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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (33 page)

BOOK: Yo, la peor
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—¿La disfrazaron para la ocasión? —dijo con sorna mientras Cecilia escondía la vista en el armario semiabierto.

—Vengo a buscar a mi madre.

—Pues encuéntrela —dijo el hombre con desinterés, colocando de nuevo a la mujer sobre sus piernas.

Cecilia no quiso mirar aquel sexo que horadaba a la mujer jadeante. Se volteó hacia la pared y se hincó. Las mujeres se rieron, con la voz entrecortada de placer el hombre siguió:

—El padre Barcia ya no responde, vinimos a cuidarlo, a sus criaturas también. Tan pecaminosas que hizo bien en encerrarlas. Son una tentación.

Cecilia no miraba, escuchaba las risas de las mujeres e intuía las humedades de sus frotes. El hombre no pudo hablar poseído por un respirar frenético. Cecilia se asustó y se puso de pie frente a la puerta. La golpeó con fuerza, deseosa de que la sacaran de allí.

—No se alebreste, hermana, con usted no quiero nada —dijo jadeante el hombre—. Aquí hay suficiente.

Cecilia no quería ya buscar a su madre, quería salir cuanto antes de aquel lugar.

—Si se la quiere llevar es preciso que la encierre en el convento. Estas mujeres no pueden estar en la calle.

Se escucharon pasos y una voz distinta a la del cuidador que preguntaba por la razón de los toquidos de la puerta. Esta vez el sacristán alejó a las mujeres y se recompuso, pues cuando la voz hizo su aparición, Cecilia se dio la vuelta, miró al sillón y encontró a dos hombres de pie.

—¿A qué se debe su visita?

Sor Cecilia se persignó ante aquel hombre que parecía poseer autoridad a pesar de su desaliño. Tenía la barba muy blanca y muy larga, la espalda encorvada, los pies descalzos con costras de tierra.

—Mi madre, Dolores Isáureri, está aquí. Me la quiero llevar.

—Ya le expliqué que es imposible —intercedió el otro.

—Me la llevaré al convento —se defendió Cecilia, sintiendo que el heroísmo de la travesía se volvía a apoderar de su ánimo.

Los hombres se quedaron callados un rato.

—Aquí no hay suficiente de comer —dijo sereno el hombre mayor—, si la identifica, llévesela. Usted tendrá que hacer la tarea que yo he hecho con tanto ahínco. Si todas hubiesen querido ser religiosas como usted, cuánto hubiéramos conseguido.

Y el padre abrió la puerta que parecía atrancada por fuera, y caminó hacia el patio donde se silenciaron todas, atemorizadas. Soltó el nombre de la madre de Cecilia. La monja que lo siguió miraba las caras para ver cuál respondía al llamado. Otra vez el padre Barcia pronunció el nombre.

—Dolores Isáureri.

Luego añadió:

—Dolores Isáureri, tu hija ha venido por ti. Entonces una dijo yo soy, y otra también, y otra más y comenzaron a caminar hacia la monja, llamándola
hija, hija, soy tu madre.
Cecilia las miraba azorada, sin identificar a la real, unas eran más jóvenes, otras de su misma edad, y en sus caras no reconocía nada familiar. El padre dejó que respondieran por decenas, hasta que dijo enfurecido:

—Ya basta. Quiero a la verdadera, a las demás les espera el fuste.

El silencio se instaló oscuro como la noche. Entonces sor Cecilia se atrevió:

—Mamá, soy Cecilia, tu hija, he venido a perdonarte.

Del fondo de uno de los pasillos se escuchó un gruñido seguido de un grito sofocado y luego apareció una mujer con el rostro maltratado, el pelo apelmazado por el sudor y la mugre, el paso torvo. Cuando estuvo cerca, Cecilia reconoció el azul de sus ojos bajo los párpados colgantes. Cecilia pensó aliviada que su madre agradecería aquel gesto y le concedería una mirada dulce, pero avanzó hacia ella y alzó los brazos amenazantes.

—¿Mamá? —preguntó Cecilia.

La mujer se le abalanzó dispuesta a golpearla cuando el cuidador la atajó.

—Mamá —Cecilia balbuceó.

Aquellos ojos azules eran los mismos que la retaron al silencio en la alacena de casa, los del bordado en el patio de casa ya no existían. La mujer siguió gruñendo y manoteando. Cecilia tuvo miedo. Miedo de condenarse porque su madre no aceptaba el perdón. Ella venía a decirle que estaba dispuesta a olvidar, pero su madre no quería escuchar.

—¿Mamá? —volvió a decir, temerosa—. No se la lleve —suplicó al cuidador.

Pero ya las mujeres se alejaban como si supieran a dónde llevaban a la de la afrenta. El padre Barcia ya no estaba a su lado. Se quedó sola en aquel patio de hembras enloquecidas. Y caminó al portón vencida. Allí estaba el cuidador que le abrió la puerta y la cerró tras de ella sin que mediara palabra. Manuel estaba sentado junto a la barda en la penumbra del atardecer. Se puso de pie al descubrirla. Cecilia se subió al carruaje y no supo cómo colocar los sentimientos: eran muchos confundidos con las visiones brutales de lo ocurrido. Se tapó la boca y contuvo un aullido. ¿Por qué nadie le dijo a dónde se iba a meter? ¿Por qué sor Juana no la previno del horror?

La suerte del lechón

Abril había sido un mes desconcertante con sus días soleados y luminosos, con sus lluvias de Viernes Santo y de cuando en cuando. En abril también terminaba la cuaresma y el encierro. Pero Isabel María estaba melancólica. Como novicia que era ya, sus actividades habían cambiado; ahora cantaba en el coro con más frecuencia y ella misma debía entrenar a las niñas del convento por órdenes de su tía, que veía en ella aptitudes musicales. Le gustaba esa deferencia y tener esa responsabilidad, y era cierto, cuando escuchaba las voces claras, vidriadas, de las criaturas que preparaba, la atención al coro y la partitura la arrebataban de sus preocupaciones y la envolvían dulcemente. Su tía Juana Inés le había acercado aquella tonada que compusiera Juan Hidalgo y había podido elegir una voz sola, la más hermosa, para escucharla con el timbre y la transparencia que taladraba sus oídos y llegaba al centro del cuerpo, allí donde seguramente el alma se alimentaba golosa de esa ensalada de notas, del aderezo de acordes, de melodías como listones para sujetarse de ellos. Si había dudado de la bondad de Dios cuando su madre no se presentó para la ceremonia del velo hacía unos meses, porque el luto la retenía, las voces niñas eran una confirmación de la existencia de un dios magnánimo. Dios era un
do
sostenido, o aquel
la
menor que se volvía
re
.
Dios era ese algo inexplicable que envolvía el corazón entre sedas y lo paseaba por el cielo. Bajo el poder de la música Dios era luz, nunca tan claramente cegadora.

El ensayo había concluido e Isabel María regresaba a la celda que ahora compartía con otras novicias. Siempre pasaba por la celda de su tía para reportar el desarrollo del ensayo, para instruirse en algunas nociones del fraseo, sobre todo porque los villancicos habían sido escritos por Juana Inés y a ella importaba no sólo la música sino el sentido de las palabras. La verdad es que a Isabel María le tenía sin cuidado el contenido de las frases; a todas luces la contundencia de la música le bastaba, le parecía en su abstracta sugerencia mucho más clara y persuasiva. Las palabras, no se lo diría a la poeta Juana Inés, eran burdas frente a la música. Si ella hubiera podido elegir su camino, antes que monja hubiese querido dominar el clavecín más allá de recorrerlo con los dedos, y también el laúd, que en su sonido de madera le parecía percutir desde las entrañas. Además se colocaba tan cerca del corazón. Sor Andrea lo tocaba y cuando tenían oportunidad pasaban un rato en la sala de música intentando una melodía. Una en el clavecín, la otra en el laúd. Cuando sor Andrea colocaba el laúd muy cerca del pecho, Isabel María se distraía, se perdía en el movimiento de las manos de la monja sobre las cuerdas, en la extensión de su brazo sobre la boca del laúd. Perdía concentración y Andrea la reprendía. Pero luego la miraba a los ojos porque comprendía la zozobra de la novicia. Entonces movía sus dedos con mayor sensualidad sacando de aquel palo, de aquella madera trabajada, gemidos dulces. Isabel María interrumpía su parte en el dueto y se quedaba atónita, arrebolada por lo que las manos de Andrea arrancaban al laúd. Sus ojos se humedecían conmovidos. A veces acababa derrumbada sobre la tapa del clavecín, sin importar el trabajo de incrustación de conchas traídas de las costas, ni de las maderas oscuras que hacían dibujos tan finos, ni del marfil de la India de las teclas que era frío y pulido bajo las yemas de los dedos.

Pasó por donde su tía ajena, la cabeza incrustada entre folios, respondió un
buenas tardes
evasivo que ahuyentó a Isabel María. Comprendió, mientras siguió de frente a su habitación, que un comentario de su tía, un
cómo van las niñas,
hubiese puesto un poco del calor que, quién sabía por qué, echaba de menos esos días. ¿Acaso era la renuncia que había hecho al mundo con los votos del encierro, la obediencia, la castidad lo que la tenían así? ¿Acaso tirarse al piso para gritar los pecados y las torturas del alma y entregarse a Dios limpia y total producía esa tristeza de quedarse vacía? ¿Demasiada luz cansaba? Caminó atribulada sin cruzar mirada con las monjas que también deambulaban entre pasillos. Sentía ese nudo como de membrillo ácido en la garganta, ese presagio de la explosión total e inmediata. Quería ocultar el rostro; que nadie la descubriera así. La celda compartida no le permitiría la soledad; pasó de largo y decidió ocultarse en la bodega de los alimentos. Le habían tocado ya las tareas de cocina y sabía que la penumbra y el frescor del almacén de las carnes y los quesos la podían resguardar. Bajó las escaleras y a toda prisa cruzó el patio; tenía que esconderse antes de que el trajín de la merienda la descubriese en aquel lugar. Alguien hacía pan pero pudo pasar de largo y una vez dentro de la bodega correr el cerrojo. Sintió el frescor aliviar el sofoco y el esfuerzo por contener el llanto.

Abril había sido un mes difícil; había muerto la madre de Juana Inés y su madre había escrito para dar aviso. Había mandado su cariño para ella, y su disculpa porque el luto no le permitiría estar en la ceremonia. Su tía abuela Isabel se había vuelto la hija de su madre. Entonces le pareció que sentir dolor era un egoísmo de su parte, que a su madre no le podía pedir que le importara más la ceremonia que definía el resto de la vida de su hija, que la pérdida irreparable de una madre. "El resto de la vida", la frase misma le caló como el cuchillo que destaza para siempre a un animal. Aquellos lechones colgando del techo, los ojos cerrados, la piel rosada, le produjeron una extraña ternura. Pensó en la muerte de los hijos. Con los votos de encierro ella había muerto para el mundo recientemente, pero para su madre hacía mucho más: desde niña. No recordaba la voz de su madre, el olor de su piel, la delicadeza de sus manos.

Volteó hacia el lechón indefenso colgando de las vigas. Nadie para amamantarlo, muchas bocas para acabar con él. Se puso de pie y tocó su carne fría y desollada. Comprendió que no le hacían falta las palabras de su madre por carta, ni las de Juana Inés, elocuentes, gratas y tristes, desde la partida de los marqueses de la Laguna. Pensó cómo se habían desacomodado las cosas: la virreina navegando hacia España, con la amiga en el convento; Bernarda enloquecida por el marido envenenado, echando la culpa a la negra Virgilia cuando había sido la amante despechada, o la propia Bernarda en desesperación por el amor no correspondido; su madre ausente en la ceremonia del velo. Pensó que no bastaba toda la voluntad para amar a Dios, si al final su destino era como el del lechón colgando del techo; nadie para acurrucarse a su lado, ningún abrazo que la contuviera, sin calor ni regazo. Frotó de nuevo al animal y la manteca se adhirió a sus dedos; pasó la manteca por el rostro en un pacto de piedad con el cerdo. Debía volver al trajín antes de que la echaran de menos o la descubrieran allí. Salió de la bodega. La cara le brillaba con el unto del animal. Al tomar las escaleras al fondo del pasillo para subir a la celda, una mano la tomó y la jaló hacia la esquina oscura. El cuerpo de otra monja oprimió el suyo contra el muro helado y unos labios ansiosos chuparon los suyos. Asustada abrió los ojos. Reconoció la piel cetrina de sor Andrea y sus pómulos salientes; sin poder disculpar el olor a manteca de su rostro se abandonó al abrazo y al beso.

La falsa hermana

María Luisa miró el perfil nevado de la sierra a través de la ventana de Palacio. Esa nieve invernal le recordaba la que siempre cubría los volcanes de la ciudad de México. Aún le parecía inexplicable que en ese país de climas benévolos, en las cimas la nieve nunca se derritiera. Tal vez esas estaciones de cambios sutiles, y no rotundos como los veranos y los inviernos madrileños, influían sobre las actitudes de sus habitantes. Tal vez sabían hacer como que no pasaba nada, como si el habla dulce no estuviera cargada de perdigones que podían ser disparos de muerte. Había terminado de leer la larga carta de su amiga la monja y ya la espesura de los chubascos tropicales la acongojaba. Su amiga sufría. Los altos vuelos de su inteligencia habían sido reconocidos y vilipendiados, como cuando una parvada de patos sale del cañaveral y en plena exhibición del verde brillante de las plumas, en coreográfica formación, la pólvora la derriba. Así la monja amiga, la poeta cuyo libro circulaba con buena fortuna en el reino y sus colonias, porque la marquesa misma lo había llevado de regreso al reino, esa
Inundación castálida
que había sorprendido a doctos y desprevenidos, que había hecho de la monja encerrada en San Jerónimo una figura conocida en España y en Perú, ahora se quejaba, amarga por las represalias al vuelo de su disertación.

Qué lejos estaba María Luisa en geografías y poderes para interceder por su admirada, que imposibilitada de hablar con el arzobispo Aguiar y Seijas que no quería nada a las mujeres, pero que de haber estado frente a ella, cuando virreina, inclinaría la cabeza porque el poder se repartía entre corona e Iglesia y no se admitían berrinches de hombre que considera a las mujeres diabólicas criaturas. El conde Galve no tenía la menor sensibilidad; su mujer, doña Elvira, era correcta e insípida, sin luces ni pasiones que la ayudaran a entender lo oscuras que se habían vuelto las aguas que rodeaban a la monja. Volvió a mirar la silueta del macizo montañoso y se apretó la mañanita contra el pecho; el frío del paisaje parecía colarse como la impotencia de ayudar a sor Juana. Su monja amiga era como la ciudad de México cuyas aguas la tenían en constante amenaza. Aquella caligrafía, que por el descuido poco usual en Juana Inés denotaba la emoción traicionera, le llevaba su voz y la intensidad de los años compartidos entre lecturas y miradas, entre júbilos de la inteligencia y la vida que les iba pasando por igual a las dos. Su corazón indignado salió en su defensa; había llegado a conocerla por su obra y su conversación. Ese era su privilegio.

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