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Authors: Giorgio Faletti

Yo mato (3 page)

BOOK: Yo mato
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Robert permaneció impasible, tan invulnerable al humor de Jean-Loup como al humo de sus cigarrillos.

—Mi silencio expresa una evidente superioridad frente a estos comentarios casi femeninos. No es para oír tus lamentables críticas a mis cigarrillos por lo que he estado esperando a que tu precioso trasero se posara en mi sillón. Y ojo, digo «precioso» porque es bien sabido por todos que esa es la parte de tu cuerpo con la que razonas...

El intercambio de bromas de este tipo formaba parte de un pequeño ritual que ambos practicaban desde hacía años; sin embargo, Jean-Loup pensaba que se hallaban muy lejos de poder considerarse amigos. En realidad, ese humor destructivo solo escondía la dificultad para llegar hasta el fondo de Robert Bikjalo. Tal vez fuera una persona inteligente, y sin duda era astuto. Un hombre inteligente a veces da al mundo más de lo que recibe; uno astuto intenta coger lo máximo y dar a cambio lo menos posible. Jean-Loup conocía bien las reglas del juego en el mundo de los medios de comunicación privados. Él era el locutor de
Voices
, el programa de mayor éxito de Radio Montecarlo, y la gente como Bikjalo te escuchaba solo en función de la audiencia que atrajeras.

—Solo quería decirte lo que pienso de ti y de tu programa, antes de arrojarte inexorablemente a la calle...

Se apoyó en el respaldo y al fin apagó el cigarrillo en un cenicero lleno de cadáveres. Dejó caer entre ambos un silencio de póquer, y luego prosiguió con el tono de quien se dispone a cantar un full de ases:

—Hoy he recibido una llamada sobre
Voices.
Era una persona muy cercana a palacio. No me preguntes quién; se dice el pecado, no el pecador...

El tono del director cambió de golpe. Una sonrisa de cuarenta dientes floreció en su cara al mostrar una escalera de color.

—¡El príncipe en persona ha expresado su satisfacción por el éxito de la emisión!

Jean-Loup se levantó del sillón con una sonrisa parecida, estrechó la mano que le tendía Bikjalo y volvió a sentarse. El jefe continuó su vuelo en las alas del entusiasmo.

—Montecarlo siempre ha tenido una imagen de lugar rico, de centro internacional de evasión fiscal. Últimamente, con todos los escándalos financieros en Estados Unidos y la crisis económica que cunde en casi todas partes, estamos pasando momentos difíciles...

Dijo «estamos» como una amable concesión al mundo, pero su expresión no reflejaba una honda preocupación por los problemas ajenos. Cogió de la cajetilla un nuevo cigarrillo, dobló la boquilla, se lo introdujo entre los labios y lo encendió con el mechero del escritorio.

—Hace algunos años, en esta época del año, se veían dos mil personas en la plaza del Casino. Ahora, hay noches en que ese mismo lugar tiene un aire de
day after
que da miedo. El ímpetu que has logrado imprimir a
Voices
al orientar el programa hacia lo social le ha dado un nuevo cariz. Ahora el público puede ver Montecarlo como un lugar donde la solidaridad existe, donde se puede hacer una llamada telefónica para pedir ayuda. También para la radio, no te lo niego, ha sido muy revigorizador. Hay muchísimos patrocinadores nuevos en el horizonte, y esto te da la mejor medida del éxito del programa.

Jean-Loup arqueó una ceja y sonrió. Robert era ante todo un administrador, y para él el éxito significaba, en última instancia, un suspiro de alivio y una sensación de satisfacción a la hora de hacer el balance. Los tiempos heroicos de Radio Montecarlo, los de Jocelyn y Awanagana y Herbert Pagani, habían pasado. Ahora se vivían los tiempos de la economía.

—La verdad es que hemos sido hábiles, los dos. Sobre todo tú. Aparte del acertado formato del programa y de la forma en que lo has desarrollado después, el éxito se ha debido, ante todo, a tu capacidad de emitir tanto en francés como en italiano. Yo solo he cumplido con mi trabajo...

Bikjalo hizo un gesto vago de pretendida modestia. En todo caso, se refería a una muy buena intuición desde el punto de vista empresarial. La calidad del programa y la capacidad bilingüe del locutor le habían inducido a intentar una maniobra que había sabido realizar con la habilidad de un diplomático consumado. Había creado, sobre la base de la audiencia y los resultados, una especie de
joint-venture
con Europe 2, una emisora francesa que emitía desde París y tenía una línea editorial muy cercana a la de Radio Montecarlo.

Como resultado, ahora
Voices
llegaba a gran parte de los territorios italiano y francés.

Robert Bikjalo apoyó los pies sobre el escritorio y echó el humo del cigarrillo hacia lo alto. Jean-Loup pensó que era una pose muy institucional y alegórica. Probablemente el presidente no lo habría considerado del mismo modo.

El director prosiguió, triunfal:

—A finales del mes próximo se entregan los Music Awards. Me han llegado rumores de que han pensado en ti para presentarlos. Y después viene el Festival de Cine y Televisión. Estás llegando a la cumbre, Jean-Loup. Muchos personajes de la radio han tenido problemas a la hora de dar el salto hacia la imagen. Pero tú tienes buena apariencia, así que, si juegas bien tus cartas, es probable que provoques una encarnizada competencia entre la radio y la televisión.

Jean-Loup sonrió y miró el reloj. Se levantó de la silla.

—De momento, la única encarnizada competencia que hay es la de Laurent con sus nervios. Todavía no le he visto, y tenemos que revisar todo el material de esta noche.

—Dile de mi parte a esa especie de director y autor que le espera lo mismo que a ti.

Jean-Loup se dirigió hacía la puerta. Cuando estaba a punto de salir, Robert le llamó.

—¿Jean-Loup?

Se volvió. Bikjalo seguía sentado en el sillón y se mecía con la expresión de un Silvestre que al fin se ha comido al canario.

—Dime.

—De más está decir que si todo esto de la televisión llega a buen puerto yo seré tu agente.

Mientras observaba su expresión falsamente bonachona y auténticamente predadora, Jean-Loup pensó que iba a vender caro su pellejo.

—He tenido que soportar durante mucho tiempo el humo de tus cigarrillos. Para obtener un porcentaje de mis ganancias deberás soportar por lo menos otro tanto.

Cuando cerró la puerta, Robert Bikjalo miraba el techo con aire soñador. Jean-Loup tuvo la impresión de que ya estaba contando el dinero que todavía no había ganado.

2

Jean-Loup, a través de la gran pared de cristal de la cabina de dirección, observaba la ciudad y los juegos de luces que se reflejaban en las aguas inmóviles del puerto. Arriba, envuelta en la oscuridad, se distinguía la presencia protectora del monte Agel, señalada por una pequeña constelación de luces rojas, las de la antena que permitía a Radio Montecarlo emitir en territorio italiano.

A su espalda, la voz de Laurent salió del interfono.

—Fin de la pausa, vuelta al trabajo.

Sin molestarse en responder, el locutor se apartó de la ventana y volvió a su puesto. Se puso los auriculares y se sentó ante el micrófono. Laurent, del otro lado del cristal, le hizo una seña con la mano abierta para indicarle que faltaban cinco segundos para el fin de la tanda publicitaria.

Laurent pinchó el breve
jingle
de
Voices
para anunciar la continuación del programa. Al menos hasta aquel momento, había sido una emisión tranquila, incluso divertida, sin las llamadas quejumbrosas que a veces debían soportar.

—Aquí Jean-Loup Verdier. Aquí
Voices
, en Radio Montecarlo, esperando que en esta hermosa noche de mayo nadie necesite nuestra ayuda, sino solo nuestra música. A ver, acaban de hacerme una seña de que hay una llamada.

En efecto, la luz roja en lo alto de la pared se había encendido y Laurent se la señalaba con el índice para confirmarle que había una llamada en la línea. Jean-Loup apoyó los codos sobre la mesa y se acercó al micrófono.

—¿Diga?

Hubo un par de chasquidos y luego un silencio. Jean-Loup arqueó una ceja y miró a Laurent, que se encogió de hombros para indicar que el problema no era de ellos.

—Sí, ¿diga?

Al fin la respuesta llegó a través del aire, y las ondas de la radio la hicieron llegar a todos los oyentes. Se introdujo en las cajas de transmisión y en la mente y la vida de todos los que escuchaban. A partir de ese momento, y durante mucho tiempo, las tinieblas se volverían un poco más oscuras y haría falta mucho ruido para llenar todo aquel silencio.

—Hola, Jean-Loup.

Había algo antinatural en el sonido de aquella voz. Parecía extrañamente chata, sin expresión ni color, como si sonara a través de un tubo. Las palabras tenían un eco sofocado, como un avión que despega a lo lejos.

De nuevo, Jean-Loup miró con expresión interrogante a Laurent, que con el índice de la mano derecha trazó unos pequeños círculos en el aire para indicar que la distorsión provenía de la línea del que llamaba.

—Hola, ¿quién habla?

Del otro lado de la línea hubo un instante de vacilación. Después llegó la respuesta, casi un soplo en su reverberación antinatural.

—No tiene importancia. Soy uno y ninguno.

—Tu voz está distorsionada, se oye mal. ¿De dónde llamas?

Pausa. El ligero silbido de un avión que despega hacia no se sabe dónde.

El interlocutor no respondió a la pregunta de Jean-Loup.

—Tampoco eso tiene importancia. Lo único que importa es que ha llegado el momento de que hablemos, aunque esto signifique que después ni tú ni yo sigamos siendo los mismos.

—¿En qué sentido?

—Yo seré pronto un hombre perseguido, y tú estarás del lado de los perros que ladran y dan caza a las sombras. Es una pena, porque ahora, en este preciso momento, tú y yo somos iguales, somos lo mismo.

—¿En qué somos iguales?

—Para el mundo, los dos somos una voz sin rostro que se escucha con los ojos cerrados, imaginando. Fuera está lleno de gente que solo se preocupa de conseguir un rostro que mostrar con orgullo, de inventarse uno que sea distinto de todos los demás. Es el momento de salir, de ir a ver qué se oculta detrás...

—No comprendo qué quieres decir.

Otra pausa, lo bastante larga para pensar que la comunicación había finalizado. Después la voz volvió; podía percibirse el dejo de una sonrisa.

—Entenderás con el tiempo.

—No logro seguir tu razonamiento...

Otro breve silencio, como si el hombre al otro lado de la línea estuviera buscando las palabras.

—No te preocupes. A veces es difícil también para mí.

—Entonces, ¿por qué has llamado? ¿Por qué estás hablando conmigo?

—Porque estoy solo.

Jean-Loup se inclinó sobre la mesa y se cogió la cabeza entre las manos.

—Hablas como un hombre que está encerrado en una prisión.

—Todos estamos encerrados en una prisión. La mía me la he construido yo solo, pero no por eso es más fácil escapar.

—Lo lamento por ti. Me parece intuir que no te gusta la gente.

—¿A ti te gusta?

—No siempre. A veces creo entenderla; y cuando no puedo, trato, al menos, de no juzgarla.

—Incluso en eso somos iguales. Lo único que nos hace distintos es que tú, cuando has terminado de hablar con ellos, tienes la posibilidad de sentirte cansado. Puedes irte a tu casa y apagar tu mente y todos sus males. Yo no. Yo, de noche, no puedo dormir, porque mi mal no descansa nunca.

—Entonces, ¿qué haces, de noche, para curar tu mal?

Jean-Loup decidió presionar un poco a su interlocutor, pero la respuesta se hizo esperar. Cuando llegó, fue como si un objeto envuelto en varias capas de papel saliera lentamente a la luz.

—Yo mato...

—¿Qué signif...?

La voz de Jean-Loup fue interrumpida por una música que salía del receptor. Era una melodía melancólica y complicada; sin embargo, después de aquellas dos últimas palabras parecía flotar en el aire como una amenaza. Duró apenas unos diez segundos y luego, con la misma brusquedad con la que había comenzado, calló.

En el silencio que se hizo a continuación, todos oyeron con claridad el clic de la comunicación concluida. Jean-Loup levantó la cabeza hacia los demás. En la sala, solo había el rumor fresco del acondicionador de aire y el hielo de los pensamientos; sin embargo, fue como si todos, al mismo tiempo, se volvieran a mirar hacia el resplandor cegador de Sodoma y Gomorra en llamas.

Después de ese incidente, con grandes esfuerzos, lograron continuar el programa hasta finalizar la emisión. No llamó ningún otro oyente. O, mejor, tras la extraña llamada la centralita telefónica se saturó de llamadas, pero ninguna salió al aire.

Jean-Loup se quitó los auriculares y los dejó junto al micrófono. A pesar del aire acondicionado, tenía el pelo mojado, como si hubiera corrido.

«Ni tú ni yo seguiremos siendo los mismos.»

Durante el resto del programa solo había puesto música, y únicamente había comentado la extraña semejanza entre Tom Waits y el italiano Paolo Conté; ambos eran intérpretes atípicos y autores extremadamente significativos. Tradujo las letras de dos de sus canciones y subrayó su importancia. Por fortuna, él y su equipo disponían de diversas escapatorias para llenar las noches desesperadas, y esta sin duda era una de ellas. Tenían algunos números de teléfono a los que recurrían cuando el programa resultaba demasiado tibio. Llamaron a algunos artistas amigos para pedirles que intervinieran, y pasaron un cuarto de hora acompañados por la poesía y el humor de Francis Cabrel.

Se abrió la puerta de comunicación y asomó la cabeza, de Laurent.

—¿Todo bien, Jean-Loup?

Jean-Loup lo miró como si no lo viera.

—Sí, todo bien.

Se levantó y salieron juntos del estudio; en el camino se cruzaron con las miradas perplejas y casi evasivas de Barbara y de Jacques, el técnico de sonido. La muchacha llevaba una blusa azul, y Jean-Loup notó dos grandes manchas de sudor bajo las axilas.

—Ha habido una avalancha de llamadas. Dos han preguntado si era una historia policíaca en capítulos y cuándo se emitía el siguiente. Después, por lo menos una docena de personas indignadas se han quejado por el truco sensacionalista al que hemos recurrido para aumentar la audiencia. Hasta el jefe ha llamado; ha llegado como un rayo y nos espera en el despacho del presidente. También cree que ha sido una broma de mal gusto, y nos ha preguntado si estamos locos. Parece que uno de los patrocinadores le ha telefoneado, y no precisamente para felicitarle.

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