3.096 días (16 page)

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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

BOOK: 3.096 días
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Hoy creo que, con ese horrible secuestro, Wolfgang Priklopil no pretendía otra cosa que crearse su pequeño mundo sagrado con una persona que estaba ahí sólo para él. Jamás lo habría conseguido por la vía normal, y por eso decidió hacerse con alguien a la fuerza para formarla a su gusto. En el fondo quería lo que todo ser humano busca: amor, reconocimiento, calor. Quería una persona para quien él fuera el ser más importante del mundo. Y no pareció encontrar otra vía para conseguirlo que secuestrar a una pequeña y tímida niña de diez años y apartarla del mundo exterior hasta que pudiera «crear» una persona nueva desde el punto de vista psíquico.

El año que cumplí once años me despojó de mi historia y mi identidad. Yo no debía ser más que un trozo de papel en blanco en el que él pudiera escribir sus enfermizas fantasías. Me negó incluso mi imagen en el espejo. Aunque no podía tener trato social con otra persona que no fuera él, al menos quería ver mi cara reflejada en el espejo, para no perderme del todo. Pero nunca me concedió el deseo de tener un pequeño espejo. Cuando años más tarde vi mi imagen por primera vez, no encontré los rasgos infantiles de antes, sino un rostro desconocido.

¿Me creó realmente? Hoy no sé dar una respuesta clara cuando me planteo esta pregunta. Por un lado, al secuestrarme a mí dio con la persona equivocada. Yo siempre me resistí a sus intentos de anularme y convertirme en creación suya. Jamás consiguió quebrantarme.

Por otro lado, sus intentos de hacer de mí una persona nueva cayeron en suelo fértil. Antes del secuestro estaba tan harta de mi vida y tan insatisfecha conmigo misma que había decidido cambiar. Sólo unos minutos antes de pasar junto a su furgoneta había pensado en tirarme delante de un coche. Hasta tal punto odiaba la vida que me veía obligada a llevar.

Como es natural, sentí una enorme tristeza cuando me prohibió mencionar mi propia historia. Me parecía muy injusto no poder ser quien era, ni hablar del profundo dolor que me producía la pérdida de mis padres. Pero ¿qué había quedado de mi propia historia? Ya se componía sólo de recuerdos que tenían poco que ver con el mundo real, que había seguido su curso en el exterior. Ya no existía mi clase del colegio, mis pequeños sobrinos habían crecido y ni siquiera me reconocerían si me presentara de pronto ante ellos. Y es posible que mis padres se sintieran aliviados por no tener que discutir más por mi causa. Al aislarme de todo durante tanto tiempo, el secuestrador había creado las condiciones perfectas para robarme mi pasado. Pues aunque yo mantuve siempre la opinión de que el secuestro era un grave delito, su insistencia en que le considerara mi salvador fue calando cada vez más en mi subconsciente. Para mí era mucho más fácil, en el fondo, ver al secuestrador como un salvador que como un ser malvado. En el desesperado intento de destacar los aspectos positivos del secuestro para no derrumbarme me decía a mí misma: ya no puede pasar nada peor. A diferencia de lo ocurrido en otros casos que había visto en la televisión, hasta entonces el secuestrador no me había violado ni asesinado.

Pero el robo de mi identidad también me dio una nueva libertad. Cuando hoy echo la vista atrás y pienso en esa sensación, me resulta incomprensible y paradójica dada la situación de privación total de libertad en que me encontraba. Pero entonces me sentía libre de prejuicios por primera vez en mi vida. Ya no era la pequeña pieza suelta en un mundo en el que los papeles estaban ya repartidos hacía tiempo y en el que a mí se me había adjudicado el de niña gorda y poco agraciada; en el que me había convertido en una pelota que se pasaban los adultos, cuyas decisiones a veces no entendía.

Yo estaba sometida a una represión total, había perdido mi libertad de movimiento y una sola persona decidía sobre cada detalle de mi vida. Pero esta forma de represión y manipulación era directa y clara. El secuestrador no era un tipo que actuara de forma sutil, quería ejercer el poder de un modo abierto y sin rodeos. Paradójicamente, a la sombra de este poder que me imponía todo pude ser yo misma por primera vez en mi vida.

Hoy me doy cuenta de que una prueba de ello es que desde mi secuestro no volví a tener problemas con la enuresis a pesar de estar sometida a una presión inhumana. Al parecer me liberé de alguna forma determinada de estrés. Si tuviera que resumirlo en una frase diría: cuando borré mi historia y me doblegué al secuestrador, me sentí «querida» por primera vez desde hacía mucho tiempo.

A finales del otoño de 1999 se completó la «supresión» de mi identidad. El secuestrador me ordenó que me buscara un nombre nuevo: «Tú ya no eres Natascha. Ahora me perteneces a mí».

Me negué durante un tiempo, entre otras cosas porque consideraba que el nombre no tenía ninguna importancia. Sólo existíamos él y yo, y bastaba un «tú» para saber a quién nos referíamos. Pero pronunciar el nombre de «Natascha» le producía tal rabia e irritación que acabé aceptando. Y además: ¿acaso no me había disgustado siempre ese nombre? Cada vez que mi madre lo pronunciaba con tono de reprobación me sonaba a esperanzas frustradas, a expectativas que se habían puesto en mí y que yo no había podido cumplir. De pequeña siempre me habría gustado llamarme como las demás niñas: Stefanie, Jasmin, Sabine. Cualquiera menos Natascha. El nombre de Natascha representaba todo lo que no me gustaba de mi vida anterior. Todo aquello de lo que quería deshacerme, de lo que tenía que deshacerme.

El secuestrador propuso «María» como nuevo nombre para mí, ya que sus dos abuelas se llamaban así. Aunque no me gustó la propuesta, acepté porque al fin y al cabo María es mi segundo nombre. Pero eso le fastidió, pues debía recibir un nombre totalmente nuevo. Insistió en que le propusiera otro de inmediato.

Eché un vistazo al calendario, que también tenía el santoral, y vi el nombre que venía justo después de Natascha en el día 2 de diciembre: «Bibiana». En los siete años siguientes Bibiana se convirtió en mi nueva identidad, aunque el secuestrador no consiguió nunca robarme la antigua.

El secuestrador me había quitado mi familia, mi vida y mi libertad, mi vieja identidad. A la cárcel física localizada bajo tierra y detrás de varias puertas se fue sumando poco a poco una prisión psicológica cuyos muros eran cada vez más altos. Y empecé a estarle agradecida al carcelero que la construía. Pues al final de aquel año me concedió uno de mis mayores deseos: un rato al aire libre.

Fue una noche fría y clara de diciembre. El secuestrador me había comunicado las reglas para esta «excursión» unos días antes: «Si gritas, te mato. Si sales corriendo, te mato. Mataré a cualquiera que te vea o te oiga si eres tan tonta como para llamar la atención». Ya no le bastaba con amenazarme con mi propia muerte. Me cargaba con la responsabilidad de todos a los que podría pedir ayuda. Yo le creí enseguida y sin pensarlo. Todavía hoy sigo convencida de que habría sido capaz de matar a cualquier vecino inocente que me hubiera visto u oído por casualidad. Alguien que retiene a una persona en el sótano de su casa no se arredra ante un asesinato.

Cuando abrió la puerta del jardín mientras me agarraba el brazo con fuerza, sentí una profunda alegría. El aire frío me rozó la cara y los brazos, y sentí que el olor a moho y aislamiento que se me había incrustado en la nariz desaparecía lentamente y mi cabeza se iba liberando. Por primera vez en dos años sentía un suelo blando bajo los pies. Cada hierba que se doblaba bajo mis suelas me parecía un ser vivo único y valioso. Alcé la cabeza y miré al cielo. La infinita inmensidad que se abrió ante mí me dejó sin respiración. La luna colgaba en la oscuridad, y muy arriba brillaban un par de estrellas. ¡Estaba fuera! Por primera vez desde que el 2 de marzo de 1998 había sido introducida a la fuerza en una furgoneta. Eché la cabeza hacia atrás e intenté ahogar un sollozo.

El secuestrador me condujo por el jardín hasta el seto de aligustre. Allí estiré la mano y toqué con cuidado las hojas oscuras. Desprendían un olor fuerte y brillaban a la luz de la luna. Me pareció un milagro tocar algo vivo con la mano. Arranqué un par de hojas y me las guardé. Un recuerdo de la vida del mundo exterior.

Tras unos breves instantes junto al seto me llevó de nuevo hacia la casa. Por primera vez pude verla, a la luz de la luna, por fuera: una vivienda unifamiliar amarilla con el tejado achaflanado y dos chimeneas. Los marcos de las ventanas eran blancos. El césped por el que andábamos parecía bien cuidado.

De pronto me asaltaron las dudas. Veía hierba, árboles, hojas, un trozo de cielo, una casa, un jardín. Pero ¿era ese mundo como yo lo recordaba? Todo me parecía demasiado plano, demasiado artificial. La hierba era verde y el cielo estaba arriba, ¡pero se veía que era un decorado! El secuestrador había colocado allí el seto, la casa, para engañarme. Estaba en un escenario, en unos decorados donde se rodaban escenas exteriores para una serie de televisión. No había vecinos, ni una ciudad con mi familia a sólo veinticinco minutos en coche, sino cómplices del secuestrador que me hacían creer que estaba en el exterior mientras me observaban en grandes monitores y se reían de mi ingenuidad. Apreté las hojas que llevaba en el bolsillo con fuerza, como si pudieran demostrarme algo: que eso era real, que yo era real. Pero no sentí nada. Sólo un gran vacío que intentaba agarrarme como una mano fría y despiadada.

Capítulo 6. Malos tratos y hambre. La lucha diaria por la supervivencia

Sentí entonces que el secuestrador no podría dominarme con violencia física. Cuando me arrastraba por las escaleras hacia el zulo, golpeaba mi cabeza en cada escalón y mis costillas salían golpeadas de allí, no era a mí a quien tiraba al suelo en la oscuridad. Cuando me apretaba contra la pared y me ahogaba hasta que se me nublaba la vista, no era yo la que intentaba coger aire con desesperación. Yo estaba muy lejos, en un lugar en el que no me afectaban sus peores patadas y golpes.

Mi infancia se terminó cuando fui secuestrada a los diez años. Mi vida como niña en el zulo terminó en el año 2000. Una mañana me desperté con fuertes dolores en la tripa y descubrí manchas de sangre en el pijama. Enseguida supe lo que ocurría. Llevaba años esperando la regla. Ya conocía, gracias a la publicidad que el secuestrador había dejado grabada en algunas cintas de vídeo, una determinada marca de compresas que me gustaba. Cuando el secuestrador bajó al zulo le pedí, con la mayor suavidad posible, que me comprara algunos paquetes.

Este hecho le hizo sentirse más inseguro, su manía persecutoria alcanzó un nuevo nivel. Si hasta entonces había quitado con meticulosidad cada hilo que encontraba y borrado a toda prisa cualquier huella dactilar para no dejar ningún rastro de mi existencia, a partir de entonces vigiló casi histérico que no me sentara en ningún sitio de la casa. Y si alguna vez permitía que me sentara, tenía que hacerlo sobre un montón de periódicos, en un absurdo intento de evitar la más mínima mancha de sangre en la casa. Aún pensaba que la policía podía aparecer en cualquier momento para buscar rastros de ADN por la casa.

Yo me sentí muy molesta por su actitud, me trataba como si fuera una apestada. Fue una época confusa en la que habría necesitado con urgencia a mi madre o a una de mis hermanas mayores para hablar sobre esos cambios corporales a los que de pronto me veía sometida. Pero mi único interlocutor era un hombre al que el tema le superaba y que me trataba como si fuera algo sucio y repugnante. Era evidente que no había convivido nunca con una mujer.

Su actitud hacia mí cambió claramente con la llegada de la pubertad. Mientras era una niña «podía» quedarme en el zulo y ocuparme de mí misma en el estrecho margen que sus normas me permitían. Pero ahora, como una mujer adulta, debía estar a su servicio y hacerme cargo de los trabajos de la casa, siempre bajo su estricta vigilancia.

Arriba, en la casa, me sentía como en un acuario. Como un pez en una pequeña pecera que mira con añoranza hacia el exterior, pero no salta fuera del agua mientras pueda sobrevivir en su prisión. Pues traspasar el límite significa la muerte segura.

El límite con el exterior era tan absoluto que me parecía imposible de superar. Como si la casa tuviera una composición distinta a la del mundo que se abría más allá de sus paredes amarillas. Como si la casa, el jardín, el garaje con el zulo, se encontraran en otra dimensión. A veces se colaba un soplo de primavera por una ventana entreabierta. De vez en cuando se oía a lo lejos un coche que pasaba por la calle siempre tranquila. No había ninguna otra señal del mundo exterior. Las persianas permanecían siempre cerradas, y toda la casa, sumida en la penumbra. Las alarmas de las ventanas estaban activadas, al menos eso creía yo. Había momentos en que seguía pensando en huir. Pero ya no tramaba planes concretos. El pez no salta por encima del cristal, fuera sólo le espera la muerte. El ansia de libertad seguía viva.

Yo estaba bajo continua observación. No podía dar un solo paso sin que se me hubiera ordenado previamente. Tenía que sentarme o andar como el secuestrador quisiera. Debía preguntar si me podía levantar o sentar, si podía girar la cabeza o extender una mano. Me imponía hacia dónde podía dirigir la mirada y me acompañaba incluso al cuarto de baño. No sé qué fue peor: el tiempo que pasé sola en el zulo o en el que no estuve sola ni un segundo.

La observación permanente aumentó mi sensación de formar parte de un experimento diabólico. La atmósfera de la casa hacía aún más intensa esta impresión. Tras su fachada burguesa, parecía estar fuera del tiempo y el espacio. Sin vida, sin habitar, como un decorado de una película siniestra. Por fuera, en cambio, se integraba en su entorno a la perfección: sencilla, muy bien cuidada, con un denso seto en torno al gran jardín que la separaba de los vecinos. A salvo de miradas indiscretas.

Strasshof es una localidad sin carácter y sin historia. Sin un centro ni el ambiente urbano que se podría esperar de una localidad con una población que hoy ronda los nueve mil habitantes. Situada en la llanura del Morava, las casas se alinean a lo largo de la calle principal y de las vías del ferrocarril, interrumpidas aquí y allá por zonas industriales como las que se encuentran en los alrededores de cualquier gran ciudad. Ya el nombre completo de la localidad —Strasshof am Nordbahn
[1]
— deja claro que se trata de un pueblo que vive de la conexión con Viena. Se sale de aquí, se pasa por aquí, pero no se viene aquí si no es por un motivo concreto. Las únicas atracciones de la localidad son un monumento a la locomotora y un museo del ferrocarril llamado Heizhaus. Hace cien años ni siquiera vivían cincuenta personas en el pueblo; los habitantes actuales trabajan en Viena y sólo regresan a sus casas unifamiliares monótonamente alineadas para dormir. Durante el fin de semana se oyen las máquinas cortacésped, se lavan los coches y el interior de las casas queda oculto en la penumbra tras persianas y cortinas. Aquí cuenta la fachada, no la vista del interior. Un lugar perfecto para llevar una doble vida. Un lugar perfecto para ocultar un delito.

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