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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (2 page)

BOOK: 21 Blackjack
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Al darle el móvil a la mujer, sentía tanto miedo que tenía la espalda empapada en sudor. La mujer lo examinó como si nunca hubiera visto un móvil. Lo miró por uno y otro lado, y luego me lo devolvió. Detrás de mí, un chico con una camiseta desteñida intentaba poner una planta en la cinta transportadora. La mujer de uniforme puso los ojos en blanco. Y entonces, afortunadamente, me indicó que avanzara:

—Puede pasar. Que tenga un feliz vuelo.

Apenas podía respirar mientras me dirigía a trompicones hacia la puerta de mi vuelo: America West, número 69; de Boston a Las Vegas sin escalas, el expreso del viernes por la noche. Ya se había formado una cola delante de la puerta de embarque: escandalosos, bebidos, manifiestamente ansiosos, la mayoría hombres. Kevin Lewis estaba esperando tranquilamente al final de la cola. Le localicé inmediatamente. Alto, atlético, pero un poco cargado de espaldas. Ojos negros, rostro ancho y de aspecto juvenil bajo una mata oscura de pelo. Tenía unos rasgos un tanto étnicos, pero aparte de eso indefinidos. Sus raíces podían ser tanto asiáticas como hispanas, incluso italianas o rusas. Como yo, era mayor que todos los universitarios que iban en el mismo vuelo, pero él pasaba totalmente desapercibido. Igual podía tener veintiún años como veintiséis o treinta y cinco. Con una chaqueta tejana y una gorra de béisbol, pasaba perfectamente por un estudiante de la Universidad de Boston. Con traje y corbata, no desentonaría en Wall Street. En ese momento, llevaba una sudadera del MIT y unos pantalones cortos. El clásico prototipo del MIT, la encarnación perfecta del sueño de sus padres.

Vio que tenía las mejillas coloradas y sonrió:

—Así es como me sentía yo entonces. Todos los días.

Esos aires jactanciosos se contradecían con la timidez que se desprendía de su postura. En muchos sentidos, Kevin era ciertamente el prototipo clásico del MIT. Su currículo era perfecto: un prodigio de las matemáticas que se había graduado como uno de los primeros de la clase en Exeter, la exclusiva academia de educación secundaria de New Hampshire. Un estudiante de ingeniería eléctrica con una afinidad increíble por los números, un chico de sobresaliente que cumplía todos los requisitos para entrar en una gran universidad, en parte para complacer a su padre, en parte porque el desafío le estimulaba.

Pero el currículo de Kevin sólo explicaba una parte de la historia. Su vida ocultaba otra faceta, escrita en señales fluorescentes y fichas de casino de color morado.

En Boston se había dedicado a sacar sobresalientes en el MIT.

En Las Vegas se había ido de fiesta con Michael Jordan, Howard Stern, Dennis Rodean y Kevin Costner. Había salido con una animadora de Los Angeles Rams y se había emborrachado con chicas Playboy. En Louisiana le habían echado a patadas de un barco y había presenciado cómo le hacían lo mismo a un compañero de equipo en un casino de Las Vegas. Por poco no había terminado en una cárcel de las Bahamas. Había tenido que pasar por varias inspecciones de Hacienda, había sido perseguido por investigadores privados, y hombres de dudosa reputación y con pistolas en la cintura habían hecho circular su fotografía por todo el mundo.

Por el camino, había acumulado una pequeña fortuna, que guardaba en un armario de su habitación en ordenados fajos de billetes de cien. Aunque nadie sabía a ciencia cierta cuánto dinero había ganado, se rumoreaba que era una cantidad entre un millón y cinco millones de dólares. Todos eran totalmente legales y ninguno había salido de su perfecto y prototípico currículo.

Tímido, introvertido, afable, Kevin Lewis había llevado una doble vida durante casi cuatro años. Ahora yo iba a contar su historia.

—Empieza a picarme el pecho —fue lo único que supe decir como saludo—. Tiene que haber una manera más fácil de llevar el dinero.

—Por supuesto —dijo, sonriendo y ladeando la cabeza—: paraguas falsos, ordenadores portátiles de juguete, escayolas, muletas huecas… Pasamos por la fase de los artilugios. Ya sabes, chismes a lo James Bond. Pero ante el FBI resulta mucho más difícil justificar unas muletas huecas que una tira de velero.

Si no hubiera llevado doscientos cincuenta mil dólares pegados al cuerpo, habría pensado que bromeaba, pero Kevin hablaba totalmente en serio. Estaba cumpliendo con su parte del trato: me desvelaba los secretos a los que nadie, a excepción de los miembros del grupo, había tenido acceso.

Había conocido a Kevin Lewis hacía siete años, en un bar de Boston. Yo me había licenciado en Harvard unos años antes de que él dejara el MIT, y teníamos algunos amigos comunes, además de compartir algunas aficiones: el deporte, salir por los bares universitarios, las teles panorámicas. Cuando nos presentaron, yo era un escritor novel a punto de publicar su primer libro. Por lo que sabía, Kevin trabajaba en alguna empresa informática, algo que no me había explicado nunca en detalle, seguramente porque a mí no me interesaba tanto como para preguntárselo.

Kevin parecía el típico estudiante del MIT: un verdadero ingeniero. En los años siguientes, cuando yo empezaba a progresar como escritor, nos vimos en pocas ocasiones. Habían pasado casi seis años cuando nos encontramos por casualidad en una fiesta de la Super Bowl que se celebraba en un piso situado en la zona de Fenway Park. Kevin acababa de regresar de un viaje de «negocios» a Las Vegas. Durante el descanso del partido, lo encontré solo en la cocina. Tras intercambiar las cortesías de rigor, me sorprendió bajando la voz y haciéndome señas para que me acercara:

—Tengo una gran historia para tu siguiente libro —me dijo.

Inmediatamente me entraron ganas de salir corriendo. Como cualquier escritor, había oído esa frase más de mil veces. Todo el mundo tenía una historia que iba a convertirse en un libro de gran éxito; para mí, pocas veces la realidad era lo suficientemente interesante como para ocupar el lugar de la ficción.

Pero cuando Kevin empezó a contarme su historia, a mí se me puso la carne de gallina. A diferencia de las miles de historias que me habían relatado durante una fiesta cualquiera, el relato de Kevin contaba con todos los ingredientes de una buenísima y cinematográfica novela de suspense, pero además la historia era real. Todo lo que Kevin me estaba contando había pasado de verdad. Lo había vivido, cada momento, y estaba dispuesto a que yo lo pusiera todo en papel.

—¿Por qué? —le pregunté, con cara de asombro.

Kevin nunca respondió la pregunta directamente. Con el tiempo, he intentado juntar las distintas piezas para encontrar una respuesta por mi cuenta.

Kevin había participado en algo increíble. Él y sus amigos salieron inmunes de una de las mayores confabulaciones en la historia de Las Vegas, y nadie sabía absolutamente nada al respecto. Contar la historia era su manera de revivir la experiencia en la arena pública. Para él era una manera de demostrarse a sí mismo, y a cualquiera que le importara, que había ocurrido de verdad.

Más que eso, para Kevin era una manera de asumir las opciones que había elegido, las decisiones que le habían llevado a vivir una doble vida. Muchas de esas decisiones podían parecer inmorales a los ojos de un observador externo. Contando su historia, Kevin tenía la oportunidad de explicarse ante aquellos que pensaban que lo que hizo no estaba bien.

Dicho de otro modo, contaba su historia en parte para jactarse de ello y en parte para confesarse. Para mí, era una historia demasiado buena como para dejarla pasar.

Cuando se reanudó el partido en la habitación de al lado, Kevin me hizo una propuesta. Él se comprometía a contármelo todo y a darme acceso a sus contactos y su vida. Me prometió que me enseñaría cómo funcionaba su sistema y que me daría la llave para abrir las arcas de los casinos.

A cambio, yo le daría su momento de gloria.

Cuanto más ahondaba en la doble vida de Kevin, más claro estaba que yo era el que más partido sacaba de ese trato. Cuando finalmente me senté a poner en papel y tinta la historia de Kevin, todo lo que me había contado me pasó ante los ojos en vivos y centelleantes colores, como los de una marquesina de Las Vegas…

TRES

Boston, junio de 1994

En el principio fue el
sushi
.

Cinco pequeñas hileras bien ordenadas y alineadas en la mesa de centro, como un batallón de soldados bajitos, rechonchos y de vivos colores. Sobrevolando el batallón, un fuerte aroma a algas y pescado crudo que impregnaba el diminuto apartamento construido en los años setenta. Debajo de la mesa, una pirámide de cajas de cartón del Toyama, un antro japonés que se encontraba a unas pocas calles, en el barrio bostoniano con aires europeos de Back Bay. Ese antro no era el favorito, pero resultaba práctico, pues era uno de los pocos restaurantes que abrían un domingo por la noche en una ciudad que aún se aferraba a leyes morales y fachadas puritanas, a pesar de albergar a una de las mayores y más alborotadoras poblaciones universitarias del mundo.

El
sushi
formaba parte de la rutina semanal. Como de costumbre, eran más de las dos de la madrugada y Kevin Lewis estaba tumbado en el desgastado futón de una sala de estar con pocos muebles. Tenía la tele encendida pero sin sonido y estaba medio dormido. Le dolía todo el cuerpo de las dos horas de entrenamiento en el gimnasio del MIT, y las largas horas que había pasado en un laboratorio químico de uno de los hospitales más importantes de la ciudad le habían dejado totalmente atontado. Era verano: hacía dos meses que había terminado el tercer curso y había estado tanto tiempo rodeado de tubos de ensayo que había empezado a ponerles nombre. La rutina diaria era aún más insoportable por el hecho de que ya no tenía ningún interés en la medicina como carrera; el problema era que todavía no sabía cómo decírselo a sus padres. Su padre seguía intentando convencerle de que dejara el equipo de natación para dedicar más tiempo a la investigación. Más tiempo con los malditos tubos.

Hacía un mes que Kevin había cumplido veinte años y ya era mayorcito para tomar sus propias decisiones. Pero, como la mayoría a su edad, no tenía ni idea de cómo encarar su futuro. Lo único que sabía era hacia dónde no quería ir. Era el año 1994, el principio de la revolución de Internet; muchos de sus compañeros del MIT ya estaban montando nuevas empresas tecnológicas en sus habitaciones, maquinando la manera de transformar las habilidades informáticas que les habían convertido en marginados en el instituto en plataformas de lanzamiento para alcanzar sus sueños multimillonarios. Los chicos que no estaban diseccionando microprocesadores en su litera buscaban el camino más seguro para llegar a Wall Street. Capital riesgo, banca de inversión, consultoría tecnológica… El MIT, junto con Harvard y otras universidades de prestigio, era una de las canteras que abastecían las máquinas de hacer dinero que alimentaban la revolución. Si en los años ochenta la avaricia se había vuelto aceptable, los años noventa la elevaron a forma artística.

La medicina, el mundo académico, la ciencia por la ciencia… no eran opciones demasiado apetecibles en el remolino de otras posibilidades que revoloteaban en un campus como el del MIT. Pero, a diferencia de muchos de sus compañeros, Kevin no se veía trabajando en Wall Street ni pasando una decepcionante temporada en Silicon Valley. No se consideraba un santo: estaba tan enganchado a la idea de una avaricia sin límites como cualquier otro. La diferencia era que él aún no había escogido su droga.

En ese momento no quería pensar en su futuro, ni en su padre, ni en los tubos de ensayo. Sólo quería dormir, pero los aromas del
sushi
se lo estaban poniendo difícil. Abrió los ojos de mala gana y vio que sus amigos se abalanzaban sobre la mesa de centro.

«Dios, ya están aquí las fieras».

De repente, le impresionó el contraste geométrico. El cuerpo descomunal de Jason Fisher proyectaba una sombra cuadrada sobre las hileras de
sushi
. Metro ochenta y cinco, cien kilos: Fisher tenía la constitución de un boxeador de los pesos pesados. Unos hombros enormes, la cabeza cuadrada y unos músculos que asomaban por debajo de su camiseta del MIT duros como el acero. Kevin le había conocido en el gimnasio, cuando con gran valor se ofreció a cargarle unos enormes discos en el banco de pesas. Kevin se había sorprendido al saber que Fisher, que era unos años mayor que él, tenía unos orígenes similares: era medio chino —se le veía en los ojos, unas finas gotas negras bajo una frente pronunciada—, medio brasileño. Al cabo de dos días, Fisher le presentó a su amigo y compañero de habitación: Andre Martínez. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, una llamativa camisa de seda y un colgante con un diente de tiburón en el cuello; tenía las cejas tupidas y unos ojos en forma de lágrima increíblemente abiertos. Martínez no llegaba al metro setenta y pesaba menos de sesenta kilos, pero su reputación compensaba con creces su tamaño. Kevin había oído rumores sobre Martínez desde que había llegado a la universidad.

Era un genio que destacaba en una facultad llena de genios, un chico tan inteligente que los profesores de matemáticas habían decidido pasarle a los cursos de posgrado cuando sólo llevaba tres días en la universidad. El niño prodigio, el orgullo del MIT… hasta que, en la primera semana de su segundo año, Martínez de repente dejó la escuela. Kevin nunca le había preguntado por qué lo había hecho y Martínez nunca hacía referencia al tema.

—Me parece que está despierto —dijo Martínez mientras se metía un trozo de
sushi
en la boca—. Dale con un palillo para comprobarlo.

Fisher obedeció y le dio unos golpecitos en la frente. Kevin le cogió por la muñeca y un rollo de
sushi
salió volando por la sala de estar. Martínez rió con demasiado entusiasmo y Kevin se dio cuenta de que estaban borrachos. Hacía menos de una hora que Fisher y Martínez habían aterrizado en el aeropuerto y, al parecer, se habían tomado todas las bebidas del avión en las cinco horas de vuelo. Kevin intentó disimular su repulsión. Llevaban así todo el verano. Se marchaban todos los fines de semana, luego se pasaban toda la semana durmiendo hasta tarde y bebiendo desde temprano… y presentándose a cualquier hora y sin avisar. Nunca iban a trabajar, no parecía que hicieran nada de nada, mientras Kevin trabajaba como un burro en el laboratorio.

—¡Qué par de vagos! —dijo Kevin metiéndose dos rollos de
sushi
en la boca. Hablaba como su padre, algo verdaderamente preocupante. ¿Qué más le daba a él cómo malgastaran el tiempo sus amigos?

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