Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
Echo las cartas por última vez.
El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.
El Colgado, la Torre...
La Torre se desploma. Las piedras ruedan desde el remate y caen hacia la oscuridad. Desde el parapeto diminutas figuras se arrojan al vacío sin dejar de gesticular. Una luce un vestido rojo..., ¿o se trata de una capa con una pequeña caperuza?
No miro la última carta. La he visto demasiadas veces. Mi madre, siempre optimista, le atribuyó diversas interpretaciones, pero para mí solamente tiene un significado.
La Muerte
sonríe desde el dibujo grabado en madera: celosa, envidiosa, con los ojos huecos y hambrienta; la insaciable Muerte, la implacable Muerte, la Muerte, la deuda que tenemos con los dioses. En la plaza se ha formado una gruesa capa de nieve y, pese a que comienza a oscurecer, el suelo está peculiarmente luminoso, como si calle y cielo hubiesen cambiado de sitio. No se parece en nada a la bonita nieve de libro ilustrado de la casa de Adviento, aunque a Anouk le encanta y constantemente busca excusas para controlar lo que ocurre fuera. En este momento ha salido y veo su figura luminosa, que contrasta con la blancura funesta. Desde donde estoy parece muy pequeña: una niñita perdida en el bosque. Por supuesto que se trata de algo absurdo, aquí no hay bosque. Es uno de los motivos por los que elegí este sitio. Claro que todo cambia cuando nieva y la magia reaparece por su cuenta. Entonces los lobos invernales descienden furtivamente por las calles y los callejones de la colina de Montmartre...
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, cuatro
y
media de la tarde
Jean-Loup vino esta tarde. Por la mañana telefoneó para decir que traería algunas fotos que tomó el otro día. Las revela en su casa, al menos las de blanco y negro, y tiene cientos de copias clasificadas, etiquetadas y encarpetadas. Habló con tono entusiasmado y jadeante, como si hubiese algo especial que desea mostrarme.
Pensé que quizá había ido al cementerio y finalmente había conseguido una imagen de las luces espectrales de las que siempre habla.
Las fotos que trajo no eran del cementerio, la colina, el nacimiento, las luces navideñas ni del Papá Noel con el puro. Se trataba de imágenes de Zozie: las digitales que había tomado en la chocolatería y varias nuevas, en blanco y negro, algunas hechas fuera del local y otras de Zozie en medio del gentío mientras cruzaba la plaza rumbo al funicular o hacía cola a la puerta de la panadería de la rue de Trois Frères.
—¿Qué es esto? —pregunté—. Ya sabes que no le gusta...
—Annie, mira las fotos —me interrumpió.
Yo no quería verlas. La única vez que discutimos fue por sus ridículas fotos. No estaba dispuesta a que volviéramos a pelearnos. Además, ¿por qué las había tomado? Pensé que sin duda había tenido algún motivo.
—Por favor —insistió Jean-Loup—. Solo quiero que las veas. Te prometo que las tiraré si decides que no tienen nada de extraño.
Al mirar esa treintena de fotos me sentí muy incómoda. La idea de que Jean-Loup hubiese espiado y acechado a Zozie ya era bastante mala pero, por si eso fuera poco, en las fotos había algo, algo que empeoraba más la situación.
Todas correspondían a Zozie. Se veía la falda con las campanillas en el bajo y las impresionantes botas con ocho centímetros de plataforma. Su pelo era el de siempre, lo mismo que la bisutería y la bolsa de rafia con la que hace la compra.
Sin embargo, su cara...
—Has manipulado las fotos —declaré y, por encima de la mesa, las empujé hacia Jean-Loup.
—Annie, te prometo que no. Te aseguro que el resto del carrete salió bien. Es algo que hace ella. ¿Tienes otra explicación?
Yo tampoco sabía cómo interpretarlo. Algunas personas salen bien en las fotos; se las llama «fotogénicas» y resulta evidente que Zozie no lo era. Otras se defienden y la verdad es que no sé si existe una palabra que las defina, pero Zozie tampoco correspondía a esta categoría. La totalidad de las fotos eran espantosas, su boca había adquirido una forma extraña, su mirada ponía los pelos de punta y una especie de mancha, como un halo deforme, rodeaba su cabeza.
—Por lo visto no es fotogénica. ¿Qué tiene de malo? No todo el mundo sale favorecido.
—Hay algo más —aseguró Jean-Loup—. Mira esto.
Sacó un recorte de periódico doblado, el artículo de uno de los diarios parisinos en los que aparecía la foto borrosa de una cara de mujer. Según el artículo, respondía al nombre de Françoise Lavery. Esa foto era igual a las de Zozie, con los ojos diminutos, la boca retorcida y hasta la mancha extraña.
—¿Qué pretendes demostrar? —pregunté. Al fin y al cabo, no era más que una imagen ampliada y con mucho grano, como casi todas las que publica la prensa. Se trataba de una mujer de edad indefinible, con peinado sencillo y gafitas bajo el flequillo largo. No tenía nada que ver con Zozie, si exceptuamos la mancha y la boca torcida. Me encogí de hombros—. Podría ser cualquiera.
—Pero es ella —puntualizó Jean-Loup—. Por mucho que cueste creerlo, es así.
Me pareció una ridiculez. El recorte de prensa tampoco tenía mucho sentido. Se refería a una profesora de París que había desaparecido el año anterior. Lo que pretendo es afirmar que Zozie jamás fue profesora, ¿no? ¿Jean-Loup intenta decir que Zozie es un fantasma?
Ni siquiera él estaba seguro.
—Aparecen noticias sobre estas cosas —comentó mi amigo y, con gran cuidado, guardó el recorte en el sobre—. Creo que lo llaman «suplantación de identidad».
—Lo que tú digas.
—Ríete si quieres, pero pasa algo raro. Lo noto cuando está cerca. Esta noche traeré la cámara. Quiero hacer primeros planos y ver si así consigo alguna prueba...
—Tú y tus fantasmas.
Empecé a mosquearme. Jean-Loup solo tiene un año más que yo. ¿Quién se piensa que es? Si supiera la mitad de lo que yo sé sobre Ehecatl, el Uno Jaguar y el Huracán, probablemente le daría un ataque o algo parecido. Si conociera la existencia de Pantoufle, supiese que Rosette y yo invocamos al Viento del Cambio o se enterara de lo que ocurrió en Les Laveuses, probablemente se volvería loco.
Por eso hice algo que tal vez no debía. No quería volver a discutir con Jean-Loup y sabía que ocurriría si seguíamos hablando. Sigilosamente tracé con los dedos la señal del Uno Mono, el timador, y desde mi espalda se la lancé como si de un guijarro se tratase.
Jean-Loup frunció el
ce
ñ
o
y se llevó la mano a la cabeza.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
—No lo sé. Acabo de sentir..., tengo la sensación de haberme quedado en blanco. ¿De qué hablábamos?
Jean-Loup me gusta, me gusta mucho y no quiero que le pase nada malo, pero es lo que Zozie denomina «gente corriente» en oposición a la «gente como nosotras». La gente corriente cumple las normas y la gente como nosotras las crea. Hay demasiadas cosas que no puedo contarle a Jean-Loup, cosas que no entendería. En cambio, a Zozie se lo digo todo y me conoce mejor que nadie.
En cuanto Jean-Loup se fue, quemé en la chimenea de mi habitación el recorte y las fotos que se había olvidado y vi que los copos de ceniza se volvían blancos y se posaban como la nieve.
Listo, ya no queda nada.
Ahora me siento mejor. No es que sospeche de Zozie pero, con la boca torcida y los ojillos de mirada malvada, ese rostro me causó inquietud. No es posible que la haya visto antes, ¿verdad? ¿Nos hemos cruzado en la chocolatería, en la calle o tal vez en el autobús? Para no hablar del nombre de Françoise Lavery. ¿Lo he oído en otra parte? Es un nombre bastante corriente, pero me gustaría saber por qué me recuerda a...
¿
Un rat
ó
n?
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, cinco y veinte de la tarde
Debo reconocer que ese niño nunca me gustó. Solo fue un instrumento útil para apartarla de la influencia de su madre y volverla más receptiva a la mía. Ahora ese chico ha traspasado los límites, ha intentado socavarme, por lo que temo que habrá que prescindir de él.
Lo vi en sus colores cuando estaba a punto de abandonar el local. Había estado arriba con Anouk, escuchando música, jugando o a lo que sea que se dedican estos días, y me saludó amablemente mientras recogía el anorak del perchero colgado detrás de la puerta.
Algunas personas son más fáciles de interpretar que otras y, pese a toda su astucia Jean-Loup Rimbault solo tiene doce años. Noté algo demasiado ingenuo en su sonrisa, algo que había detectado en más de una ocasión en mi época de profesora Françoise. Me refiero a la sonrisa de un niño que sabe demasiado y que cree que puede salirse con la suya. ¿Qué contenía la carpeta de papel que acababa de dejar en el dormitorio de Anouk? ¿Tal vez..., tal vez fotografías?
—¿Vendrás esta noche a la fiesta?
Jean-Loup movió afirmativamente la cabeza.
—Por supuesto. El local está de fábula.
No hay duda de que hoy Vianne no ha parado. Del techo penden constelaciones de estrellas plateadas y ramas con velas a punto para ser encendidas. Como aquí no hay mesa de comedor, ha juntado las pequeñas para hacer una larga y las ha tapado con los tres manteles que corresponde: el verde, el blanco y el rojo. De la puerta cuelga una guirnalda de acebo y el aroma a cedro y a pino recién talado impregna el aire como si de un bosque se tratase.
Los trece postres navideños tradicionales están repartidos por la chocolatería en platos de cristal, semejan un tesoro pirata y se los ve brillantes y lustrosos con tonos topacio y dorado: turrón negro para el diablo, turrón blanco para los ángeles, clementinas, uvas, higos, almendras, miel, dátiles, manzanas, peras, carne de membrillo, bizcochitos de harina de almendras salpicados de uvas pasas y piel confitada y una hogaza preparada con aceite de oliva y dividida en doce trozos, como una rueda...
Para no hablar del chocolate: el tronco de Yule que se enfría en la cocina, los bombones de turrón, los de piña y las trufas de chocolate apiladas sobre el mostrador en medio de una aromática espolvoreada de cacao en polvo.
—Prueba —propongo, y le ofrezco una trufa.
Jean-Loup acepta el bombón con actitud soñadora. El aroma es intenso y terroso, como el de los hongos que se recogen con la luna llena. A decir verdad, es posible que contengan algún hongo, ya que mis especialidades están cargadas de cosas misteriosas, pero en este caso es el cacao en polvo el que ha sido hábilmente manipulado para quitar del medio a ese crío molesto y, por añadidura, el signo del Huracán dibujado con cacao en la parte de abajo del mostrador será más que suficiente para resolver el problema.
—Nos veremos en la fiesta —asegura Jean-Loup.
No creo que nos veamos. Es indudable que mi pequeña Nanou te echará de menos, aunque no por mucho tiempo. Muy pronto el Huracán descenderá sobre Le Rocher de Montmartre y, cuando suceda...
Bueno, ¿quién sabe? ¿Acaso saberlo no desvelaría la sorpresa y la echaría a perder?
Lunes, 24 de diciembre.
Nochebuena, seis de la tarde
Finalmente la chocolatería ha cerrado y, salvo el letrero que cuelga en la puerta, nada indica que en su interior hay actividad.
¡ESTA NOCHE, A LAS SIETE Y MEDIA, FIESTA DE NAVIDAD!, reza el letrero en medio de un dibujo de estrellas y monos.