3.096 días (25 page)

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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

BOOK: 3.096 días
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«Gracias, no necesitamos nada», oí una voz a mi espalda. Luego una mano me sujetó el brazo. «Gracias, no necesitamos nada. Y por si no nos volvemos a ver: buenos días. Buenas tardes. Buenas noches.» Como en El Show de Truman.

Me arrastré por el almacén como en trance. Adelante, adelante. Había desaprovechado mi oportunidad, aunque tal vez nunca tuve ninguna. Me sentía como atrapada en una burbuja transparente, mis brazos y piernas se movían en una masa gelatinosa pero no llegaban a romper la piel. Fui dando traspiés por los pasillos y vi gente por todas partes: pero hacía tiempo que no formaba parte de ellos. Yo ya no tenía derechos. Era invisible.

Después de esa experiencia tuve claro que no podía pedir ayuda. ¿Qué sabían las personas del exterior del abstruso mundo en el que yo estaba atrapada? ¿Y quién era yo para arrastrarles hasta él? ¿Qué culpa tenía ese amable vendedor de que yo hubiera aparecido justo en su tienda? ¿Qué derecho tenía yo a exponerle al peligro que suponía Priklopil? Su voz había sonado neutral y no revelaba su nerviosismo. Aunque yo casi había podido oír su corazón latiendo con fuerza en su pecho. Luego su mano agarrando mi brazo, su mirada taladrándome la espalda mientras avanzábamos por el almacén. La amenaza de matar poseído por una locura homicida. A lo que se unía mi debilidad, mi impotencia, mi fracaso.

Esa noche estuve mucho tiempo despierta. Tenía que pensar en el acuerdo al que había llegado con mi segundo yo. Tenía diecisiete años, el momento en el que quería poner en práctica ese acuerdo se acercaba cada vez más. El incidente en el almacén me había hecho ver que tenía que hacerlo yo sola. Pero al mismo tiempo sentía que mi fuerza iba disminuyendo y que cada vez me hundía más en el mundo paranoide y extraño que el secuestrador había levantado para mí. Pero ¿cómo debía transformarse mi yo acobardado y angustiado en el yo fuerte que debía tomarme de la mano y sacarme de aquella prisión? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que iba a necesitar una fuerza y una autodisciplina infinitas. Y tenía que sacarlas de alguna parte.

En aquel momento me sirvieron de gran ayuda las conversaciones con mi segundo yo y las anotaciones. Había empezado una segunda serie de hojas: ahora ya no sólo registraba los malos tratos a los que era sometida, sino que intentaba darme ánimos por escrito. Palabras de aliento que buscaba cuando estaba en lo más bajo y que luego me leía a mí misma en voz alta. A veces eran como un silbido en el bosque oscuro, pero funcionaban.

Mantenerse firme cuando dice que eres demasiado tonta para todo.

Mantenerse firme cuando te golpea.

No hacer caso cuando dice que eres una inútil.

No hacer caso cuando dice que tú no puedes vivir sin él.

No reaccionar cuando apaga la luz.

Perdonarle todo y no seguir enfadada.

Ser más fuerte.

No rendirse.

No rendirse nunca, nunca.

Mantenerse firme, no rendirse nunca. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Hasta entonces mis pensamientos siempre se habían concentrado en torno a la idea de salir del sótano, de aquella casa. Ya lo había conseguido. Y no había cambiado nada. En el exterior seguía tan atrapada como en el interior. Los muros externos parecían haberse hecho más permeables, mis muros internos estaban más reforzados que nunca. A ello se sumaba el hecho de que nuestras «excursiones» al exterior ponían a Wolfgang Priklopil al borde del pánico. Atrapado entre su sueño de llevar una vida normal y el temor a que yo lo desbaratara todo con un intento de fuga o con mi comportamiento, cada vez se mostraba más inquieto y descontrolado. Aunque supiera que me tenía encerrada en la casa. Sus ataques de ira fueron cada vez más frecuentes, de lo que, naturalmente, me culpaba a mí, y sufría ilusiones paranoides. No parecía tranquilizarle mi actitud temerosa, acobardada, en el exterior. No sé si en realidad pensaba que fingía. Mi incapacidad para hacer una representación así fue evidente en una salida a Viena que tenía que haber puesto fin a mi cautiverio.

Íbamos por la Brünnerstrasse cuando de pronto se formó un atasco. Un control de policía. Ya de lejos vi el coche parado y los policías de uniforme que hacían señas a los automóviles. Priklopil tomó aire con fuerza. Apenas cambió su postura unos milímetros, pero observé que sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que se le pusieron blancos los nudillos. Aparentemente estaba muy tranquilo cuando paró el coche junto a la acera y abrió la ventanilla. «¡Permiso de conducción y documentación del coche, por favor!» Yo alcé la cabeza con cautela. El policía era sorprendentemente joven, su voz sonaba firme, pero amable. Priklopil buscó los papeles mientras el agente le observaba con atención. Su mirada sólo me rozó levemente. En mi cabeza surgió una palabra que vi flotar en el aire dentro de un gran globo, como en los cómics: ¡SOCORRO! Lo veía tan claro que no podía creer que el policía no reaccionara al instante. Pero él cogió los papeles sin inmutarse lo más mínimo y los examinó.

¡Socorro! ¡Sáqueme de aquí! ¡Está ante un delincuente! Yo guiñaba y movía los ojos como si fueran señales en Morse. Debía parecer que me había dado un ataque de cualquier cosa. Aunque sólo era un SOS desesperado, lanzado por los párpados de una esquelética adolescente sentada junto al conductor de una furgoneta blanca.

Las ideas se mezclaron en mi cabeza. ¿Tal vez podía saltar del coche y echar a correr? Podía ir hasta el coche patrulla, estaba justo delante de mí. Pero ¿qué debía decir? ¿Me harían caso? ¿Y si no me creían? Priklopil iría a por mí, pediría disculpas por las molestias y porque su sobrina trastornada hubiera causado tal alboroto. Y, además, un intento de fuga era el peor tabú que yo podía romper. No quería ni imaginar lo que me esperaba si fallaba. Pero ¿y si funcionaba? Vi cómo Priklopil pisaba el acelerador y el coche arrancaba y hacía chirriar las ruedas. Luego perdía el control y se iba al carril contrario. Ruido de frenos, cristales rotos, sangre, muerte. Priklopil está inconsciente encima del volante, las sirenas se acercan desde lejos.

«¡Todo en orden, gracias! ¡Buen viaje!» El policía lanzó una leve sonrisa, luego le entregó a Priklopil los papeles por la ventanilla. No tenía ni idea de que había parado al vehículo en el que casi ocho años antes había sido secuestrada una pequeña niña. No tenía ni idea de que esa pequeña niña llevaba ocho años atrapada en el sótano de su secuestrador. No sabía lo cerca que estaba de encubrir un delito y convertirse en testigo de una conducción suicida. Habría bastado una sola palabra mía, un paso valiente para salir del coche. Pero en vez de eso, me quedé sentada y cerré los ojos mientras el secuestrador arrancaba.

Había dejado pasar la mejor oportunidad para escapar de aquella pesadilla. Después me he dado cuenta de que en aquel momento no tuve en cuenta una opción: hablar con el policía. Mi temor a que Priklopil le hiciera algo a quien entrara en contacto conmigo era demasiado grande.

Era una esclava, dependía de él. Valía menos que un animal doméstico. Ya no tenía ni siquiera voz.

Durante mi cautiverio siempre estaba soñando con ir a esquiar en invierno. El cielo azul, el sol sobre la nieve resplandeciente que cubre el paisaje con un suave manto impoluto. El crujido bajo los zapatos, el frío que enrojece las mejillas. Y luego un cacao caliente, como antes, cuando iba a patinar sobre hielo.

Priklopil era un buen esquiador que en los últimos años de mi cautiverio hacía frecuentes salidas de un día a la montaña. Mientras yo preparaba sus cosas y repasaba sus listas elaboradas con minuciosidad, él ya se mostraba inquieto. La cera para los esquís. Los guantes. Las barritas de cereales. La crema solar. El bálsamo para los labios. El gorro. A mí me ahogaba la nostalgia cada vez que me encerraba en el sótano y se marchaba a la montaña para deslizarse por la nieve. No podía imaginar nada más bonito.

Poco antes de que cumpliera dieciocho años empezó a mencionar la posibilidad de llevarme un día con él a esquiar. Para él suponía un gran paso hacia la ansiada normalidad. Puede ser que también quisiera ver cumplido un deseo. Pero ante todo se trataba de la confirmación de que su secuestro estaba por fin coronado con el éxito. Si yo tampoco me escapaba en las montañas, sentiría que lo había hecho todo bien.

Los preparativos duraron varios días. El secuestrador repasó toda su ropa vieja de esquiar y me dio algunas cosas para que me las probara. Me valía uno de los anoraks, un modelo de los años setenta. Pero no tenía pantalones de esquí. «Te compraré unos —me prometió el secuestrador—. Iremos un día de compras.» Parecía entusiasmado y, por un instante, feliz.

El día que fuimos al Donauzentrum yo tenía la tensión por los suelos. Estaba muy desnutrida y apenas podía sostenerme sobre las piernas cuando subí al coche. Fue una extraña sensación visitar el centro comercial por el que había paseado tantas veces con mis padres. Hoy se encuentra a tan sólo dos estaciones de metro de Rennbahnweg, entonces eran un par de paradas de autobús. El secuestrador se mostraba muy, muy seguro.

El Donauzentrum es el típico centro comercial de las afueras de una ciudad. Las tiendas se alinean una junto a otra en dos plantas, huele a palomitas y patatas fritas, la música está demasiado alta y apenas deja oír las voces de los numerosos jóvenes que, a falta de otros sitios donde quedar, se reúnen ante las tiendas. Hasta las personas que están acostumbradas a tales masas de gente suelen sentirse enseguida agobiadas y están deseando tener un momento de tranquilidad y aire fresco. El ruido, la luz y el gentío se convirtieron para mí en un muro, en una espesura impenetrable en la que no me podía orientar. Con gran esfuerzo, intenté recordar. ¿No era esa la tienda donde mi madre…? Por un breve instante me vi como una niña pequeña buscando unos leotardos. Pero las imágenes del presente eran más fuertes. Había gente por todas partes: jóvenes, adultos con grandes bolsas de colores, madres con sillitas de bebé, un auténtico lío. El secuestrador me dirigió hacia una tienda de ropa muy grande. Un laberinto lleno de percheros, mesas y maniquíes que presentaban la moda de invierno con una inexpresiva sonrisa en la cara.

Los pantalones de la sección de adultos no me estaban bien. Mientras Priklopil me traía uno tras otro al probador, una figura triste me miraba desde el espejo. Yo estaba blanca como una pared, con el pelo todo alborotado, y tan delgada que incluso la talla XS me estaba grande. Me resultaba tal tortura andar poniéndome y quitándome ropa que me negué a repetir toda la operación en la sección infantil. El secuestrador tuvo que ponerme los pantalones de esquiar delante del cuerpo para comprobar el tamaño. Cuando por fin se quedó satisfecho, apenas podía mantenerme de pie.

Me alegré de volver a sentarme por fin en el coche. Durante el viaje de vuelta a Strasshof tenía la cabeza a punto de estallar. Después de casi ocho años de aislamiento era incapaz de asimilar tantas impresiones.

Los posteriores preparativos del viaje también apagaron mi alegría. Una atmósfera de extraña tensión lo envolvía todo. El secuestrador estaba intranquilo e inquieto, me hacía reproches por lo mucho que yo le estaba costando. Me hizo calcular, con la ayuda de un mapa, la distancia exacta hasta la estación de esquí y la cantidad de gasolina que íbamos a necesitar. A lo que había que sumar los remontes, el alquiler del material, algo de comida… para su avaricia enfermiza eran grandes sumas de dinero desperdiciado. ¿Y todo para qué? Para que yo en cualquier momento le traicionara y abusara de su confianza.

Cuando su puño golpeó la mesa con fuerza, se me cayó el lápiz de la mano. «¡Te aprovechas de mi benevolencia! ¡Sin mí no eres nada, nada!»

No hacer caso cuando dice que tú no puedes vivir sin él. Alcé la cabeza y le miré. Y me sorprendió ver un atisbo de miedo en su rostro descompuesto. Ese viaje a esquiar era un auténtico riesgo. Un riesgo que no asumía para concederme un viejo deseo. Para él era una puesta en escena que hacía posible que sus fantasías cobraran vida. Cómo su «compañera» se desliza por la nieve junto a él, cómo le admira porque esquía tan bien. La fachada perfecta, una imagen de sí mismo alimentada por el sometimiento y la humillación, por la destrucción de mi yo.

Yo no tenía ganas de participar en esa absurda obra de teatro. De camino al garaje le dije que quería quedarme en casa. Vi cómo se oscurecían sus ojos, luego explotó: «¡Que te lo has creído!», me gritó. Luego levantó el brazo. Tenía en la mano la barra de hierro con la que conseguía acceder a mi zulo. Tomé aire, cerré los ojos e intenté encogerme interiormente. La barra me golpeó con toda furia en el muslo. La piel se rompió al instante.

Cuando al día siguiente íbamos por la autopista, él estaba muy animado. Yo, en cambio, me sentía vacía. Para disciplinarme, me había privado de nuevo de luz y comida. La pierna me ardía. Pero todo estaba bien, íbamos a las montañas. Las voces se entremezclaban en mi cabeza.

¡Tenía que coger como fuera las barritas de cereales que llevaba en el abrigo de esquiar!

¡En el bolsillo hay algo de comida!

Entretanto una pequeña voz me decía muy bajito: «Tienes que escapar. Esta vez tienes que conseguirlo».

Dejamos la autopista en Ybbs. Las montañas fueron emergiendo de la niebla ante nosotros. Nos detuvimos en Göstling para alquilar los esquís. El secuestrador tenía un miedo especial a este momento. Tenía que entrar conmigo en una tienda en la que era inevitable el contacto con los empleados. Me preguntarían si se me ajustaban bien las botas y yo tendría que responderles.

Antes de bajarnos del coche me advirtió con especial insistencia que mataría a cualquiera a quien yo pidiera ayuda… y a mí también.

Cuando abrí la puerta del coche tuve una sensación extraña. El aire estaba frío y olía a nieve. Las casas se alineaban a lo largo del río y, con la nieve en los tejados, parecían galletas con un glaseado de azúcar. Las montañas se alzaban a derecha e izquierda. No me habría sorprendido que el cielo fuera verde, tan irreal me resultaba todo.

Cuando Priklopil me condujo por la puerta de la tienda de alquiler sentí el aire caliente y húmedo en la cara. Algunas sudorosas personas con anorak esperaban ante la caja, rostros expectantes, risas; entremedias, el sonido de los cierres de las botas de esquiar. Un empleado se acercó a nosotros. Muy bronceado y jovial, el típico monitor de esquí con voz fuerte y firme, que gasta bromas de forma casi rutinaria. Me trajo unas botas del número 37 y se puso de rodillas delante de mí para ajustármelas bien. Priklopil no me quitaba la vista de encima cuando le dije al vendedor que las botas me estaban bien. No podía imaginar un lugar más inapropiado que esa tienda para mencionar un delito. Todo era relajado y alegre, eficiencia y rutina para disfrutar del tiempo libre. No dije nada.

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