
Se rió. «Le prometo que no concederé entrevistas. ¡Quién me va a preguntar a mí!»
La joven policía a quien había confiado mi vida mantuvo su palabra sólo durante unas horas. Al día siguiente ya había cedido a la presión de los medios y contaba en televisión detalles de mi toma de declaración. Más tarde me pidió disculpas por ello. Lo sentía mucho, pero la situación la había superado, igual que a todos los demás.
También sus colegas de la comisaría de Deutsch-Wagram se enfrentaron a la situación con notable ingenuidad. Nadie estaba preparado para el alboroto que desató la filtración de la noticia de mi autoliberación. Mientras que tras la primera declaración yo tuve que abandonar el plan que había trazado durante meses para ese día, en la comisaría de policía no había nada a qué recurrir. «¡Por favor, no informen a la prensa!», repetía yo una y otra vez. Pero ellos sólo se reían: «¡Aquí no viene nunca la prensa!». Estaban muy equivocados. Cuando esa tarde iba a ser conducida a la dirección de policía de Viena, ya estaba todo rodeado. Por suerte tuve la sangre fría de pedir una manta y echármela por encima de la cabeza antes de salir de la comisaría. Pero incluso bajo ella pude notar los flashes. «¡Natascha! ¡Natascha!», oía gritar por todos lados. Ayudada por dos policías, me dirigí a tropezones hasta el coche lo más deprisa posible. La foto de mis piernas blancas y llenas de manchas asomando por debajo de la manta, que también dejaba ver un trozo de mi vestido naranja, dio la vuelta al mundo.
De camino a Viena me enteré de que estaban buscando a Wolfgang Priklopil. Habían registrado la casa, pero no habían encontrado a nadie. «Se ha iniciado una gran búsqueda —me explicó uno de los policías—. Todavía no le tenemos, pero hasta el último de los agentes se ocupa de ello. El secuestrador no conseguirá esconderse ni huir al extranjero. Le vamos a coger.» A partir de aquel momento estuve esperando la noticia de que Wolfgang Priklopil se había suicidado. Yo había prendido la mecha de una bomba y ya no había forma de apagarla. Yo había elegido la vida. Al secuestrador sólo le quedaba la muerte.
Reconocí a mi madre al instante cuando entró en la inspección de policía de Viena. Habían pasado 3.096 días desde la mañana en que me había ido de la casa de Rennbahnweg sin despedirme. Ocho años y medio en los que el hecho de no haberme podido disculpar nunca por aquello me había roto el corazón. Una juventud sin familia. Ocho Navidades, todos los cumpleaños desde los once hasta los dieciocho, incontables noches en las que había ansiado una palabra, una caricia de ella. Ahora estaba ante mí, casi igual, como en un sueño que de pronto se hace realidad. Rompió en fuertes sollozos, y reía y lloraba al mismo tiempo cuando corrió hacia mí y me abrazó: «¡Mi niña! ¡Mi niña! ¡Estás otra vez aquí! ¡Sabía que volverías!». Yo aspiré con fuerza su olor. «¡Estás aquí! —susurraba mi madre una y otra vez—. ¡Natascha, estás otra vez aquí!» Nos abrazamos, estuvimos un rato unidas. El estrecho contacto corporal me resultaba tan extraño que empecé a sentirme mal.
Mis dos hermanas habían entrado tras ella en las oficinas, y también se echaron a llorar cuando nos abrazamos. Poco después vino mi padre. Se abalanzó sobre mí, me miró con incredulidad y buscó una cicatriz que me había dejado una herida cuando era pequeña. Luego me abrazó, me levantó por los aires y sollozó: «¡Natascha! ¡Eres tú!». El corpulento y fuerte Ludwig Koch lloraba como un niño, y yo lloraba con él.
«Te quiero», le susurré cuando tuvo que irse a toda prisa, como tantas veces cuando me dejaba en casa después de un fin de semana.
Es curioso lo normales que son las preguntas que se hacen después de tanto tiempo. «¿Viven todavía los gatos? ¿Sigues con el mismo novio? ¡Qué joven se te ve! ¡Cuánto has crecido!» Como si hubiera que acercarse al otro tanteando. Como si se entablara una conversación con un desconocido al que uno —por cortesía o porque no se tienen otros temas— no se quiere acercar demasiado. Para mí también era una situación sumamente difícil. Había sobrevivido los últimos años porque me había replegado en mí misma. No podía cambiar tan deprisa, y a pesar de la proximidad física notaba un muro invisible entre mi familia y yo. La veía tras un cristal, riendo y llorando, mientras se me acababan las lágrimas. Había vivido demasiado tiempo en una pesadilla, mi prisión psíquica seguía allí y se interponía entre nosotros. Veía a mi familia igual que ocho años antes, mientras que yo había dejado de ser una niña y me había convertido en una mujer adulta. Me sentía como si estuviéramos atrapados en diferentes burbujas de tiempo que se rozan levemente y después se separan. Ignoraba cómo habían pasado los últimos años, qué había ocurrido en su mundo. Pero sabía que no había palabras para expresar lo que yo había vivido… y que no podía mostrar los sentimientos que se agolpaban en mi interior. Hacía tanto tiempo que los había apartado de mí que no me resultaba nada fácil abrirles la puerta a mi zulo emocional.
El mundo al que regresé ya no era el mismo que había abandonado. Y yo tampoco era la misma. Ya nada sería como antes, nunca. Eso lo tuve claro cuando le pregunté a mi madre: «¿Qué tal está la abuela?». Mi madre bajó la mirada muy afligida: «Murió hace dos años. Lo siento mucho». Yo tragué saliva, y arrinconé enseguida la triste noticia bajo la dura coraza que me había creado durante el cautiverio. Mi abuela. Los recuerdos se agolparon en mi cabeza. El olor a aguardiente francés y a velas de Navidad. Sus delantales, la sensación de cercanía, su imagen que tantas noches me había acompañado en el zulo.
Después de que mis padres hubieran cumplido su «tarea» y me hubieran identificado, fueron conducidos al exterior. Mi tarea ahora consistía en estar a disposición de las autoridades. Seguí sin poder tener un momento de descanso para mí.
La policía estableció que una psicóloga me prestaría apoyo en los días siguientes. Me preguntaron una y otra vez cómo se podía conseguir que el secuestrador se entregara. Yo desconocía la respuesta. Estaba segura de que se iba a suicidar, pero no sabía cómo ni cuándo. Oí decir que habían buscado explosivos en la casa de Strasshof. A última hora de la tarde la policía había descubierto el zulo. Mientras yo estaba sentada en una oficina, los especialistas registraban, vestidos con monos blancos, el habitáculo que durante ocho años había sido mi prisión y mi refugio. Yo me había despertado allí tan sólo unas horas antes.
Por la tarde fui conducida en un vehículo civil a un hotel de Burgenland. Después de que mi búsqueda por parte de la policía vienesa resultara infructuosa se había hecho cargo del caso una comisión especial de Burgenland. Ahora pasaba a estar bajo su custodia. Cuando llegamos al hotel era ya de noche. Acompañada por la psicóloga, los funcionarios me llevaron a una habitación con una cama doble y un cuarto de baño. Toda la planta había sido desocupada y ahora era vigilada por hombres armados. Temían una venganza del secuestrador, al que todavía no habían encontrado.
Pasé la primera noche en libertad con una policía psicóloga que no paraba de hablar, pero cuyas palabras fluían por encima de mí como una corriente continua. Otra vez había sido aislada del mundo exterior, para mi protección, según aseguraba la policía. Tenían razón, pero casi me vuelvo loca en esa habitación. Me sentía encerrada y sólo tenía un único deseo: oír la radio. Saber qué había pasado con Wolfgang Priklopil. «Créame, no es bueno para usted», me repetía la psicóloga una y otra vez. En mi interior, yo me negaba, pero hice lo que me indicaba. Esa noche me di un baño. Me sumergí en el agua e intenté relajarme. Podía contar con los dedos de las manos las veces que me había dado un baño en los años de cautiverio. Por fin podía preparármelo yo y echar todo el gel que quisiera. Pero no pude disfrutar de él. En algún sitio, ahí afuera, estaba el hombre que durante ocho años y medio había sido la única persona en mi vida y que ahora buscaba una forma de suicidarse.
Conocí la noticia al día siguiente, en el coche de policía que me llevaba de regreso a Viena. «¿Se sabe algo nuevo del secuestrador?», fue mi primera pregunta nada más subir al coche.
«Sí —dijo el policía con voz cautelosa—. El secuestrador ha muerto. Se ha suicidado. Se ha tirado delante de un tren a las 20.59 horas en la Estación del Norte de Viena.»
Alcé la cabeza y miré por la ventana. Fuera se extendía el suave paisaje de verano de Burgenland a lo largo de la autopista. Una bandada de pájaros alzó el vuelo en un campo de cultivo. El sol estaba en lo alto del cielo y sumía los prados medio agostados en una cálida luz. Respiré profundamente y estiré los brazos. Una sensación de calidez y seguridad inundó mi cuerpo, desde el estómago hasta las puntas de los dedos de las manos y los pies. Sentí alivio. Wolfgang Priklopil ya no existía. Se acabó.
Era libre.
You don't own me
I'm not just one of your many toys
You don't own me.
You Don't Own Me,
John Mandara y David White
cantada por Lesley Gore
Los primeros días de mi nueva vida en libertad los pasé en el Hospital General de Viena, en la sección de psiquiatría infantil y juvenil. Fue una entrada lenta, cautelosa, en la vida normal, y también un preludio de lo que me esperaba. Estaba muy bien cuidada, pero internada en una sección cerrada que no podía abandonar. Aislada del mundo exterior, al que yo había escapado para salvarme, me relacionaba en la sala de descanso con jóvenes anoréxicas y niños que se autolesionaban. Fuera, tras los muros protectores, me aguardaba una avalancha de medios. Los fotógrafos trepaban a los árboles para hacerme la primera foto. Los reporteros intentaban colarse en el hospital vestidos de enfermeros. Mis padres fueron abrumados con miles de propuestas de entrevistas. Mi caso era el primero, según los expertos en medios de comunicación, en el que los medios austríacos y alemanes, siempre tan comedidos, habían traspasado todos los límites. Aparecieron fotos de mi zulo en los periódicos. La puerta de hormigón estaba abierta. Las pocas pero valiosas pertenencias que tenía, mis diarios y mi par de vestidos, aparecían revueltos sin piedad por los hombres vestidos con trajes protectores blancos. Sobre mi escritorio y mi cama había carteles amarillos con números. Tuve que ver cómo mi pequeña vida privada, tanto tiempo oculta, saltaba a las portadas de los periódicos. Todo lo que había conseguido ocultar al secuestrador aparecía ahora deformado ante la opinión pública, que se montaba su propia verdad.