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Authors: Monica Lavin

Yo, la peor (10 page)

BOOK: Yo, la peor
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Por eso, cuando bajó a un costado de la Plaza Mayor, Refugio Salazar ya no era la misma. Había respirado el aroma de un hombre y sentido su corpulencia, había poseído su voz y el calor natural de sus cuerpos —tan alejados en su recuerdo—. Así que mientras caminaban hacia el puesto de aguas, pues Hermilo Cabrera había sugerido mitigar la sed antes de echar a andar por las calles, Refugio estaba segura de que su destino cambiaba; no en grande ni espectacularmente, como cambia el destino de los más jóvenes, sino suavemente, dándole algo que añorar, que desear; pero ahora estaba allí en la plaza con la catedral imponente a su lado derecho y el palacio a sus espaldas, y las palomas revoloteando y los vendedores gritando, y Hermilo Cabrera mirándola y ella descubriendo su mirada.

—Espero que el viaje no le haya resultado fatigoso —dijo él, descubierto.

—Para nada —se turbó Refugio.

Hubiera querido enfatizar que, al contrario, si para tenerlo cerca era preciso recorrer cada lago del valle lo haría gustosa, sin bajarse nunca, pegada a su cuerpo y a sus palabras gentiles y a sus silencios elocuentes.

Pero las campanas señalaron la hora y los viajeros echaron a andar hacia casa de los Mata, sin saber del todo qué hacer con sus presencias desprendidas de la intimidad lacustre.

Antes de que Refugio llamara a la puerta del número 39 de la calle de Mercaderes, acompañada del contador Cabrera, no supo lo que iba a acontecer. Si cuando le abrieran debía despedirse del caballero que solícito y protector la había acompañado, cargando su maletín y dejando que caminara por el lado del muro, bajo la balconería y frente a los portales que asombraban a la maestra, o debía decirle que pasara y presentarlo con los señores Mata. A Refugio le había gustado la ciudad más que las visitas anteriores: los ruidos, el paso de las carretas sobre el empedrado, el metálico trotar de los caballos herrados, los vendedores, el gorjeo de las aves enjauladas, los saludos, los cantos, las campanas a lo lejos, el chirriar de los altos portones, las lenguas que se confundían castizas, mestizas, indígenas, y sobre todo los atuendos de los hombres y las mujeres de ciudad. A la luz de aquellos faldones de tafeta y los mantones bordados, se sintió como una campesina deslucida. De pronto allí, esperando a que cediera el portón de los Mata, tuvo una preocupación vana y añeja, tan añeja como su matrimonio quince años atrás: qué se pondría para la celebración del onomástico de Juana Inés. Miró a Hermilo, turbada por la espera y por la sensación de que podría ser vista por alguien más que la parentela de la festejada.

La india abrió la puerta y dio paso a los señores. Ya María Mata bajaba al vestíbulo con pasos sonoros dando voces de alegría porque tener a alguien de Amecameca era traer un pedazo de su historia familiar a la ciudad de México. Después de las presentaciones y de que Hermilo Cabrera se excusara para irse a alojar a la posada en que acostumbraba quedarse, María insistió en que se quedara para el almuerzo, que en qué lugar lo iban a tratar mejor que en la casa Mata y que además la maestra Refugio era querida amiga de la familia, importante formadora de las criaturas Ramírez Santillana, y que cualquier atención era poco merecimiento. Refugio, aliviada por la prolongación de la presencia de Hermilo, miraba hacia la balconería de la parte alta de la casa, deseosa de ver el rostro de Juana Inés. Ya la mazahua traía el agua de chía en jarrones de vidrio verdoso para que los señores se refrescaran, cuando la voz de una chiquilla los sorprendió. Refugio volteó hacia el mazo de geranios que bordeaba la escalera esperando ver aparecer a su entenada, pero fue María Mata Ramírez quien surgió descalza y aún sin peinar. Su madre la reprendió y le encargó avisar a la prima que tenía visitas.

—Visitas especiales —subrayó.

María los miró curiosa intentando descifrar aquello que los distinguía de otras visitas acostumbradas en la casa Mata.

—Hazme caso, criatura, que los señores vienen de muy lejos, de la casa de tus abuelos, y están cansados y ansiosos de felicitar a Juana Inés.

—No creo que quiera —contestó con gesto desinteresado—; está como siempre, con las narices metidas en los libros, y ni siquiera se ha arreglado.

—La tendrás que regañar también.

Los mayores sonrieron. Refugio comprendió que la pequeña tenía celos de aquella chica con la que compartía la habitación.

Mientras la niña se perdía de nuevo tras las flores, su madre explicó que su marido tenía debilidad por Juana Inés, que después de la merienda pasaban tiempo hablando de filósofos griegos y de los dramas que ya la chica había leído; ella recitaba algunos versos memorizados y poco a poco sus hijos mayores se aburrían y se borraban hasta que desaparecían de la mesa sin que su padre se diera cuenta siquiera.

—Eso no ha sido bueno —concluyó—. Es una chica especial y Juan no sabe ocultar su asombro.

Hermilo había permanecido en silencio y sólo hasta ese momento comentó cómo en aquel trayecto sobre la laguna, cuando la criatura tenía ocho años, le había sorprendido que estuviera tan atenta al habla de los indios, como si apresara las palabras. Esos ojos curiosos e intensos sobre el paisaje y las personas se le habían quedado grabados. Uno podía mirar las cosas por encima pero ella las escudriñaba. Y a las palabras les arrancaba el alma. Miró a Refugio, aprovechando que la dueña de la casa se había puesto de pie para atender asuntos de cocina. Las palabras de Hermilo le habían gustado a ella, porque en su haber sólo había hombres muy versados y dispuestos a discernir y lucir en asuntos de política, del campo y el ganado, pero cuando se trataba de las cosas invisibles no había quién las resaltara. Hermilo le hizo señas de que volteara; no se había dado cuenta de que a su lado una chica delgada, con el pelo oscuro cubriendo las orejas y pulcramente recogido en un moño en la nuca, la miraba esperando que saliera de las cosas invisibles.

Refugio no podía creer que tuviera ante sí a una mujer. La había dejado niña, las mejillas más llenas, los brazos regordetes, y ahora la figura grácil de una jovencita con mirada intensa, cejas oscuras y más marcadas que antes, la reconocían de inmediato. Se abrazaron y Refugio alabó su hermosura y lo mucho que había crecido, y luego recordó que debía presentar a Hermilo de nuevo.

—¿Lo recuerdas de tu viaje?

—Cómo no, si me contó de los muchos lagos que había en la ciudad y cómo unos eran salados y otros dulces y los unos se comunicaban con los otros.

Juana Inés hizo una leve caravana ante el caballero, que se puso de pie y presentó sus saludos renovados. María Mata se acercó con la niña recién peinada y Refugio tuvo el acierto de alabar el arreglo de la pequeña y de preguntarle cuál era su juego favorito antes de que la atención se dedicara por entero a Juana Inés, que muy compuesta se sentó bajo el alero a esperar que la maestra reconociera sus muchos adelantos en los estudios.

—Así que no pudiste entrar a la universidad como querías —dijo sonriendo por la insensatez de la niña Ramírez—; pero me dice María que los libros de tu tío han hecho las veces de enseñanza.

Y ya comenzaba la conversación plagada del recuento que hacía Refugio de cada uno de los familiares de Juana Inés, de su madre, de Josefa, de María, de María negra, de Catalina, de Jacinto. .. En ese momento recordó el obsequio que le había dado el chico; sacándola del envoltorio, le acercó la nuez a Juana Inés. La chica colocó los ojos oscuros en aquel paisaje diminuto de los volcanes lejanos. Refugio creyó ver un leve asomo de melancolía. Juana Inés contó que se veían desde la azotea de su casa, y que sería sensacional verlos desde el campanario de la catedral, cuando Juan Mata entró e interrumpió la escena diciendo a todas voces que los vería desde el Palacio Virreinal.

Cada uno, a modo de saludo, o pidiendo una explicación, se puso de pie, lo miró, preguntó. Refugio no estaba clara de lo que quería decir, pero Juana Inés ya había comprendido.

—¿En verdad, tío?

—Pasaremos tu cumpleaños en Palacio; los marqueses de Mancera te quieren conocer; desde luego también a tus amistades —dijo ceremonioso mirando a Refugio y a su acompañante.

Juana Inés le plantó un beso explosivo.

—¿A Palacio? —musitó Refugio y luego le preguntó a Hermilo—. ¿A Palacio? —pero éste no contestó.

Las tijeras de casa

María Mata estaba disgustada. Había buscado las tijeras en su costurero, había revuelto los cajones de la cómoda y sumido los brazos en el bargueño. Llamó a Trinidad pero la mujer juró no haberlas visto ni tocado. Y ella que estaba en un apuro, rematando aquella toquilla para lucirla en la fiesta de la condesa Ibarra. Entró en la habitación de los chicos y luego en la de las niñas, que habían salido a la panadería por los bollos. Juan se pondría furioso si ella no estaba a tiempo; era menester que las relaciones de su marido se deslizaran aceitadas de cordialidad pues su clientela eran españoles y criollos. Necesitaba estar bien con cabildos y abogados; incluso tenía clientes mestizos porque aquello de la mezcla no se podía parar. Comentaba divertido en las reuniones:

—¿Qué va a hacer un español cuando su virilidad reclama mujer? ¿Esperar a las peninsulares? ¿Y si se le atraviesa una india con su misterio y su cuerpo de hembra tentándolo? Pues familia. Malo está que una mujer se interese por indio porque españoles sobramos. Eso sí que no había de tolerarlo mi suegro, que en paz descanse. Y tuvo suerte de que sus hijas no hicieran mezclas ni sus hijos tampoco, de que lo indio no llegara a la sangre de su descendencia. Aunque yo he visto cómo de india y español salen criaturas hermosas que bien criadas en el cristianismo y el castellano no desmerecen. Por eso yo surto de vino a las familias aunque la sangre se haya entintado con la de esta tierra. No nos podemos traer a todos de allá.

María ya lo podía escuchar riendo, hablando como tanto le gustaba, y luego advirtiendo que si sus hijos embarazaban a la Trini los desheredaba, que nada más le faltaba emparentar con la sirvienta. Ya había visto casos así. De no tener curas, había de tener abogados o militares. Y cuando le preguntaban de la niña, era rotundo: casada o monja. María estaba nerviosa y cuando eso le ocurría se le instalaba en la cabeza el escenario inmediato: su marido enérgico, fustigante porque iban retrasados. Todo estaba bien mientras no quedaran mal con los otros, mientras María Ramírez luciera sin demasiada coquetería; no como la esposa de Balbuena, que a la menor provocación sonreía a los hombres subrayando lo poca cosa que era su marido. Qué inquietos ponía a los señores con sus escotes, con sus escarceos; qué molestas, a las señoras. Y, sin embargo, todos tenían que ir a rendirle pleitesía al jefe de aduanas porque si no cómo vender los vinos y las sedas, las piedras preciosas y la pimienta, las almendras y los marfiles. Juan Mata vivía bien de su negocio de importaciones. Los curas y los conventos eran sus mejores clientes porque para ellos eran los relicarios de marfil, las sotanas de seda púrpura, los misales de tapa de concha, los clavicordios florentinos, los cálices romanos. Con ellos sí que había que estar bien, obsequiar al obispo con golosinas y vinos y una que otra agua de colonia para perfumar su cuerpo tan cerca de Dios.

Las malditas tijeras no aparecían. María buscó en la habitación de su hija; sobre la mesilla de estudio de Juana Inés, en la estantería de libros, en las camas, por el suelo, y allí estaban brillando a un lado de la jofaina. La sensación fue de alivio y de ira a la vez. Por qué las habían tomado sin avisarle, por qué no estaban en su sitio. Ya hablaría con esa María cada vez más traviesa, cada vez más tiempo en la cocina con esa Trini. Las ideas de la india no le debían hacer bien; tampoco sus comidas de hongos negros. Eso es lo que enturbiaba el sueño a su niña que por las noches los llamaba como si no tuviese allí la compañía de su prima. Prohibiría los hongos negros en su cocina; además quedaban rastros de ellos en los cazos y en las ollas. Su negrura no era fácil de despejar. Con sus padres nunca los había comido pero en la ciudad todo se colaba por las puertas y las ventanas. Lo que uno no se imaginara se vendía en la Plaza Mayor o en el baratillo, pero ella jamás mercaría los frutos negros ni la fruta, esa verde con el alma oscura. María se persignó. Había mucho que enseñarles a estos indios, pero sobre todo que no malenseñaran a su María. Tal vez cuando Juana Inés vino a la ciudad hubiera convenido que la niña suya se criara un rato en el campo, con sus abuelos, pero desde que nació la niña fue demasiado tarde; primero eran unos ancianos y luego se murieron. Y con Isabel y el capitán, ni loca. Su hermana parecía tener golondrinas en la cabeza; muchos apetitos en el cuerpo. Tanto hijo y dos hombres, uno después de otro. Era hermosa, es cierto. La mejor de las tres, pero algo tenía con los hombres que la voluntad se le perdía. Qué decía ella, pensó ya sentada en la silla de costura, con el hilo entre sus dedos, la aguja punzando el lino para moldear las figuras de la puntilla. Que las señoras no dijeran que ella no era un dechado de virtudes, que supieran que su madre le había enseñado el punto como lo había aprendido en Sanlucar. Su voluntad estaba en la tela y en sus dedos. Ese era el mundo que podía gobernar. Fuera de casa ella no mandaba. Oyó los pasos de las criaturas en la escalera, se asomó por el alero y llamó a su hija.

Cuando su madre acabó con la retahíla de reproches y mencionó los hongos negros de Trini, la niña lloraba sin comprender. Se defendía alegando que ella no las había tomado, que las tijeras no eran cosa suya y que Trini nada tenía que ver. Y María no comprendía que le mintiera y más ira le daba con aquella mujer de la casa que estaba volviendo a su hija desleal con su propia madre. Yo soy tu madre, porfió María. Y la niña se le echó a las rodillas insistiendo en que ella no era. Parecía querer decir algo más que la torturaba. Entonces su madre tuvo piedad. Reconoció que algo le pasaba y la escuchó. María había visto desde la cama, en aquellas noches de insomnio en que su prima permanecía con la vela encendida y ella no podía dormir, a Juana Inés, que frente al espejo se desataba la trenza para dormir y poniendo las tijeras cerca del pelo suelto cortaba las puntas. A María le perturbaba la mirada de rabia de Juana Inés en el espejo. Se cortaba el pelo con ira. Después salía de la habitación con la jofaina y seguramente la vaciaba en el vertedero de basura. Así no quedaba huella.

—Es verdad, mamá. La última vez le pregunté por qué hacía eso y me dijo que de qué le servía esa cabellera y las lindeces de su cabeza si no podía retener lo que leía en los libros.

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