Read Zaragoza Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Zaragoza (22 page)

BOOK: Zaragoza
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—Estará entre ellos para asistir a los heridos.

—Puede ser; pero me parece que le gustan más los sanos y robustos. Su carilla graciosa está diciendo que allí no hay pizca de vergüenza.

—¡Lengua de escorpión!

—Pura verdad —añadió el fraile—. Bien dicen que de tal palo, tal astilla. ¿No aseguran que su madre la Pepa Rincón fue mujer pública o poco menos?

—Alegre de cascos tal vez…

—¡No está mala alegría! Cuando fue abandonada por su tercer cortejo, cargó con ella el Sr. D. Jerónimo.

—Basta de difamación —dijo Montoria—, y aunque se trata de la peor gente del mundo, dejémosles con su conciencia.

—Yo no daría un maravedí por el alma de todos los Candiolas reunidos —repuso el fraile—. Pero allí aparece el Sr. D. Jerónimo, si no me engaño. Nos ha visto y viene hacia acá.

En efecto, el tío Candiola avanzaba despaciosamente por el Coso, y llegó a la puerta del convento.

—Buenas tardes tenga el Sr. D. Jerónimo —le dijo Montoria—. Quedamos en que se acabaron los rencorcillos…

—Hace un momento ha estado aquí preguntando por Vd. su inocente hija —le indicó Luengo con malicia.

—¿Dónde está?

—Ha ido a San Diego —dijo un soldado—. Puede que se la roben los franceses que andan por allí cerca.

—Quizás la respeten al saber que es hija del señor D. Jerónimo —dijo Luengo—. ¿Es cierto, amigo Candiola, lo que se cuenta por ahí?

—¿Qué?

—Que Vd. ha pasado estos días la línea francesa para conferenciar con la canalla.

—¡Yo! ¡Qué vil calumnia! —exclamó el tacaño—. Eso lo dirán mis enemigos para perderme. ¿Es usted, Sr. Montoria, quien ha hecho correr esas voces?

—Ni por pienso —respondió el patriota—. Pero es cierto que lo oí decir. Recuerdo que le defendí a usted, asegurando que el Sr. Candiola es incapaz de venderse a los franceses.

—¡Mis enemigos, mis enemigos quieren perderme! ¡Qué infamias inventan contra mí! También quieren que pierda la honra, después de haber perdido la hacienda. Señores, mi casa de la calle de la Sombra ha perdido parte del tejado. ¿Hay desolación semejante? La que tengo aquí detrás de San Francisco y pegada a la huerta de San Diego, se conserva bien; pero está ocupada por la tropa, y me la destrozan que es un primor.

—El edificio vale bien poco, Sr. D. Jerónimo —dijo el fraile—, y si mal no recuerdo, hace diez años que nadie quiere habitarla.

—Como dio la gente en la manía de decir si había duendes o no… Pero dejemos eso. ¿Han visto por aquí a mi hija?

—Esa virginal azucena ha ido hacia San Diego en busca de su simpático papá.

—Mi hija ha perdido el juicio.

—Algo de eso.

—También tiene de ello la culpa el Sr. de Montoria. Mis enemigos, mis pérfidos enemigos no me dejan respirar.

—¡Cómo! —exclamó mi protector—. ¿También tengo yo la culpa de que esa niña haya sacado las malas mañas de su madre?… quiero decir… ¡Maldita lengua mía! Su madre fue una señora ejemplar.

—Los insultos del Sr. Montoria no me llaman la atención y los desprecio —dijo el avaro con ponzoñosa cólera—. En vez de insultarme el Sr. D. José, debiera sujetar a su niño Agustín, libertino y embaucador, que es quien ha trastornado el seso a mi hija. No, no se la daré en matrimonio, aunque bebe los vientos por ella. Y quiere robármela. ¡Buena pieza el tal D. Agustín! No, no la tendrá por esposa. Vale más, mucho más mi María.

D. José de Montoria, al oír esto, púsose blanco, y dio algunos pasos hacia el tío Candiola, con intento sin duda de renovar la violenta escena de la calle de Antón Trillo. Después se contuvo, y con voz dolorida habló así:

—¡Dios mío! Dame fuerzas para reprimir mis arrebatos de cólera. ¿Es posible matar la soberbia y ser humilde delante de este hombre? Le pedí perdón de la ofensa que le hice, humilleme ante él, le ofrecí una mano de amigo, y sin embargo, se me pone delante para injuriarme otra vez, para insultarme del modo más horrendo… ¡Miserable hombre, castígame, mátame, bébete toda mi sangre y vende después mis huesos para hacer botones; pero que tu vil lengua no arroje tanta ignominia sobre mi hijo querido! ¿Qué has dicho, que ha dicho Vd. de mi Agustín?

—La verdad.

—No sé cómo me contengo. Señores, sean ustedes testigos de mi bondad. No quiero arrebatarme; no quiero atropellar a nadie; no quiero ofender a Dios. Yo le perdono a este hombre sus infamias; pero que se quite al punto de mi presencia, porque viéndole no respondo de mí.

Candiola, amedrentado por estas palabras, entró en el portalón del convento. El padre Luengo se llevó a Montoria por el Coso abajo.

Y sucedió que en el mismo instante, entre los soldados que allí estaban reunidos, empezó a cundir un murmullo rencoroso que indicaba sentimientos muy hostiles contra el padre de Mariquilla, lo cual, atendidos los antecedentes de aquel, no tenía nada de particular. Él quiso huir, viéndose empujado de un lado para otro; mas le detuvieron, y sin saber cómo, en un rápido movimiento del grupo amenazador, fue llevado al claustro. Entonces una voz dijo con colérico acento:

—Al pozo; arrojarle
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al pozo.

Candiola fue asido por varias manos, y magullado, roto y descosido más de lo que estaba.

—Es de los que andan repartiendo dinero para que la tropa se rinda —dijo uno.

—Sí, sí —gritaron otros—. Ayer decían que andaba en el Mercado repartiendo dinero.

—Señores —decía el infeliz con voz ahogada—, yo les juro a Vds. que jamás he repartido dinero.

Y así era la verdad.

—Anoche dicen que le vieron traspasar la línea y meterse en el campo francés.

—De donde volvió por la mañana. ¡Al pozo con él!

Otro amigo y yo forcejeamos un rato por salvar a Candiola de una muerte segura; pero no lo pudimos conseguir sino a fuerza de ruegos y persuasiones, diciendo:

—Muchachos, no hagamos una barbaridad. ¿Qué daño puede causar este vejete despreciable?

—Es verdad —añadió él en el colmo de la angustia—. ¿Qué mal puedo hacer yo, que siempre me he ocupado en socorrer a los menesterosos? Vosotros no me mataréis; sois soldados de las Peñas de San Pedro y de Extremadura; sois todos guapos chicos. Vosotros incendiasteis aquellas casas de las Tenerías, donde yo encontré el pollo que me valió una onza. ¿Quién dice que yo me vendo a los franceses? Les odio, no les puedo ver, y a vosotros os quiero como a mi propio pellejo. Niñitos míos, dejadme en paz. Todo lo he perdido; que me quede al menos la vida.

Estas lamentaciones, y los ruegos míos y de mi amigo ablandaron un poco a los soldados, y una vez pasada la primera efervescencia, nos fue fácil salvar al desgraciado viejo. Al relevarse la gente que estaba en las posiciones, quedó completamente a salvo; pero ni siquiera nos dio las gracias cuando, después de librarle de la muerte, le ofrecimos un pedazo de pan. Poco después, y cuando tuvo alientos para andar, salió a la calle, donde él y su hija se reunieron.

- XXVII -

Aquella tarde, casi todo el esfuerzo de los franceses se dirigió contra el arrabal de la izquierda del Ebro. Asaltaron el monasterio de Jesús, y bombardearon el templo del Pilar, donde se refugiaba el mayor número de enfermos y heridos, creyendo que la santidad del lugar les ofrecía allí más seguridad que en otra parte.

En el centro no se trabajó mucho en aquel día. Toda la atención estaba reconcentrada en las minas y nuestros esfuerzos se dirigían a probar al enemigo que antes que consentir en ser volados solos, trataríamos de volarles a ellos, o volar juntos, por lo menos.

Por la noche ambos ejércitos parecían entregados al reposo. En las galerías subterráneas no se sentía el rudo golpe de la piqueta. Yo salí afuera y hacia San Diego encontré a Agustín y a Mariquilla, que hablaban sosegadamente sentados en el dintel de una puerta de la casa de los Duendes. Se alegraron mucho de verme, y me senté junto a ellos participando de los mendrugos que comían.

—No tenemos donde albergarnos —dijo Mariquilla—. Estábamos en un portal del callejón del Órgano, y nos echaron. ¿Por qué aborrecen tanto a mi pobre padre? ¿Qué daño les ha hecho? Después nos guarecimos en un cuartucho de la calle de las Urreas y también nos echaron. Nos sentamos luego bajo un arco en el Coso, y todos los que allí estaban huyeron de nosotros. Mi padre está furioso.

—Mariquilla de mi corazón —dijo Agustín—, espero que el sitio se acabe pronto de un modo o de otro. Quiera Dios que muramos los dos, si vivos no podemos ser felices. No sé por qué en medio de tantas desgracias mi corazón está lleno de esperanza; no sé por qué me ocurren ideas agradables y pienso constantemente en un risueño porvenir. ¿Por qué no? ¿Todo ha de ser desgracias y calamidades? Las desventuras de mi familia son infinitas. Mi madre no tiene ni quiere tener consuelo. Nadie puede apartarla del sitio en que están el cadáver de mi hermano y el de mi sobrino, y cuando por fuerza la llevamos lejos de allí, la vemos luego arrastrándose sobre las piedras de la calle para volver. Ella, mi cuñada y mi hermana ofrecen un espectáculo lastimoso; niéganse a tomar alimentos, y al rezar, deliran, confundiendo los nombres santos. Esta tarde al fin hemos conseguido llevarlas a un sitio cubierto donde se las obliga a mantenerse en reposo y a tomar algún alimento. Mariquilla, ¡a qué triste estado ha traído Dios a los míos! ¿No hay motivo para esperar que al fin se apiade de nosotros?

—Sí —repuso la Candiola—; el corazón me dice que hemos pasado las amarguras de nuestra vida, y que ahora tendremos días tranquilos. El sitio se acabará pronto, porque según dice mi padre, lo que queda es cosa de días. Esta mañana fui al Pilar; cuando me arrodillé delante de la Virgen, pareciome que la Santa Señora me miraba y se reía. Después salí de la iglesia, y un gozo muy vivo hacía palpitar mi corazón. Miraba al cielo y las bombas me parecían un juguete; miraba a los heridos, y se me figuraba que todos ellos se volvían sanos; miraba a las gentes y en todas creía encontrar la alegría que se desbordaba en mi pecho. Yo no sé lo que me ha pasado hoy, yo estoy contenta… Dios y la Virgen sin duda se han apiadado de nosotros; y estos latidos de mi corazón, esta alegre inquietud son avisos de que al fin después de tantas lágrimas vamos a ser dichosos.

—¡Lo que dices es la verdad! —exclamó Agustín, estrechando a Mariquilla amorosamente contra su pecho—. Tus presentimientos son leyes; tu corazón identificado con lo divino no puede engañarnos; oyéndote me parece que se disipa la atmósfera de penas en que nos ahogamos, y respiro con delicia los aires de la felicidad. Espero que tu padre no se opondrá a que te cases conmigo.

—Mi padre es bueno —dijo la Candiola—. Yo creo que si los vecinos de la ciudad no le mortificaran, él sería más humano. Pero no le pueden ver. Esta tarde ha sido maltratado otra vez en el claustro de San Francisco, y cuando se reunió conmigo en el Coso estaba furioso y juraba que se había de vengar. Yo procuraba aplacarle; pero todo en vano. Nos echaron de varias partes. Él, cerrando los puños y pronunciando voces destempladas, amenazaba a los transeúntes. Después echó a correr hacia aquí; yo pensé que venía a ver si le han destrozado esta casa, que es nuestra; seguile, volviose él hacia mí como atemorizado al sentir mis pasos, y me dijo: «tonta, entrometida, ¿quién te manda seguirme?». Yo no le contesté nada, pero viendo que avanzaba hacia la línea francesa con ánimo de traspasarla, quise detenerle, y le dije: «Padre ¿a dónde vas?». Entonces me contestó: «¿No sabes que en el ejército francés está mi amigo el capitán de suizos D. Carlos Lindener, que servía el año pasado en Zaragoza? Voy a verle; recordarás que me debe algunas cantidades». Hízome quedar aquí y se marchó. Lo que siento es que sus enemigos, si saben que traspasa la línea y va al campo francés, le llamarán traidor. No sé si será por el gran cariño que le tengo por lo que me parece incapaz de semejante acción. Temo que le pase algún mal, y por eso deseo la conclusión del sitio. ¿No es verdad que concluirá pronto, Agustín?

—Sí, Mariquilla, concluirá pronto, y nos casaremos. Mi padre quiere que me case.

—¿Quién es tu padre? ¿Cómo se llama? No es tiempo todavía de que me lo digas?

—Ya lo sabrás. Mi padre es persona principal y muy querido en Zaragoza. ¿Para qué quieres saber más?

—Ayer quise averiguarlo… Somos curiosas. A varias personas conocidas que hallé en el Coso les pregunté: «¿Saben Vds. quién es ese señor que ha perdido a su hijo primogénito?». Pero como hay tantos en este caso, la gente se reía de mí.

—No me lo preguntes. Yo te lo revelaré a su tiempo, y cuando al decírtelo, pueda darte una buena noticia.

—Agustín, si me caso contigo, quiero que me lleves fuera de Zaragoza por unos días. Deseo durante corto tiempo ver otras casas, otros árboles, otro país; deseo vivir algunos días en sitios que no sean estos, donde tanto he padecido.

Sí, Mariquilla de mi alma —exclamó Montoria con arrebato—; iremos a donde quieras, lejos de aquí, mañana mismo… mañana no, porque no está levantado el sitio; pasado… en fin, cuando Dios quiera…

—Agustín —añadió Mariquilla, con voz débil que indicaba cierta somnolencia—, quiero que al volver de nuestro viaje, reedifiques la casa en que he nacido. El ciprés continúa en pie.

Mariquilla inclinando la cabeza, mostraba estar medio vencida por el sueño.

—¿Deseas dormir, pobrecilla? —le dijo mi amigo tomándola en brazos.

—Hace varias noches que no duermo —respondió la joven cerrando los ojos—. La inquietud, el pesar, el miedo me han mantenido en vela. Esta noche el cansancio me rinde, y la tranquilidad que siento me hace dormir.

—Duerme en mis brazos, María —dijo Agustín—, y que la tranquilidad que ahora llena tu alma no te abandone cuando despiertes.

Después de un breve rato en que la creímos dormida, Mariquilla mitad despierta, mitad en sueños, habló así:

—Agustín, no quiero que quites de mi lado a esa buena doña Guedita, que tanto nos protegía cuando éramos novios… Ya ves cómo tenía yo razón al decirte que mi padre fue al campo francés a cobrar sus cuentas…

Después no habló más y se durmió profundamente. Sentado Agustín en el suelo, la sostenía sobre sus rodillas y entre sus brazos. Yo abrigué sus pies con mi capote.

Callábamos Agustín y yo, porque nuestras voces no turbaran el sueño de la muchacha. Aquel sitio era bastante solitario. Teníamos a la espalda la casa de los Duendes, inmediata al convento de San Francisco, y enfrente el colegio de San Diego, con su huerta circuida por largas tapias que se alzaban en irregulares y angostos callejones. Por ellos discurrían los centinelas que se relevaban y los pelotones que iban a las avanzadas o venían de ellas. La tregua era completa, y aquel reposo anunciaba grandes luchas para el día siguiente.

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