Pensó:
Es Nadja
. Y de inmediato:
No. No le di el número de mi móvil.
Mientras avanzaba a pasos milimétricos entre una muchedumbre de coches renqueantes, sacó el aparato y contestó.
—Hola, Elisa.
Las emociones viajan por nuestro interior con mucha rapidez. Y no solo ellas: por nuestros circuitos cerebrales se desplazan millones de datos cada segundo sin que se produzca un atasco como el que soportaba en aquel instante el coche de Elisa. En cuestión de uno o dos parpadeos, sus emociones recorrieron un trayecto considerable: desde la indiferencia a la sorpresa, de ésta a una súbita alegría, de la alegría a la inquietud.
—Estoy en Madrid —explicó Blanes—. Mi hermana vive en El Escorial, y voy a pasar estos días con ella. Quería felicitarte las fiestas, hace años que no hablamos. —Y añadió, en tono alegre—: Te llamé a casa y saltó tu contestador. Me acordé de que trabajabas en Alighieri, llamé a Noriega y él me dio tu número de móvil.
—Me alegro mucho de oírte, David —dijo ella sinceramente.
—Y yo a ti. Después de tantos años...
—¿Cómo te va? ¿Estás bien?
—No puedo quejarme. Allí en Zurich tengo una pizarra y unos cuantos libros. Soy feliz. —Hubo un titubeo, y ella supo lo que iba a decir antes de oírlo—. ¿Te has enterado de lo del pobre Colin?
Hablaron de la tragedia de manera superficial. Enterraron a Craig a lo largo de diez segundos de frases corteses. Durante ellos, el coche de Elisa apenas se movió un par de metros.
—Reinhard Silberg me llamó desde Berlín para decírmelo —comentó Blanes.
—A mí me lo contó Nadja. Recuerdas a Nadja, ¿verdad? También se encuentra en Madrid de vacaciones, en casa de una amiga.
—Ah, qué bien. ¿Cómo le va a nuestra querida paleontóloga?
—Dejó la profesión hace años... —Elisa carraspeó—. Dice que le fatigaba mucho... —
Igual que Jacqueline y Craig
. Hizo una pausa mientras aquellos pensamientos la aturdían. Blanes acababa de decirle que Craig había pedido una excedencia en la universidad—. Ahora tiene un pequeño empleo en un departamento de estudios eslavos, o algo así, en la Sorbona. Dice que ha sido una suerte para ella saber ruso.
—Comprendo.
—Hemos quedado en vernos esta noche. Me ha dicho que está... asustada.
—Ya.
Aquel «ya» le sonó como si a Blanes no solo no le hubiese intrigado el estado de Nadja, sino que incluso se lo esperase.
—Algunos detalles de lo sucedido con Colin le trajeron recuerdos —añadió ella.
—Sí, Reinhard también me ha contado algo.
—Pero se trata de una desafortunada coincidencia, ¿verdad?
—Sin duda.
—Por más que lo pienso, no puedo ni plantearme la posibilidad de... de una relación con lo... con lo que nos pasó... ¿Y tú, David?
—Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
La esposa de Colin Craig corre despavorida por el arcén, quizá en bata o en camisón. Ha visto cómo atacaron y torturaron salvajemente a su marido y secuestraron a su hijo, pero ella ha logrado escapar y pide ayuda.
Eso está fuera de toda discusión, Elisa.
—Me pregunto —dijo Blanes, y adoptó un tono distinto, una melodía de «cambio de tema»— si te apetecería que nos viéramos un día de éstos... Comprendo que son fechas muy ajetreadas pero, no sé, quizá podamos quedar para tomarnos un café. —Se echó a reír. O más bien hizo ruidos que indicaban: «Me estoy riendo»—. Podría venir Nadja también, si le apetece...
Y de pronto Elisa creyó comprender el sentido último de la llamada de Blanes, lo que se agitaba tras el decorado.
—La verdad es que me atrae el plan. —«El plan» era una expresión doblemente acertada, consideró—. ¿Mañana jueves, por ejemplo?
—Perfecto. Mi hermana me ha dejado su coche y podría pasar a recogerte a las seis y media, si te viene bien. Luego decidimos el sitio.
Hablaban en tono intrascendente. Eran dos amigos que, tras varios años de no verse el pelo, quedan una tarde cualquiera. Pero ella captó todos los datos.
Hora: seis y media. Lugar: no vamos a decidirlo por teléfono. Motivo: eso está fuera de toda discusión.
—Dime dónde puedo localizarte —pidió ella—. Le preguntaré a Nadja y te llamaré.
Ejemplo de motivo: un niño de cinco años congelado en el jardín de su casa, boca y ojos vendados de nieve, aguardando a sus papás en vano, porque mamá se ha ido a pedir ayuda y papá está en casa, pero en aquel momento se halla ocupado.
Más ejemplos: soldados y cortes de luz.
Ciertamente, tenemos muchos motivos.
—De acuerdo, Elisa. Llamadme cuando queráis. Suelo acostarme tarde.
En la carretera del Pardo el tráfico se hizo más fluido. Elisa se despidió de Blanes, guardó el móvil y cambió de marcha. De repente tenía mucha prisa por estar con Nadja.
Se duchaba siempre pensando que iba a morir.
En los últimos años aquel temor había cobrado una fuerza vertiginosa, y el simple hecho de hallarse desnuda bajo la incesante lluvia tibia se le antojaba más una prueba de coraje que una necesidad higiénica. No porque no estuviese acostumbrada a encontrarse sola —al fin y al cabo, así vivía en París—, sino por lo contrario: porque creía, o sospechaba, o intuía, que nunca estaba sola
del todo
.
Incluso cuando no había nadie a su alrededor.
No seas tonta. Ya te lo dijo Elisa: lo que le ha sucedido a Colin Craig es horrible, pero no tiene nada que ver con Nueva Nelson. No pienses en eso. Quítatelo de la cabeza
. Se frotó los brazos. Luego se enjabonó el vientre y el pubis depilado. Se había depilado axilas y pubis hacía años, completa, definitivamente. Al principio lo había considerado un capricho banal, incluso le había divertido mantenerse así, pese a que nadie la había animado a ello y ninguna de sus hermanas se había atrevido a tanto. Después... ya no supo qué pensar. Cuando compró toda aquella lencería negra (que jamás le había gustado y que le quedaba tan chocante en su cuerpo casi albino), o cuando decidió teñirse el pelo, también lo atribuyó a sus fantasías íntimas. Suponía que procedían de malas experiencias. En cualquier caso, se trataba de su vida privada.
O eso creía. Hasta que esa tarde había hablado con Jacqueline.
Durante los primeros meses tras su regreso de Nueva Nelson había intentado restablecer sin éxito el contacto con su antigua profesora. Había llamado a la universidad, al laboratorio incluso a su casa. Lo primero que supo fue que Jacqueline había resultado «herida» en la explosión de la isla. Luego le dijeron que había pedido una baja indefinida en la universidad. Los técnicos de Eagle le reprocharon aquellas llamadas, recordándole que estaba prohibido comunicarse con otros miembros del proyecto por razones de seguridad. Eso no hizo más que irritarla, y su estado empeoró. Entonces la táctica de ellos cambió: le daban noticias de Jacqueline casi cada mes. La profesora Clissot se encontraba bien, aunque había abandonado el ejercicio de su profesión. Más tarde se enteró de que se había divorciado. Escribía libros, era una mujer independiente que había decidido darle un nuevo rumbo a su vida.
Nadja había terminado aceptando que nunca más la vería. A fin de cuentas, ella también le había dado un nuevo rumbo a su vida.
Hasta aquella misma tarde, hacía unas horas, en que su teléfono móvil había sonado y había averiguado que los «rumbos» de Jacqueline y de ella (y quizá de Elisa) eran muy parecidos: soledad, angustia, obsesión por cuidar el aspecto y ciertas fantasías relacionadas con...
Ni siquiera recordaba quién de las dos había dicho la primera palabra sobre
él
y sobre las cosas que las «obligaba» a hacer. Una regla primordial de sus fantasías consistía en la prohibición de hablar de aquello con nadie. Pero había advertido en Jacqueline un titubeo, una ansiedad (muy similar a la de Elisa después), y eso la había decidido a confesarse... O quizá se debiera a la noticia de la muerte de Colin Craig que, de alguna forma, había agrietado la muralla de silencio. Y con cada nueva palabra que se filtraba por ella comprendían la pesadilla que las unía...
Pero es posible que haya una explicación psicológica. Algún tipo de trauma que sufrimos en la isla. Deja de preocuparte.
Entre los azulejos anaranjados de la cabina de la ducha discurría una hilera de pájaros de colores pintados en la cerámica. Nadja los contempló para distraerse mientras sostenía el grifo con la mano izquierda apuntando hacia la espalda.
Deja de preocuparte. Debes...
Las luces se apagaron de manera tan suave e inesperada que casi siguió viendo aquellos pájaros cuando las tinieblas la envolvieron.
Estaba llegando a Moncloa. Su ansiedad, sin embargo, había empeorado. Le entraron ganas de tocar el claxon, pedir paso, apretar el acelerador.
De pronto se sentía muy angustiada.
Podía resultar increíble, pero tenía la extraña certidumbre de que era vital que se apresurase.
Respiró aliviada al ver que el edificio parecía tranquilo. Sin embargo, aquel aspecto de normalidad también la agobiaba. Encontró un espacio para estacionar, entró en el portal y subió la escalera atropelladamente, pensando que algo malo había sucedido.
Pero Nadja misma le abrió la puerta, sonriendo. Toda la gélida inquietud que había sentido durante el trayecto se derritió bajo la calidez del saludo. No pudo evitar llorar de alegría mientras abrazaba a su amiga con fuerza. Luego se apartó y la miró detenidamente.
—¿Qué rayos te has hecho en el pelo?
—Me lo he teñido.
Estaba muy maquillada, guapa, elegante. Despedía olor a perfume. Hizo pasar a Elisa a un salón acogedor y luminoso, con un abeto con bombillas en una esquina, y le ofreció algo de beber antes de salir a cenar. Ella aceptó una cerveza. Nadja trajo una bandeja con dos vasos rebosantes de espuma, la depositó en una mesa de centro, se sentó frente a Elisa y dijo:
—La verdad, me arrepiento de haberte molestado. Soy tonta, Elisa. No debí llamarte.
—Para mí no ha sido ninguna molestia, al contrario. Quería verte.
—Ya me estás viendo. —Nadja cruzó las piernas revelando la abertura de la minifalda y la liga negra de la media. Estaba muy sexy. Elisa advirtió que hablaba un castellano perfecto, incluso sin acento. Iba a decírselo cuando Nadja añadió—: Sinceramente, pensé que te estaba obligando a venir.
—¿Cómo pudiste pensar eso?
—Bueno, llevas seis años sin intentar ponerte en contacto conmigo. Habrías podido hacerlo, sabías que vivía en París... Pero quizá yo no te importaba.
—Tú tampoco me llamaste —se defendió ella.
—Es verdad, no me hagas caso. Lo que me pasa es que he vivido muy sola todo este tiempo. —De repente su voz se endureció—. Muy sola. Preocupada por gustarle. Cuidándome
para él
. Porque ya sabes
cuánto
nos desea...
—Sí, ya lo sé.
Aquella última frase la había hundido, impidiéndole enfadarse por los no tan velados reproches de su amiga.
Tiene razón: me marché de casa sin esperarle como debía
. Se levantó inquieta, y dio un breve paseo por la habitación mientras hablaba.
—Lo siento de veras, Nadja. Me hubiese gustado mantener el contacto entre ambas, te lo juro, pero tenía miedo... Sé perfectamente que
él
quiere que tenga
miedo
. Eso le
gusta
, y, teniéndolo, le complazco. No creo haber hecho nada malo: sigo con mi trabajo, doy clases, intento olvidar, y me preparo para recibirle... Te aseguro que trato de hacerlo lo mejor que puedo. Lo que ocurre es que tengo la sensación de estar detenida en algún sitio, esperando... ¿Qué? No lo sé. Es la sensación de
esperar
la que no soporto... No sé si me entiendes. —Se volvió hacia Nadja—. ¿No te ocurre lo...?
Nadja ya no estaba en el sofá. Ni en ninguna otra parte del salón.
En ese instante todas las luces se apagaron, incluyendo las del abeto. No se preocupó demasiado: sin duda se trataba de un cortocircuito en la planta que abastecía la ciudad. En cualquier caso, sus ojos empezaron a acostumbrarse a las tinieblas. Cruzó la habitación a tientas y distinguió el comienzo de un pasillo.
Llamó a Nadja, pero se sintió mal al oír el eco de su propia voz. Avanzó algunos pasos. De repente su zapato hizo crujir algo. Cristales. ¿Una bola del futuro hecha trizas? ¿La bola de
su
futuro? Miró hacia arriba y creyó distinguir que la lámpara del techo formaba un garabato negro. Ahí estaba la explicación del corte de luz.
Más tranquila, siguió caminando por el oscuro pasillo hasta alcanzar una suerte de encrucijada: una puerta abierta a la izquierda, otra cerrada a la derecha, esta última de vidrio esmerilado. Quizá fuera la entrada a la cocina. Se volvió hacia la de la izquierda y quedó rígida.
No estaba abierta sino arrancada. Las bisagras, cubiertas de polvo o serrín, sobresalían del marco como clavos torcidos. Más allá, la oscuridad era total. Se adentró en ella.
—¿Nadja?
No oía nada, salvo sus pasos. En un momento dado un borde romo le golpeó el vientre. Un lavabo. Estaba en un cuarto de baño. Siguió caminando. Era un baño inmenso.
De repente comprendió que no se trataba de un baño, ni de una casa. El suelo lo formaba una capa espesa de algo que podía ser barro. Alargó una mano y tocó una pared que se hallaba como recubierta de moho. Tropezó con un objeto, oyó un chapoteo, se agachó. Era un trozo de cosa blanca, quizá un sofá roto. Y ahora distinguía, esparcidos a su alrededor, otros fragmentos de muebles destrozados. La temperatura era gélida y apenas había olores; solo uno, sutil pero persistente: mezcla de caverna y cuerpos, carne y cueva juntas.
Aquél
era el lugar.
Allí
era. Ya había llegado.
Siguió caminado por aquella soledad arrasada y volvió a tropezar con otro de los muebles despedazados.
Entonces se dio cuenta.
No eran muebles.
Sin poderlo evitar, un hilo cálido se precipitó por sus muslos y formó un charco a sus pies. También quería vomitar, pero un nudo en la garganta le impedía la emisión de cosas o palabras. Sintió un mareo. Al tender la mano para apoyarse en la pared comprendió que lo que había tomado al principio por moho era la misma sustancia espesa y húmeda del suelo. Llenaba cada resquicio, cada lugar, incluso creyó distinguir que partes de aquella cosa colgaban del techo como telarañas.
Otra pared se había alzado en su camino, y se asombró al comprobar que podía trepar por ella. Pero se trataba del suelo, aunque no recordaba haberse caído. Se incorporó, quedó de rodillas. Se frotó los brazos y notó la piel desnuda. En algún momento del trayecto debía de haberse quitado toda la ropa, aunque ignoraba por qué lo había hecho. Quizá le había dado asco ensuciársela un rato antes.