Read Zapatos de caramelo Online
Authors: Joanne Harris
En síntesis, me convertí en el bicho raro.
Por otro lado, aguardé el momento oportuno. Estudié y aprendí. Mi plan de estudios fue heterodoxo y algunos lo considerarían profano, pero siempre fui la primera de la clase. Mi madre no supo casi nada de mi investigación. De haberse enterado se habría espantado. La magia intervencionista, como solía llamarla, era la antítesis misma de sus convicciones, que sustentaban diversas hipótesis pintorescas que prometían la venganza cósmica para aquellos que osaban obrar por sí mismos.
Pues bien, yo me atreví. Cuando por fin estuve preparada, pasé por Saint Michael's-on-the-Green como el viento de diciembre. Mi madre no sospechó prácticamente nada, lo que fue bueno porque estoy segura de que habría estado en desacuerdo. Pero fui yo quien lo hizo. Solo tenía dieciséis años y aprobé el único examen que cuenta.
Desde luego, a Annie le queda un largo trecho por recorrer, pero confío en que, con el tiempo, la convertiré en alguien bastante especial.
Por lo tanto, Annie, ocupémonos de esa venganza.
Lunes, 19 de noviembre
Hoy Suze vino a la escuela con la cabeza tapada con un pañuelo. Por lo visto, en lugar de hacerle reflejos la peluquera ha logrado que la cabellera se le caiga a mechones. En opinión de la experta, ha sufrido una reacción al contacto con el agua oxigenada... Suze reconoció que no era la primera vez que le ocurría, por lo que la peluquera dice que ella no tiene la culpa, que Suzanne ya tenía el pelo dañado por tanto planchado y alisamiento y que, si le hubiese dicho la verdad, habría empleado otro producto para que no sufriese efectos secundarios.
Suzanne dice que su madre demandará a la peluquería por estrés y trauma emocional.
A mí me resulta divertidísimo.
Sé que no debería ser así..., ya que Suzanne es amiga, aunque tal vez no lo es, al menos del todo. Una amiga saca la cara por ti cuando tienes problemas y nunca le sigue la corriente a quien se burla de ti.
Los amigos te aceptan como eres,
al menos es lo que dice Zozie. Con los amigos de verdad nunca eres un bicho raro.
Últimamente hablo mucho con Zozie. Sabe lo que significa tener mi edad y ser distinta. Según contó, su madre tenía una tienda que a algunos no les gustaba, por lo que, en cierta ocasión, incluso intentaron incendiarla.
—Más o menos como nos pasó a nosotras —comenté, y tuve que contarle la historia completa.
Le dije que a comienzos de la Cuaresma el viento nos condujo al pueblo de Lansquenet-sous-Tannes y que montamos la chocolatería frente a la iglesia; le hablé del cura que nos detestaba, de nuestros amigos, de la gente del río, de Roux y de Armande, que murió tal como había vivido, sin remordimientos ni despedidas y con sabor a chocolate en la boca.
Supongo que no tendría que habérselo contado, pero con Zozie resulta muy difícil mantener la boca cerrada. Además, trabaja para nosotras, está de nuestra parte y comprende.
Ayer me contó que odiaba la escuela.
—Detestaba a los compañeros y a los profesores. Todos me tenían por un monstruo y no querían sentarse conmigo por las hierbas y las cosas que mi madre me ponía en los bolsillos. Metía asafétida, que bien sabe Dios que huele fatal; pachulí porque se supone que es espiritual, y dracaena, que se introduce en todas partes y deja manchas rojas... Por eso los chicos se burlaban de mí y decían que tenía piojos y que olía. Hasta los profesores intervinieron y una mujer, la señora Fuller, me dio una charla sobre la higiene personal...
—¡Qué desagradable!
Zozie sonrió.
—Les pagué con la misma moneda.
—¿Cómo?
—Tal vez otro día te lo cuente. Nanou, la cuestión radica en que durante mucho tiempo pensé que la culpa era mía, que realmente era un monstruo y que nunca llegaría a nada.
—Pero si tú eres muy inteligente... y, además, guapísima...
—En aquellos tiempos no me sentía inteligente ni guapa. Siempre tuve la sensación de que para ellos no era lo bastante buena, limpia ni agradable. No me molesté en hacer las tareas. Lisa y llanamente, di por sentado que todos eran mejor que yo y hablé todo el tiempo con Mindy...
—Tu amiga invisible...
—Como era de esperar, se rieron, aunque para entonces apenas importaba lo que yo hiciese. De todas maneras, se habrían reído de mí. —Dejó de hablar, por lo que la miré e intenté imaginar cómo había sido en aquella época. Me esforcé por imaginarla sin seguridad en sí misma, belleza ni estilo...—. La esencia de la belleza —prosiguió Zozie— radica en que, en realidad, no tiene mucho que ver con el aspecto físico. No se refiere al color del pelo, a tu talla ni a tu figura. Está todo aquí... —Se palmeó la cabeza—. Tiene que ver con tu modo de caminar, hablar y pensar... Por ejemplo, si caminas así...
De repente hizo algo que me sobresaltó:
cambi
ó
su rostro.
No es que pusiese otra cara ni nada que se le parezca, sino que hundió los hombros, desvió la mirada, dejó caer el labio inferior, convirtió su cabellera en una especie de cortina desvaída y de repente se trocó en otra persona, en alguien que llevaba la ropa de Zozie y que, aunque no era del todo fea, no te girarías a mirar dos veces, alguien de quien te olvidarías en cuanto se alejase.
—O así —añadió, sacudió la melena, se irguió y volvió a ser la Zozie de siempre, la genial Zozie con las pulseras tintineantes, la falda campesina amarilla y negra, el pelo con la mecha rosa y los zapatos de charol amarillo brillante con plataforma, que a cualquier otra persona le habrían sentado fatal, pero que a ella le quedaban estupendos simplemente porque es Zozie y todo le sienta bien.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Me enseñarás cómo se hace?
—Acabo de hacerlo —repuso sin dejar de reír.
—Parece..., parece magia —declaré y me ruboricé.
—Verás, casi toda la magia es así de sencilla —afirmó Zozie con gran naturalidad. Si lo hubiese dicho otra persona habría pensado que se burlaba de mí, pero no es el caso de Zozie, ella no se mofa.
—La magia no existe —añadí.
—En ese caso, llámalo como quieras. —Se encogió de hombros—. Si lo prefieres, considéralo una actitud. Llámalo carisma, arrojo, encanto o hechizo. Básicamente consiste en permanecer erguida, mirar a la gente a los ojos, dirigirle una sonrisa demoledora y decir «que te zurzan, soy fabulosa».
Reí, no precisamente porque Zozie hubiese soltado un taco.
—¡Cuánto me gustaría ser capaz de hacerlo! —reconocí.
—Inténtalo —propuso Zozie—. Es posible que te lleves una sorpresa.
Está claro que tuve suerte. Hoy ha sido excepcional. Ni siquiera Zozie podía saberlo. Lo cierto es que me sentí distinta, más viva, como si el viento hubiese cambiado.
En primer lugar, está eso de la actitud que mencionó Zozie. Me comprometí a intentarlo y lo probé; esta mañana me sentí un pelín cohibida, con el pelo recién lavado y unas gotas de colonia de rosas de Zozie, mientras me miraba en el espejo del baño y practicaba la sonrisa demoledora.
Debo reconocer que tan mal no estaba. No fue perfecto, pero la diferencia es enorme si te pones derecha y pronuncias las palabras, aunque solo sea mentalmente.
Además, también estaba distinta; me parecía más a Zozie, a la clase de persona capaz de soltar tacos en un salón de té sin que le importe lo más mínimo.
No es magia,
me dije con mi voz espectral. Con el rabillo del ojo avisté a Pantoufle, con expresión ligeramente desaprobadora, mientras subía y bajaba la nariz.
—Pantoufle, no te preocupes —musité—. No se trata de magia. Está permitido.
Después aparecieron Suze y el pañuelo. Me he enterado de que tendrá que llevarlo hasta que le crezca el pelo y lo cierto es que está horrible. Parece un bolo cabreado. Además, la gente dice
«
Allahu akbar
»
cada vez que se cruza con ella; Chantal se rió, Suze se enfadó y han reñido de verdad.
Chantal pasó toda la hora de la comida con otras amigas y Suze vino a quejarse y a llorar en mi hombro, pero supongo que en ese momento no me sentía demasiado comprensiva y, además, estaba acompañada.
Todo lo cual me conduce a la tercera cuestión.
Sucedió esta mañana, durante el recreo. Con excepción de Jean-Loup Rimbault, que leía como siempre, y de unas pocas solitarias, en su mayor parte musulmanas que casi nunca participan en nada, el resto de la clase jugaba con una pelota de tenis.
Chantal lanzó la pelota a Lucie y cuando entré gritó: «¡Annie es un bicho raro!». Después todos rieron, se lanzaron la pelota por el aula y gritaron: «¡Salta! ¡Salta!».
Otro día habría participado. Al fin y al cabo, se trata de un juego y es mejor ser bicho raro que quedar excluida, pero hoy había puesto en práctica la dichosa actitud de Zozie.
Me pregunté cómo habría reaccionado y en el acto supe que Zozie preferiría morir antes que ser bicho raro.
Chantal seguía gritando que saltase, como si fuera un perro, y durante unos segundos me limité a mirarla como si hasta entonces jamás la hubiese visto de verdad.
Antes pensaba que era bonita. Debería serlo, ya que dedica mucho tiempo a su aspecto. Hoy también vi sus colores y los de Suzanne; había pasado tanto tiempo desde que los miré por última vez que me resultó imposible dejar de contemplar lo horribles, lo realmente feas que son mis compañeras.
Los demás también debieron de reparar en algo porque Suze soltó la pelota y nadie la recogió. Percibí que formaban un círculo, como si estuviera a punto de estallar una pelea o algo superespecial.
A Chantal no le gustó que la mirase fijamente y espetó:
—¿Qué diablos te pasa? ¿Ya no recuerdas que mirar así es de mala educación?
Me limité a sonreír y seguí mirándola.
Tras ella detecté que Jean-Loup Rimbault apartaba la vista del libro. Mathilde también miraba, con la boca ligeramente entreabierta; Faridah y Sabine dejaron de hablar en un rincón y Claude esbozó una sonrisa como la que adoptas cuando llueve e inesperadamente el sol asoma durante unos segundos.
Chantal me dirigió una de sus miradas socarronas.
—Algunos podemos darnos el lujo de tener una vida. Supongo que tendrás que buscarte otra diversión.
Bueno, sabía qué habría respondido Zozie, pero yo no soy Zozie, detesto las escenas y una parte de mi persona solo aspiraba a sentarse en el pupitre y perderse entre las páginas de un libro. Por otro lado, me había comprometido a intentarlo, por lo que cuadré los hombros, miré a Chantal a los ojos y dirigí a todos mi sonrisa demoledora.
—Que te zurzan, soy fabulosa. —Cogí la pelota de tenis, que se había detenido entre mis pies, y la lancé a la cabeza de Chantal—. Ahora tú eres el bicho raro.
Me dirigí hacia el fondo del aula y me detuve frente al pupitre de Jean-Loup, que ya ni siquiera simulaba reír, sino que me observaba con la boca entreabierta por la sorpresa.
—¿Quieres jugar? —pregunté.
Tomé la delantera.
Hablamos mucho rato. Resulta que nos gustan las mismas cosas: las viejas películas en blanco y negro, la fotografía, Julio Verne, Chagall, Jeanne Moreau, el cementerio...
Siempre lo había considerado engreído; nunca juega con los demás, tal vez porque es un año mayor, y constantemente toma fotos raras con su pequeña cámara. Solo le había hablado una ve/ porque sabía que así fastidiaría a Chantal y a Suze.
En realidad, no está mal; se rió con mi historia de Suze y la lista y, cuando le conté dónde vivía, preguntó:
—¿Has dicho que vives en una chocolatería? ¿No es fantástico?
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
—Puedes comer bombones.
—Siempre que quiero.
Puso los ojos en blanco, lo que me llevó a soltar una carcajada. A continuación...
—Espera un momento —pidió, cogió su cámara plateada apenas más grande que una caja de cerillas, me apuntó y declaró—:Te he pillado.
—¡Eh, para! —exclamé y me puse de espaldas.
No me gusta que me hagan fotos. Jean-Loup contemplaba la diminuta pantalla de la cámara y sonreía.
—Mira —propuso y me mostró la foto.
No suelo ver fotos mías. Las pocas que tengo son formales, para el pasaporte, con fondo blanco y sin sonreír. En esta me reía y Jean-Loup había hecho la foto en un ángulo disparatado, conmigo girada hacia la cámara, con el pelo alborotado y el rostro encendido...
Jean-Loup sonrió de oreja a oreja.
—Vamos, reconócelo, no está tan mal.
Volví a encogerme de hombros.
—He quedado bien. ¿Hace mucho que te dedicas a la fotografía?
—Desde la primera vez que rae ingresaron en el hospital. Tengo tres cámaras. Mi preferida es una vieja Yashica manual que utilizo únicamente para blanco y negro. La digital es buena y puedo llevarla a todas partes.
—¿Por qué estuviste en el hospital?
—Tengo un problema cardíaco —respondió—. Por eso perdí un curso. Tuvieron que someterme a dos operaciones y falté cuatro meses a la escuela. Fue totalmente imperfecto.
No hace falta que diga que «imperfecto» es la palabra preferida de Jean-Loup.
—¿Es grave? —quise saber.
Jean-Loup le restó importancia con un encogimiento de hombros.
—En realidad, morí en la mesa de operaciones. Me declararon oficialmente muerto durante cincuenta y nueve segundos.
—¡Caramba! —exclamé—. ¿Te han quedado cicatrices?
—A montones —replicó Jean-Loup—. Si te descuidas soy un monstruo.