Zigzag (20 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Zigzag
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Caminaron hasta el último barracón de una hilera de tres. La señora Ross abrió una puerta y penetraron en un pasillo iluminado por pequeñas bombillas, como las usadas en las salas de cine cuando se apagan las luces. Pero lo que Elisa percibió con más intensidad fue el cambio de temperatura, incluso de atmósfera: del pegajoso entorno del aire libre al recinto clausurado de aquellas casas portátiles. El pasillo se hallaba flanqueado de puertas con curiosas mirillas. La señora Ross abrió otra puerta al fondo, se detuvo en la primera de la izquierda, hizo girar el picaporte sin usar llave alguna y encendió las luces de un cuarto adyacente.

—Ésta es tu habitación. Ahora no se ve bien porque por las noches solo se deja conectada la luz del baño, pero...

—Es estupenda.

En verdad, había pensado que viviría en una especie de «zulo». Pero el lugar era espacioso —más tarde contaría unos buenos cinco metros de ancho y tres de largo— y estaba pulcramente amueblado con un armario, un pequeño escritorio y una cama en el centro con su mesilla. A partir de la cama la habitación se estrechaba con la otra dependencia, cuya puerta la señora Ross se apresuró a abrir. «El cuarto de baño», dijo.

Ella se limitaba a asentir y a comentar todo lo bueno, pero la señora Ross fue al grano de inmediato, en una especie de interrogatorio «de mujer a mujer»: cuántas mudas de ropa había traído, si usaba un champú especial, qué clase de compresas necesitaba, si tenía pijama o dormía sin él, si disponía de traje de baño, etc. Luego le señaló la puerta de entrada y Elisa se percató de que también poseía una mirilla rectangular de cristal, al estilo de las que se veían en tantas películas en las celdas de los locos peligrosos. Le produjo una rara sensación. Había otra mirilla idéntica en la puerta del baño, que asimismo carecía de cerradura y pestillo.

—Son instrucciones de seguridad —le explicó Ross—. Ellos lo llaman «cabinas de baja privacidad grado dos». Para nosotras lo que significa es que cualquier morboso puede espiarnos. Por suerte, estamos rodeadas de hombres serios y decentes.

Elisa cedió de nuevo a la tentación de sonreír, pese a que aquella pérdida de intimidad le provocaba un cúmulo de extrañas sensaciones que, en conjunto, resultaban desagradables. Pero parecía que al lado de la señora Ross nada podía ser malo.

Antes de que su anfitriona la dejara, Elisa la contempló bajo el escrutinio de la luz del baño: regordeta y madura, quizá más de cincuenta años, vestida con un chándal plateado y zapatillas deportivas, perfectamente maquillada, con el pelo como recién modelado por un estilista, pendientes, anillos y pulseras dorados. Una tarjeta pellizcaba el chándal con su foto, su nombre y su cargo: «Cheryl Ross. Scientific Section» .

—Me da pena haberla hecho levantarse de madrugada a causa de mi llegada —se excusó Elisa.

—Para eso estoy. Ahora debes descansar. Mañana, a las nueve y media (bueno, dentro de cuatro horas más o menos), habrá una reunión en la sala principal. Pero antes puedes ir a la cocina a desayunar. Y cualquier cosa que precises a lo largo de estos días, habla con Mantenimiento.

Aquella última frase le hizo pensar que la señora Ross aguardaba una pregunta. La complació.

—¿Dónde está Mantenimiento?

—Estás viendo a Mantenimiento —dijo la señora Ross, en efecto complacida.

«Imagine el que quiera entender cuanto vi», decía la frase del adhesivo. Se había inclinado para leerla cuando se percató de que no estaba sola.

Los ojos la observaban con la fijeza de los reptiles.

Comprendía que no tenía que haberse asustado de aquella ridícula forma, pero no pudo evitar dar un respingo y retroceder de un salto mientras se llevaba una mano a los pechos y otra al pubis y se preguntaba dónde rayos había dejado la toalla. Cierta parte de su conciencia, más indulgente, la comprendía. Después de no haber pegado ojo durante las horas de descanso debido a los estresantes acontecimientos (
ayer estaba en Madrid despidiéndome de mi madre y Víctor, y esta mañana estoy en pelotas en una isla en mitad del Índico, por Dios
), la fatiga había hecho mella en ella mermando su umbral nervioso. Pese a todo, el entusiasmo no la había abandonado. Se había levantado mucho antes de la hora prevista, tras advertir luz a través de un rectángulo acristalado en la pared del fondo, y se había quedado boquiabierta al asomarse por él. Una cosa es saber que estás en una isla y otra, muy distinta,
contemplar
un oscuro horizonte de olas movedizas mecerse brutalmente casi al alcance de tu mano, más allá de un cerco de alambradas, palmeras y playa. Luego decidió darse una ducha, y se quitó la camiseta y las bragas sin pensar en mirillas ni vigilancia de ningún tipo. El baño disponía del espacio imprescindible para que sus rodillas no rozaran la pared cuando se sentaba en el retrete, pero aun así el agua que cayó sobre su cuerpo en el cuadrado de metal sin cortinas le pareció deliciosa, a la temperatura justa. Encontró una toalla y se secó. Salió del baño secándose y examinó con el ceño fruncido la mirilla de cristal: estaba oscura. No le gustaba exhibirse, pero tampoco iba a modificar sus costumbres por eso. Arrojó la toalla a... a algún condenado lugar (¿
dónde, joder
?) y abrió la cremallera de su maleta en busca de ropa.

Entonces se fijó en la decoración de la pared que hacía de cabecero de la cama: pegatinas y postales como puestas allí para dar un aire más confortable al cubo forrado de aluminio que la albergaba. Se acercó para ver la que más le atraía y, de repente, tuvo aquella rara sensación y descubrió los ojos en la mirilla de la puerta.

Fue entonces.

Al tiempo que saltaba y se protegía como una doncella ofendida.

Justo entonces pasó por su cabeza, por primera vez, un presagio de la oscuridad.

—Bienvenida a Nueva Nelson, aunque supongo que eso ya te lo han dicho.

Lo reconoció antes de verlo entrar. Pensó que reconocería aquellos ojos azul verdosos en cualquier parte: en medio del Índico, el Pacífico o el Polo Norte. Y lo mismo sucedía con su voz.

Ric Valente entró en la habitación y cerró la puerta. Llevaba una camiseta y unas bermudas verdes bien conjuntadas, aunque ni de lejos se parecían a la clase de ropa que solía usar (como si a él también le hubiese pillado por sorpresa el traslado a una isla, pensó ella), y sostenía dos jarras con algo humeante. S rostro huesudo estaba distendido en una sonrisa.

—Pedí una habitación con cama de matrimonio, pero no tenían. Me contentaré con verte así cada mañana. Por cierto, si buscas la toalla, está aquí, en el suelo. —Señaló el otro lado de la cama pero no hizo ningún ademán por recogerla—. Lamento haberte asustado, pero ya sabes que aquí la intimidad está prohibida por decreto. Esto es una especie de comuna sexual, todos gozamos de todos. La temperatura ayuda lo suyo: quitan la climatización por las noches. —Dejó las jarras en el escritorio y sacó de sus abultados bolsillos un par de vasos de papel y cuatro triángulos de sándwich envueltos en celofán.

De pie junto a la ventana, aún cubriéndose con los brazos, Elisa sintió un ligero desánimo. Valente era la única espina clavada en medio de su felicidad. Por supuesto, él seguía siendo el mismo de siempre, con la misma intención de humillarla de siempre, y parecía hallarse en su elemento, quizá debido a la sencillez con que había conseguido hacerla enrojecer. Sin embargo, ya esperaba encontrarse con él tarde o temprano (bien es verdad que no esperaba estar desnuda) y, de cualquier forma, tenía otras muchas cosas en qué pensar para preocuparse por algo tan ínfimo como que él la viera sin ropa.

Lanzó un suspiro, bajó los brazos y caminó con naturalidad hacia la toalla. Valente la observaba divertido. Al final movió la cabeza con gesto evaluador.

—No está mal, pero no te doy un diez, desde luego, ni siquiera con cuatro centésimas menos: todo lo más, un siete. Tu cuerpo es... ¿cómo definirlo? Demasiado abrumador, exuberante... Con mucha glándula, muchas cachas... De ser tú, yo me afeitaría las ingles.

—Me alegro de verte, Valente —replicó ella con indiferencia, dándole la espalda, cubierta por la toalla. Siguió buscando en su equipaje—. Creo que tenemos una reunión a las nueve y media.

—Tendré mucho gusto en acompañarte, pero supuse que no te apetecería tomar el desayuno junto a gente desconocida, de modo que opté por compartirlo contigo a solas. ¿Prefieres de jamón y queso o de pollo?

Lo del desayuno a solas era cierto. Estaba hambrienta y no quería comenzar la mañana saludando a todo el mundo.

—¿Cuándo llegaste? —le preguntó, optando por el de pollo.

—El lunes. —Valente le mostró las jarras: estaban llenas de café hasta la mitad—. ¿Con o sin azúcar?

—Sin.

—Igual que yo. Comparto tu amargura.

Elisa había sacado una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos que, por suerte, había metido en el equipaje para sus días de ocio en Suiza

—¿De qué va todo esto? —indagó—. ¿Lo sabes?

—Ya te lo he dicho: un experimento sexual. Las cobayas somos nosotros.

—Hablo en serio.

—Yo también. Carecemos de intimidad y estamos obligados a mirarnos el culo mutuamente dentro de jaulas metálicas en una isla del Índico con temperatura tropical. A mí eso me suena a sexo. Por lo demás, sé lo mismo que tú. Pensé que Blanes estaba en Zurich y me llevé una sorpresa cuando me trasladaron aquí. Después me sorprendí aún más al saber que tú también venías. Ahora ya me he acostumbrado a las sorpresas: forman parte de la vida de isleño. —Levantó su jarra—. Por nuestra apuesta.

—No hay ya ninguna apuesta —dijo Elisa. Probó un sorbo de café y lo consideró excelente—. Estamos empatados.

—Ni lo sueñes. He ganado yo. Blanes me dijo ayer que tus ideas sobre la variable de tiempo local son ridículas, pero que estás demasiado buena para no ficharte, a lo cual no tuve nadar que objetar. Y ahora que ya cuento con conocimiento de causa, debo decir que no le falta razón.

Elisa empezó a devorar su sándwich.

—¿Quieres decirme de una vez qué es lo que sabes? —preguntó.

—Solo sé que no sé nada. O muy poco. —Valente se zampó su comida de dos bocados—. Sé que tuve razón desde el principio, y que esto, sea lo que sea, es algo muy gordo... Tan gordo que no quieren compartirlo. Por eso han buscado a estudiantes como nosotros, ¿comprendes, querida? Nombres desconocidos que no empañen los suyos... En cuanto al resto, supongo que la reunión de las nueve y media servirá para rellenar nuestras lagunas de ignorancia. Pero te preguntaré, como Dios a Salomón: «¿Qué es lo quieres saber exactamente?».

—¿Sabes qué se hace con la ropa sucia?

—Eso sí puedo decírtelo. La lavamos nosotros. Hay una lavadora en la cocina, una secadora y una tabla de planchar. También debemos hacer la cama y limpiar la habitación, lavar los platos y turnarnos para hacer las comidas. Y te advierto que las chicas tenéis trabajo extra por la noche, ya que debéis dedicaros a complacer a los hombres. En serio: el experimento de Blanes consiste en averiguar si la gente puede soportar la vida matrimonial sin perder la cordura... ¿Te vas a poner sujetador? Por favor... ¡Todas las chicas van con los pechos sueltos! Estamos en una isla, cariño.

Sin hacerle caso, Elisa entró en el baño y empezó a vestirse.

—Dime una cosa —dijo cuando se cerró la cremallera de los shorts—. ¿Voy a tener que soportarte durante todo el tiempo en esta isla?

—Son unos once kilómetros cuadrados contando con el lago, no te preocupes. Hay espacio suficiente para no vernos la jeta.

Ella regresó al dormitorio. Ric la miraba desde la cama sorbiendo café.

—Ya que he cumplido mi sueño de verte sin ropa, quizá sea hora de que te diga la verdad —comentó—. No fue Blanes quien me llamó el domingo, sino Colin Craig, mi amigo de Oxford. Yo era su candidato, ya me había elegido sin yo saberlo, por eso me estudiaron y vigilaron. También te estudiaron a ti como otra probable candidata, en este caso para Blanes, aunque él aún no te había elegido. Pero, al leer tu trabajo, no tuvo ninguna duda. —Sonrió ante la sorpresa que ella mostraba—. Tú eres
la novia de Blanes.

—¿Qué?

Divertido con la expresión de Elisa, Valente agregó:

—Que tenías razón, querida: la variable de tiempo local era la clave, y no lo sospechábamos.

Nubes como sacos repletos de grano ocultaban el sol y gran parte del cielo. Sin embargo, no hacía frío y la atmósfera era densa y pegajosa. Bajo aquel universo, el paisaje que se extendía ante sus ojos la fascinó: arena fina, palmeras pesadas, un horizonte de selva más allá del pequeño helipuerto y el mar grisáceo ciñéndolo todo.

Mientras caminaban hacia el segundo barracón, Valente le explicó que Nueva Nelson tenía forma de herradura abierta hacia el sur, donde se encontraban los arrecifes de coral, cerrando un lago de agua salada de unos cinco kilómetros cuadrados, de modo que podía afirmarse que la isla era un atolón. La estación científica se hallaba al norte, en el cinturón de tierra firme, y entre ella y el lago discurría una línea de selva, que era la que en aquel momento contemplaban.

—Podemos ir un día de excursión —añadió—. Hay bambú, palmeras y hasta lianas, y las mariposas merecen la pena.

Algo parecido a una alegría nunca antes experimentada inundaba a Elisa mientras caminaba por la arena. Y ello a pesar de las alambradas y el resto de construcciones, no precisamente a juego con aquel escenario natural: antenas parabólicas y verticales, casamatas de paredes portátiles y helicópteros. Tampoco le importaron los dos soldados que montaban guardia en las verjas, ni siquiera la irritante presencia de Valente, pequeña pero siempre molesta, como un grano. Supuso que su felicidad se debía a razones muy íntimas, quizá ancladas en su inconsciente. Era el sueño del Edén hecho realidad.
Estoy en el paraíso
, se dijo.

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