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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (4 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Atlantic City tenía el
glamour
y el lujo, pero no le resultaba nada fácil desembarazarse del lastre de delincuencia y pobreza que la rodeaba.

Mientras la limusina se desplazaba por el puente en dirección al banco de arena, Kevin intentó sentir el olor del mar: lo único que consiguió fue oler a cuero y humo…

—¿Qué es una ballena? —preguntó finalmente.

—Una ballena es alguien —dijo Martínez haciendo chocar su vaso contra la ventana— que pierde un millón de dólares jugando a las cartas y se queda tan ancho.

Un gran jugador no tiene que coger un taxi en el aeropuerto. No carga con su equipaje. Nunca hace cola en recepción. Se aloja en habitaciones con
jacuzzi
, sofás de piel circulares, televisiones panorámicas y vistas sobre el océano. Y, obviamente, viste como le da la real gana, por muy ridículo que vaya.

Martínez salió del baño vestido con una camiseta azul eléctrico y unos pantalones a juego. Se había cambiado las zapatillas deportivas por unas botas de piel de diseño, llevaba el pelo peinado hacia atrás y se había puesto tanta gomina que se le podía ver el contorno del cráneo. El efecto era confuso… no, más bien, era esclarecedor, al menos en cierto modo. Con ese peinado y esa llamativa forma de vestir, Martínez parecía más asiático que hispano; podía pasar tranquilamente por un chico rico de Corea o Japón que se arreglaba para ir a una discoteca de moda.

Al verle, Kevin, que estaba sentado con los pies sobre la mesa de cristal situada en el centro de un formidable salón, rió a carcajadas. La
suite
era la habitación de hotel más grande que había visto nunca: dos mil metros cuadrados rodeados de grandes ventanales y cubiertos con una lujosa moqueta color crema. Las ventanas daban al paseo marítimo y desde una altura de veinte pisos la playa era tan magnífica que resultaba difícil creer que estuvieran en Nueva Jersey.

—Bonito conjunto —le dijo Kevin. Él todavía iba en pantalón corto y camiseta. Tenía una camisa y unos pantalones en la mochila de Martínez, pero no pensaba vestirse hasta que se fueran al combate—. ¿Acaso el casino tiene un extraño código de vestir que desconozco?

Martínez hizo caso omiso. Estaba ocupado rebuscando con las dos manos en el interior de su camisa y Kevin se preguntó si estaría buscando sus gafas de sol. Sin duda, serían el broche final de su indumentaria. Entonces oyó el ruido característico del velero al abrirse y reaparecieron las manos de Martínez.

A Kevin le dio un vuelco el corazón al ver el fajo de billetes. Medía diez centímetros de grosor como mínimo, el doble que el fajo que le había enseñado en el apartamento. Y también eran billetes de cien. Al menos tenía veinte de los grandes dentro de la camisa. ¿Martínez había llevado el dinero encima durante todo el viaje? En los controles de seguridad, al pasar por el detector de metales… Joder, el tío ni siquiera había pestañeado.

A esas alturas, Kevin empezaba a darse cuenta de que Fisher y Martínez se tomaban bastante en serio lo de jugar. ¿Era posible que hubieran ganado todo ese dinero jugando en el casino?

Sabía que había gente que se ganaba la vida jugando a las cartas… incluso había películas, libros y reportajes periodísticos que hablaban del tema. Pero tenía entendido que los jugadores profesionales solían tener dificultades para sacarse un sueldo digno, porque sólo podían apostar pequeñas cantidades. Los montones de dinero y las suites exclusivas eran para los que perdían, no para los que ganaban. A menos que Martínez hubiera tenido un golpe de suerte con una máquina tragaperras, ¿cómo se habían podido pagar él y Fisher todos esos fines de semana en Las Vegas? ¿Por qué un tipo como Dino Taratolli los iba a buscar al aeropuerto en limusina y les conseguía una suite como ésa?

Kevin se moría de ganas de saber la verdad.

—Menuda apuesta. Va a ser divertido ver cómo te la gastas ahí abajo. ¿A qué juegas? ¿A los dados? ¿A póquer?

—Al Blackjack —respondió Martínez sonriendo y metiendo el fajo de billetes en el bolsillo de su camisa—, es el único juego que vale la pena.

Kevin se levantó del sofá. ¿Blackjack? Él hubiera apostado por el póquer, a Martínez le iba más: era un tipo astuto, listo y, a juzgar por sus cambios de aspecto, bastante camaleónico. Kevin pensaba que podía sacar más partido de esas habilidades en un juego en el que te enfrentabas a otros jugadores, no en un juego como el Blackjack, en el que ibas contra la banca; en realidad, era como si jugaras contra las cartas. ¿De qué servía tener personalidad en un juego como ése?

—Muy bien, al Blackjack. ¿No deberíamos esperar a Fisher?

Hacía veinte minutos que habían llegado a la suite. Kevin se preguntó por qué Fisher tardaba tanto. Seguramente había pasado por el gimnasio del hotel para ejercitarse un poco antes del combate.

—No te preocupes por él —respondió Martínez—. Estamos aquí para divertirnos.

Kevin hizo ademán de protestar, pero luego se lo pensó mejor y asintió. Fisher ya era mayorcito. Seguro que había alguna razón por la que se estaba retrasando y, en el peor de los casos, se encontrarían con él antes del combate. Kevin aún no había visto las entradas, pero Martínez le había jurado que los asientos estaban tan cerca del ring que iba a necesitar un impermeable para no mojarse con la sangre y el sudor.

—No hay nada más divertido que ver a un tío con una camisa como ésa perdiendo dinero —bromeó Kevin—, así que ¡al ataque!

Martínez negó con la cabeza.

—Primero nos vamos a la piscina. A las coristas les gusta ir a la piscina temprano. Luego iremos al restaurante: no puedo jugar con el estómago vacío.

Miró a Kevin y, dándose palmaditas en el bolsillo, añadió:

—Y entonces iremos ¡a matar!

Eran las dos de la tarde cuando atravesaron el umbral del casino; una pesada comida en el restaurante
vip
del hotel y cuarenta minutos echado sobre una tumbona en una caseta privada de la piscina habían dejado a Kevin un poco aletargado. No había visto a ninguna corista, pero había tenido la suerte de ver un partido de voleibol entre una familia americana de piel muy blanca y un grupo de turistas japoneses.

El casino estaba abarrotado. Dos tipos de clientes se repartían el local a partes iguales: por un lado, los turistas en pantalón corto y camiseta que volvían de pasear por la playa y, por el otro, los hombres ricos vestidos con traje y corbata que habían dejado Manhattan para jugar en el casino durante todo el fin de semana. A pesar de la feroz ventilación de aire acondicionado, se percibía un fuerte olor a crema solar y humo de tabaco. Kevin y Martínez se detuvieron un momento en la entrada para orientarse. Se veían máquinas tragaperras en todas las paredes, con su parpadeo lumínico y sus ruedas giratorias, un auténtico atentado contra los sentidos de Kevin. Las mesas estaban en la zona central de la sala: el Blackjack y los dados se entremezclaban con las ruletas y el póquer. La gente se amontonaba alrededor de las mesas y Kevin no pudo localizar ni un solo taburete libre. Por un momento pensó que no iban a poder jugar, pero entonces Martínez le indicó una sección elevada sobre el suelo, separada de las mesas principales por tres escalones y una cuerda de terciopelo. Detrás de la cuerda había más de diez mesas y sólo unos pocos jugadores.

—La sala de las grandes apuestas —dijo Martínez—. Normalmente prefiero jugar en la sala principal, pero hoy hay demasiados civiles.

Kevin siguió a Martínez hacia las mesas de las grandes apuestas, abriéndose camino entre la multitud. La aglomeración de «civiles» le infundió vigor; había tanta gente riendo, tanta adrenalina flotando en el ambiente… que casi le costaba respirar.

Cuando llegaron a los escalones que llevaban a las mesas elevadas, mucho más tranquilas, Martínez se sacó el fajo de billetes del bolsillo y lo partió por la mitad con aire despreocupado.

—Has jugado alguna vez al Blackjack, ¿verdad?

Kevin miró los billetes que Martínez tenía en la mano. Claro que había jugado, varias veces con su familia y en alguna ocasión en el Foxwoods, el casino indio de Connecticut. Pero nunca había apostado más de cinco pavos por mano y lo máximo que se había jugado en una sola noche eran doscientos dólares. No era tonto, sabía que la banca tenía ventaja. Tarde o temprano, el jugador acababa perdiendo. Había jugado algunas veces para divertirse, nunca en serio.

—No soy un experto, pero no quedaré en ridículo.

Martínez señaló la mesa vacía que tenían más cerca. Una crupier con el pelo rizado y vestida con un traje oscuro estaba de pie detrás del tapete verde semicircular, con las manos en la espalda. En la mesa había seis barajas extendidas, boca arriba. Ahí estaba el repartidor de cartas —rectangular, cincuenta centímetros de largo, transparente— esperando, ávido de acción.

—Entonces conoces la estrategia básica.

Kevin se encogió de hombros. Sabía cómo se jugaba. El crupier te daba dos cartas, las sumabas e intentabas acercarte tanto como pudieras a veintiuno, pero sin pasarte. Si querías robar, tenías que señalar la mesa. Si querías plantarte, agitabas la mano. Si te pasabas de veintiuno, perdías y el crupier se quedaba con tu dinero. Si llegabas a veintiuno con las dos primeras cartas —un Blackjack—, la banca te pagaba el valor de tu apuesta multiplicado por uno y medio. Primero jugaba el jugador y luego el crupier. El juego del crupier variaba en función del casino, pero normalmente robaba hasta que tenía un diecisiete o hasta que se pasaba. Si tenías dos cartas del mismo valor numérico, podías separarlas y hacer dos apuestas en manos independientes. También en función del casino, podías doblar la apuesta tras recibir las dos primeras cartas, pero entonces recibías una sola carta más con la esperanza de ganarle al crupier más dinero. Las reglas eran bastante simples para ser un juego de cartas. Pero la estrategia parecía complicada y Kevin no era un experto ni mucho menos.

—Sé que los libros dicen que tienes que seguir robando hasta que llegues a diecisiete, si la carta descubierta del crupier es alta. Si su carta es baja —un cinco o un seis—, normalmente debes plantarte con las dos primeras cartas. Y sé que tienes que doblar cuando tienes un once, para poder sumar veintiuno si te sale una figura.

—No está mal para empezar —dijo Martínez, extendiendo la mano para darle la mitad del fajo de billetes. ¡Diez mil dólares, en metálico!

—¿Estás seguro de que es buena idea? —le preguntó Kevin.

—No te preocupes —le respondió agitando el dinero para que lo cogiera—, estaré a tu lado y, si te equivocas, te lo diré.

A Kevin se le encendieron las mejillas cuando cogió los billetes y siguió a Martínez hacia la mesa. «Dios mío, esto es infinitamente mejor que estar en el laboratorio».

Kevin se sentó en un taburete junto a Martínez y vio que sacaba veinte billetes de su fajo y los ponía encima del tapete. Kevin le imitó y esperó nervioso a que la crupier les diera veinte fichas negras a cada uno. Luego recogió las cartas y empezó a barajarlas. Sus manos se movían con soltura, interpretando la danza ritual que conocían todos los crupieres del mundo. Cuando por fin dejó la baraja encima de la mesa indicándole a Martínez que cortara, Kevin daba brincos en el taburete.

«Allá vamos». Puso una ficha negra en el círculo de apuestas. Le hubiera gustado empezar con una apuesta más baja, pero el mínimo de la mesa eran cien dólares. Se fijó en que Martínez había empezado con dos fichas. Parecía muy relajado, sonreía y charlaba despreocupadamente con la crupier. Se llamaba Brett, era de Delaware, tenía dos hijos y un ex marido, y no, nunca había estado en Corea. Kevin no creía que Martínez hubiera estado nunca en Corea tampoco, pero qué más daba, no estaba mal como tema de conversación.

Después de jugar unas cuantas manos, Kevin se calmó y empezó a disfrutar los altibajos del juego. Partida tras partida, las fichas le hicieron olvidar con cuánto dinero estaba jugando y se concentró en el juego. Nunca había leído nada sobre la estrategia básica, pero la conocía por un programa monográfico que había visto en la televisión: era una guía de referencia para saber cuál era la jugada adecuada en función de la carta que el crupier tenía descubierta. La habían desarrollado —de forma defectuosa pero rigurosa— cuatro ingenieros del ejército jugando miles de partidas de Blackjack y apuntando los resultados; finalmente, en septiembre de 1956, publicaron su estudio en la revista de la Asociación Americana de Estadística. Más tarde, a principios de los años sesenta, un profesor de matemáticas de la Universidad de California y el MIT llamado Edward Thorp perfeccionó la estrategia. A lo largo de los años, varios expertos la fueron mejorando haciendo uso de los ordenadores de IBM. Kevin nunca se había molestado en estudiar la estrategia básica porque sólo jugaba de vez en cuando y, de todos modos, no estaba seguro de que seguirla supusiera una gran diferencia. ¿La destreza del jugador era realmente un factor determinante en el Blackjack? ¿No se reducía todo a una cuestión de suerte?

Era obvio que Martínez se tomaba la estrategia básica muy en serio. Siempre que Kevin se paraba un momento para decidir si robaba o se plantaba, Martínez le daba algún consejo inmediatamente. Al parecer, a la crupier no le importaba demasiado; de hecho, ella también le hizo alguna sugerencia. Kevin solía hacerle caso a Martínez, puesto que al fin y al cabo el dinero que iban a perder era suyo.

En cuanto a Martínez, jugaba con soltura, apenas si miraba las cartas que tenía mientras lanzaba fichas al círculo de apuestas con total despreocupación. Normalmente apostaba doscientos dólares, pero de vez en cuando subía a quinientos y en una ocasión llegó a apostar mil dólares: tuvo suerte y le salieron un par de reyes. Nunca lo celebraba cuando ganaba, nunca se quejaba cuando perdía. En realidad, no parecía que estuviera muy interesado en el juego.

Aparentemente, seguía la estrategia básica, pero con algunas excepciones bastante llamativas. En una ocasión, con una apuesta de doscientos dólares sobre la mesa, robó teniendo un dieciséis contra un dos de la crupier. Por suerte, sacó un dos, sumó dieciocho y ganó la mano. En otra ocasión, dobló sobre un ocho y consiguió sacar un as. Hacia el final de la partida, empezó a subir sus apuestas y se aprovechó de una larga racha de buenas jugadas. Kevin también empezó a ganar, con tres manos de figuras y una última con un Blackjack natural. Estaba sonriendo de oreja a oreja por su buena suerte cuando apareció la carta de plástico, señal de que se había terminado la partida. La crupier levantó las manos para anunciar que era hora de volver a barajar.

BOOK: 21 Blackjack
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