La campana de la Torre Nueva suena con clamor de alarma. Cuando esta campana da al viento su lúgubre tañido la ciudad está en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿Qué será? ¿Qué pasa? ¿Qué hay?
—En el arrabal —dijo Agustín— debe de andar mala la cosa.
—Mientras nos atacan por aquí para entretener mucha gente de este lado, embisten también por la otra parte del río.
—Lo mismo fue en el primer sitio.
—¡Al arrabal, al arrabal!
Y cuando decíamos esto, la línea francesa nos envió algunas balas rasas para indicarnos que teníamos que permanecer allí. Felizmente Zaragoza tenía bastante gente en su recinto y podía acudir con facilidad a todas partes. Mi batallón abandonó la cortina de Santa Engracia y púsose en marcha hacia el Coso. Ignorábamos a dónde se nos conducía; pero era probable que nos llevaran al arrabal. Las calles estaban llenas de gente. Los ancianos, las mujeres salían impulsados por la curiosidad, queriendo ver de cerca los puntos de peligro, ya que no les era posible situarse en el peligro mismo. Las calles de San Gil, de San Pedro y la Cuchillería
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, que son camino para el puente, estaban casi intransitables; inmensa multitud de mujeres las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al Pilar y a la Seo. El estrépito del lejano canon más bien animaba que entristecía al fervoroso pueblo, y todo era gritar disputándose el paso para llegar más pronto. En la plaza de la Seo vi la caballería, que con el gran gentío casi obstruía la salida del puente, lo cual obligó a mi batallón a buscar más fácil salida por otra parte. Cuando pasamos por delante del pórtico de este santuario sentimos desde fuera el clamor de las plegarias con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa patrona. Los pocos hombres que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas.
Salimos a la orilla del río por junto a San Juan de los Panetes y nos situaron en el malecón esperando órdenes. Enfrente y al otro lado del río se divisaba el campo de batalla. Veíase en primer término la arboleda de Macanaz, más allá y junto al puente el pequeño monasterio de Altabás, más allá el de San Lázaro y a continuación el de Jesús. Detrás de esta decoración, reflejada en las aguas del gran río, la vista distinguía un fuego horroroso, un cruzamiento interminable de trayectorias, un estrépito ronco, de las voces del cañón y de humanos gritos formado, y densas nubes de humo que se renovaban sin cesar y corrían a confundirse con las del cielo. Todos los parapetos de aquel sitio estaban construidos con los ladrillos de los cercanos tejares, formando con el barro y la tierra de los hornos una masa rojiza. Creeríase que la tierra estaba amasada con sangre.
Los franceses tenían su frente desde el camino de Barcelona al de Juslibol, más allá de los tejares y de las huertas que hay a mano izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de Barcelona y desafiando con impetuoso arrojo los fuegos cruzados de San Lázaro y del sitio llamado el Macelo. Consistía su empeño en tomar por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían muchísimos, clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repelían la embestida. A veces llegaban hasta tocar los parapetos y mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo el soldado y el sargento y el alférez y el capitán y el coronel. Era una verdadera lucha entre dos pueblos, y mientras los furores del primer sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de venganza, con toda la saña del hombre ofendido, peor acaso que la del guerrero.
Precisamente este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente con su artillería nuestras obras; debieron conservar la serenidad que exige un sitio, y no desplegar guerrillas contra posiciones defendidas por gente como la que habían tenido ocasión de tratar el 15 de Julio y el 4 de Agosto; debieron haber reprimido aquel sentimiento de desprecio hacia las fuerzas del enemigo, sentimiento que ha sido siempre su mala estrella, lo mismo en la guerra de España que en la moderna contra Prusia; debieron haber puesto en ejecución un plan calmoso, que produjera en el sitiado antes el fastidio que la exaltación. Es seguro que de traer consigo la mente pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus cañones, habrían empleado en el sitio de Zaragoza no poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la guerra, la brutal guerra, ¡parece mentira!, no es más que una carnicería salvaje. Napoleón, con su penetración extraordinaria. hubiera comprendido el carácter zaragozano y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de valor personal. Esta es una cualidad de difícil y peligroso empleo, sobre todo delante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo.
No me extenderé en pormenores sobre esta espantosa acción del 21 de Diciembre, una de las más gloriosas del segundo sitio de la capital de Aragón. Sobre que no la presencié de cerca, y sólo podría dar cuenta de ella por lo que me contaron, me mueve a no ser prolijo la circunstancia de que son tantos y tan interesantes los encuentros que más adelante habré de narrar, que conviene cierta sobriedad en la descripción de estos sangrientos choques. Baste saber por ahora que los franceses al caer de la tarde creyeron oportuno desistir de su empeño, y que se retiraron dejando el campo cubierto de cadáveres. Era la ocasión muy oportuna para perseguirlos con la caballería; pero después de una breve discusión, según se dijo, acordaron los jefes no arriesgarse en una salida que podía ser peligrosa.
Llegada la noche, y cuando parte de nuestras tropas se replegaron
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a la ciudad, todo el pueblo corrió hacia el arrabal para contemplar de cerca el campo de batalla, ver los destrozos hechos por el fuego, contar los muertos y regocijar la imaginación, representándose una por una las heroicas escenas. La animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte de la ciudad eran inmensos. Por un lado grupos de soldados cantando con febril alegría, por otro las cuadrillas de personas piadosas que trasportaban a sus casas los heridos, y en todas partes una general satisfacción, que se mostraba en los diálogos vivos, en las preguntas, en las exclamaciones jactanciosas y con lágrimas y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo.
Serían las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas
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, siempre que no hubiera peligro. Corrimos Agustín y yo hacia el Pilar, donde se agolpaba un gentío inmenso, y entramos difícilmente. Quedeme sorprendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que mora la Virgen del Pilar. Los rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. Más que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, gritos, palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. Caían de rodillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, se dirigían a la santa imagen, llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. Los que por la aglomeración de la gente no podían acercarse, hablaban con la Virgen desde lejos agitando sus brazos. Allí no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los gritos irreverentes, porque estos y aquellos eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. Faltaba el silencio solemne de los lugares sagrados, y todos estaban allí como en su casa, como si la casa de la Virgen querida, la madre, ama y reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y súbditos.
Asombrado de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía más interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la ha visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han reproducido hasta lo infinito de un extremo a otro de la Península? A la izquierda del pequeño altar que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces como ahora la pequeña escultura. Gran profusión de velas de cera la alumbraban, y las piedras preciosas pegadas a su vestido y corona, despiden deslumbradores reflejos. Brillan el oro y los diamantes en el cerquillo de su rostro, en la ajorca de su pecho, en los anillos de sus manos. Una criatura viva rendiríase sin duda al peso de tan gran tesoro. El vestido sin pliegues, rígido y estirado de arriba a abajo
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como una funda, deja asomar solamente la cara y las manos; y el Niño Jesús, sostenido en el lado izquierdo, muestra apenas su carita morena entre el brocado y las pedrerías. El rostro de la Virgen, bruñido por el tiempo, es también moreno. Posee una apacible serenidad, emblema de la beatitud eterna. Dirígese al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto concurso. Brilla en sus pupilas un rayo de las cercanas luces, y aquel artificial fulgor de los ojos remeda la intención y fijeza de la mirada humana. Era difícil, cuando la vi por primera vez, permanecer indiferente en medio de aquella manifestación religiosa, y no añadir una palabra al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en distintos tonos con la Señora.
Yo contemplaba la imagen, cuando Agustín me apretó el brazo, diciéndome:
—Mírala, allí está.
—¿Quién, la Virgen? Ya la veo.
—No, hombre, Mariquilla. ¿La ves? Allá enfrente junto a la columna.
Miré y sólo vi mucha gente: al instante nos apartamos de aquel sitio, buscando entre la multitud un paso para transportarnos al otro lado.
—No está con ella el tío Candiola —dijo Agustín muy alegre—. Viene con la criada.
Y diciendo esto, codeaba a un lado y otro para hacerse camino, estropeando pechos y espaldas, pisando pies, chafando sombreros y arrugando vestidos. Yo seguía tras él, causando iguales estragos a derecha e izquierda, y por fin llegamos junto a la hermosa joven, que lo era realmente, según pude reconocerlo en aquel momento por mis propios ojos. La entusiasta pasión de mi buen amigo no me engañó, y Mariquilla valía la pena de ser desatinadamente amada. Llamaban la atención en ella su tez morena y descolorida, sus ojos de profundo negror, la nariz correctísima, la boca incomparable y la frente hermosa aunque pequeña. Había en su rostro, como en su cuerpo delgado y ligero, cierto abandono voluptuoso; cuando bajaba los ojos parecíame que una dulce y amorosa oscuridad envolvía su figura, confundiéndola con las nuestras. Sonreía con gravedad, y cuando nos acercamos, sus miradas revelaban temor. Todo en ella anunciaba la pasión circunspecta y reservada de las mujeres de cierto carácter, y debía de ser, según me pareció en aquel momento, poco habladora, falta de coquetería y pobre de artificios. Después tuve ocasión de comprobar aquel mi prematuro juicio. Resplandecía en el rostro de Mariquilla una calma platónica y cierta seguridad de sí misma. A diferencia de la mayor parte de las mujeres, y semejante al menor número de las mismas, aquella alma se alteraba difícilmente, pero al verificarse la alteración, la cosa iba de veras. Blandas y sensibles otras como la cera, ante un débil calor sin esfuerzo se funden; pero Mariquilla, de durísimo metal compuesta, necesitaba la llama de un gran fuego para perder la compacta conglomeración de su carácter, y si este momento llegaba, había de ser como el metal derretido que abrasa cuanto toca.
Además de su belleza, me llamó la atención la elegancia y hasta cierto punto el lujo con que vestía; pues acostumbrado a oír exagerar la avaricia del tío Candiola, supuse que tendría reducida a su hija a los últimos extremos de la miseria en lo relativo a traje y tocado. Pero no era así. Según Montoria me dijo después, el tacaño de los tacaños no sólo permitía a su hija algunos gastos, sino que la obsequiaba de peras a higos, con tal cual prenda, que a él le parecía el
non plus ultra
de las pompas mundanas. Si Candiola era capaz de dejar morir de hambre a parientes cercanos, tenía con su hija condescendencias de bolsillo verdaderamente escandalosas y fenomenales; pero aunque avaro, era padre: amaba regularmente, quizás mucho, a la infeliz muchacha, hallando por esto en su generosidad el primero, tal vez el único
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agrado de su árida existencia.
Algo más hay que hablar en lo referente a este punto, pero irá saliendo poco a poco durante el curso de la narración, y ahora me concretaré a decir que mi amigo no había dicho aun diez palabras a su adorada María, cuando un hombre se nos acercó de súbito, y después de mirarnos un instante a los dos con centelleantes ojos, dirigiose a la joven, la tomó por el brazo, y enojadamente le dijo:
—¿Qué haces aquí? Y Vd., tía Guedita, ¿por qué la ha traído al Pilar a estas horas? A casa, a casa pronto.
Y empujándolas a ambas, ama y criada, llevolas hacia la puerta y a la calle, desapareciendo los tres de nuestra vista.
Era Candiola. Lo recuerdo bien, y su recuerdo me hace estremecer de espanto. Más adelante sabréis por qué. Desde la breve escena en el templo del Pilar, la imagen de aquel hombre quedó grabada en mi memoria, y no era ciertamente su figura de las que prontamente se olvidan. Viejo, encorvado, con aspecto miserable y enfermizo, de mirar oblicuo y desapacible, flaco de cara y hundido de mejillas
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, Candiola se hacía antipático desde el primer momento. Su nariz corva y afilada como el pico de un pájaro lagartijero, la barba igualmente picuda, los largos pelos de las cejas blanquinegras, la pupila verdosa, la frente vasta y surcada por una pauta de paralelas arrugas, las orejas cartilaginosas, la amarilla tez, el ronco metal de la voz, el desaliñado vestir, el gesto insultante, toda su persona, desde la punta del cabello, mejor dicho, desde la bolsa de su peluca hasta la suela del zapato, producía repulsión invencible. Se comprendía que no tuviera ningún amigo.
Candiola no tenía barbas; llevaba el rostro, según la moda, completamente rasurado, aunque la navaja no entraba en aquellos campos sino una vez por semana. Si D. Jerónimo hubiera tenido barbas, le compararía por su figura a cierto mercader veneciano que conocí mucho después, viajando por el vastísimo continente de los libros, y en quien hallé ciertos rasgos de fisonomía que me hicieron recordar los de aquel que bruscamente se nos presentó en el templo del Pilar.