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Authors: Juan Benet

Volverás a Región (2 page)

BOOK: Volverás a Región
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El viaje, sin duda, no puede ser más desconsolador: una llanura sin encanto, una meseta pobre y seca cortada al norte por el farallón calizo —donde anidan unas águilas pequeñas como vencejos— que sólo puede coronarse con la cuerda; y por el este un desierto de ardiente yeso salpicado de rocas basálticas, descompuestas y afiladas, que al parecer la Sierra ha ido soltando con desgana para distraerse en sus largas y solitarias jornadas a lo largo de siglos y huracanes; tan sólo mitigado por pequeñas charcas de agua milenaria rodeadas de juncos y piornales de malsano aspecto y extensas llanadas cubiertas a lo más de matorral, la jara violenta y silbante y la mata del adviento, de formas leñosas, tenaces y concentradas, habitadas solamente por los pequeños reptiles, esa raza extraña (una estirpe no desesperada, que parece consciente de su próxima extinción) de hermosos, negros, hambrientos y silenciosos pájaros que ya sólo confían en la fosforescencia para su manutención, y una multitud de insectos tan abigarrados de corazas y erizados de armas que siempre parecen dirigirse a Tierra Santa. Cuando al fin —en un aroma inesperado, en el zumbido premonitorio de un insecto o en el susurro de las espadañas (el melancólico canto de su anhelante virginidad y de la lejana gloria del Monje, esa cima con forma de mascarilla que de tanto en tanto envía su soplo desdeñoso y esterilizador)— se adivina la proximidad del bosque prometido, el viajero se encuentra de pronto con un seto de espino, un palo torcido y un letrero semiborrado que le advierte de la antigua prohibición. Cabe pensar que el viajero decidido no se ha de volver con las manos vacías —después de tantos esfuerzos— porque así se le antoje a un aviso anacrónico, colocado allí hace más de cien años, y que se puede echar abajo de un solo puntapié sin que nadie se aperciba de ello. Sin embargo, la realidad debe ser algo distinta porque aun cuando a la gente le consta que un cierto número de personas ha tratado de subir allí, no se sabe de nadie que haya vuelto: se dice que es un país tan salvaje y desierto que sólo quien se prepare a una aventura arriesgada puede concebir esperanzas de llegar a él: porque los farallones infranqueables, los elevados e interminables desiertos donde silba el tártago, los cañones cortados a pico donde cantan los arroyos de montaña bajo el manto de una vegetación lujuriante y hostil (bosques de helecho gigante y fosos infranqueables rellenos de acebo, viburno y hierbabuena) no representan ni con mucho las mayores dificultades de la excursión. En Región apenas se habla de Mantua ni de su extraño guardián: no se habla de él en ninguno de los pueblos de la vega, ni en Región ni en Bocentellas ni en el Puente de Doña Cautiva ni siquiera en la torre de la iglesia abandonada de El Salvador esas pocas noches —tres o cuatro cada década— en que unos cuantos supervivientes de la comarca (menos de treinta vecinos que no se hablan ni se saludan y que a duras penas se recuerdan, reunidos por un instinto común de supervivencia, exagerado por la soledad, o por un viejo ritual cuyo significado se ha perdido y en el que se representan los misterios de su predestinación) se congregan allí para escuchar el eco de unos disparos que, no se afirma pero se cree, proceden de Mantua. Lo cierto es que nadie se atreve a negar la existencia del hombre, al que nadie ha visto pero al que nadie tampoco ha podido llegar a ver y cuya imagen parece presidir y proteger los días de decadencia de esa comarca abandonada y arruinada: un anciano guarda, astuto y cruel, cubierto de lanas crudas como un pastor tártaro y calzado con abarcas de cuero, dotado del don de la ubicuidad dentro de los límites de la propiedad que recorre día y noche con los ojos cerrados.

La gente de Región ha optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estupor y abandono. Tal vez la decadencia empieza una mañana de las postrimerías del verano con una reunión de militares, jinetes y rastreadores dispuestos a batir el monte en busca de un jugador de fortuna, el donjuán extranjero que una noche de casino se levantó con su honor y su dinero; la decadencia no es más que eso, la memoria y la polvareda de aquella cabalgata por el camino del Torce, el frenesí de una sociedad agotada y dispuesta a creer que iba a recobrar el honor ausente en una barranca. de la Sierra, un montón de piezas de nácar y una venganza de sangre. A partir de entonces la polvareda se transforma en pasado y el pasado en honor: la memoria es un dedo tembloroso que unos años más tarde descorrerá los estores agujereados de la ventana del comedor para señalar la silueta orgullosa, temible y lejana del Monje donde, al parecer, han ido a perderse y concentrarse todas las ilusiones adolescentes que huyeron con el ruido de los caballos y los carruajes, que resucitan enfermas con el sonido de los motores y el eco de los disparos, mezclado al silbido de las espadañas al igual que en los días finales de aquella edad sin razón quedó unido al sonido acerbo y evocativo de triángulos y xilófonos. Porque el conocimiento disimula al tiempo que el recuerdo arde: con el zumbido del motor todo el pasado, las figuras de una familia y una adolescencia inertes, momificadas en un gesto de dolor tras la desaparición de los jinetes, se agita de nuevo con un mortuorio temblor: un frailero rechina y una puerta vacila, introduciendo desde el jardín abandonado una brisa de olor medicinal que hincha otra vez los agujereados estores, mostrando el abandono de esa casa y el vacío de este presente en el que, de tanto en tanto, resuena el eco de las caballerías. Cuando la puerta se cerró —en silencio, sin unir el horror a la fatalidad ni el miedo a la resignación— se había disipado la polvareda; había salido el sol y el abandono de Región se hizo más patente: sopló un aire caliente como el aliento senil de aquel viejo y lanudo Numa, armado de una carabina, que en lo sucesivo guardará el bosque, velando noche y día por toda la extensión de la finca, disparando con infalible puntería cada vez que unos pasos en la hojarasca o los suspiros de un alma cansada, turben la tranquilidad del lugar.

Medio centenar de personas, todo lo más: un par de veces cada década el vecino arruinado de Región, de Bocentellas o de El Salvador, despierta de su siesta y, sin esperar la orden del eco, descorre con inmutable indiferencia la persiana de canutos o los estores agujereados para observar la nube de polvo en el horizonte de un camino. Con los ojos cerrados su mano abre un cajón lleno de viejas fotografías amarillentas, borlones de seda y bandas de raso de una congregación desaparecida para extraer, de una vieja caja de frutas donde guarda los retazos, un pequeño trozo de cuerda satinado por el uso y anudado en varios puntos como un rosario, en el que, con un gesto diestro y rápido, hace una nueva cuenta cuando el sonido del motor alcanza sus oídos. Imperturbable reanuda la siesta que solamente suspende, dos o tres horas más tarde, para observar la maniobra que se ve obligado a hacer en una estrecha encrucijada del pueblo una tarde de cielo despejado, surcado de nubes hacia el oriente, un viejo, desvencijado y renqueante vehículo de motor, atestado de bultos cubiertos con lonas. En su mirada, a través del visillo, no hay curiosidad ni asombro ni esperanza, pero —al recostar de nuevo su cabeza en un respaldo comido por las ratas, al acariciar el brazo de terciopelo raído— no puede ocultar un destello de malicia y una cierta sonrisa de alivio cuando, al término de la calle y con el cambio de marcha, el sonido se sitúa en un indefinible descenso que parece preludiar su próxima desaparición y abrir el compás de silencio antes del redoble del destino. Nunca, ni en la ciudad abandonada ni en lugar alguno de la vega, se oye decir que ha pasado un coche en dirección a la Sierra; no se propaga el hecho ni el rumor corre, pero acaso el presentimiento se extiende —ese estado polar del aire y ese súbito aroma a pólvora virgen, salitre y algas marinas, esa repentina vitrificación del silencio en una mañana de otoño preparada a recibir al viajero., empavesada de augurios y muecas y susurros funerales— antes y después de que el ronquido de un motor, tranquilo, extratemporal, indiferente, incapaz de saber que en su propio jadear se acumulan sus últimos estertores, haya podido alterar la tranquilidad del valle.

Esa misma noche las gentes que lo sintieron pasar acuden con puntualidad a la solitaria torre de la iglesia de El Salvador, para esperar el momento de la confirmación. De noche refresca y en primavera y otoño llega el soplo de la sierra impregnado con el aroma de la luisa y del espliego en el que se mezclan, reviven y vuelven a huir las sombras descompuestas y viciosas de un ayer tantalizado: padres y carruajes y bailes y ríos y libros deshojados, todas las ilusiones y promesas rotas por la polvareda de los jinetes que con la distancia y el tiempo aumentarán de tamaño hasta convertir en grandeza y honor lo que no fue en su día sino ruindad y orgullo, pobreza y miedo. No hacen sino escuchar: la torre es tan chica que en el cuerpo de campanas no cabe más de media docena de personas, colgadas sobre el vacío: el resto se ve obligada a esperar en la escalera —y aun en el corral, en aquellas ocasiones en que ciertos hechos inusitados atraen una mayor concurrencia. No pronuncian una palabra, atentos tan sólo a la dirección del viento y al eco que ha de traer, desde los parajes prohibidos. La espera acostumbra a ser larga, tan larga como la noche, pero nadie se impacienta: unos minutos antes de que las primeras luces del día apunten en el horizonte —ese momento en el que los cautivos congregados para emprender un viaje común deciden, pasada la primera desazón, desentenderse de sus inquietudes para entregarse al descanso— el sonido del disparo llega envuelto, entre oleadas de menta y verbena, en la incertidumbre de un hecho que, por necesario e indemostrable, nunca puede ser evidente. La evidencia llega más tarde, con el alba, la memoria y la esperanza aunadas para repetir el eco de aquel único disparo que debía necesitar el Numa; que sus oídos habían esperado como la sentencia de la esfinge al sacrilegio y que, año tras año, aceptaban sin explicaciones ni perplejidad.

No quedó ningún resto ni explicación alguna. Ni siquiera el rumor, flotando entre el polvo ardiente del valle de Región en otoño, prorrogando para otro momento la respuesta al desafío permanente de sus montes; nadie ha vuelto ni nada parece haber quedado de aquellos viejos vehículos renqueantes que un día cruzaron el pueblo y se alejaron rugiendo por las colinas blancas para ir a violar el alambre de espino y la arcaica barrera que nadie ha logrado ver más que en su legítima posición. Sólo queda el silencio continental de la Sierra, testimonio del disparo que un día lo desgarró, y las huellas de unas cubiertas gastadas que, unos metros más allá del tronco, se pierden bajo un bosque de helechos gigantes y bromelias de color de sangre.

En aquella ocasión no se trataba de una vieja camioneta cargada de bultos y cuerdas sino de un coche negro, de modelo antiguo pero con empaque. No por eso, ni el hecho de ser conducido por una mujer, despertó la curiosidad de los que lo vieron pasar a la caída de la tarde, un día dorado de septiembre, sublimación, éxtasis y agonía de un verano sediento y de un anhelo de agua; más bien vino a aumentar el recelo por los extraños y la confianza en su tierra, capaz de atraer hacia su fin a un género de personas hasta entonces nunca vistas.

Un día del antiguo verano había llegado hasta su casa un coche semejante; a la sazón vivían allí solamente su madre, la vieja Adela y él, con pantalones cortos, que arrastraba su soledad en un jardín recoleto en compañía de unas bolas de barro y unas chapas de botella de cerveza con las que se desarrollaba el combate entre un yo incierto, torpe y tímido y un adversario desdoblado, idealizado y magnificado que las hacía correr con precisión y seguridad. Desde la balaustrada su madre le llamó, vestida con un traje de calle, ofreciendo en la mano su merienda. No parecía descompuesta; él no era entonces capaz de adivinar su emoción debajo del colorete, el traje blanco de ciudad que despedía un cierto tufo al arca y los zapatos de tacón, una indumentaria con la que ya no la recordaba. Se acuclilló junto a él, le entregó la merienda, le atusó el pelo y le sacudió el polvo de los pantalones y el barro de las rodillas. Él no dijo una palabra; al ir a tocar un dije que llevaba en la solapa se apercibió de que su labio vibraba. Ella le arregló de nuevo el cuello de la camisa y le besó varias veces; le dijo que se iba de viaje a buscar a su hermano y le susurró al oído, mordiéndole el lóbulo, unas cuantas palabras maternales —oración, amor y bondad, recuerdos, lecturas y limpieza— mientras él jugaba con el dije. No fue entonces para él un momento de separación tanto como un compromiso: ya había pasado la mejor hora de la tarde y se avecinaba la espera en la cocina, jugando con las chapas en la mesa de color hueso y profundas arrugas rellenas de polvo de asperón.

—¿Mañana? —le preguntó, mirando el dije.

—Pasado mañana.

Su madre sabía que más allá del mañana no existía en la mente del niño una noción del tiempo y que por consiguiente seria una separación llevadera, agudizada por un par de momentos, en la jornada del niño, de añoranza y cansancio. Pero el niño ha trocado su desconocimiento en temor y trata de retener el broche en su mano no para impedir la marcha de su madre sino para guardar algo de todo lo que va a ser destruido en un inmediato futuro de incertidumbre y soledad. Tal vez por eso no es capaz de retenerlo —ni de llorar— porque obediente a sus premoniciones no espera sino poder librarse de ese vinculo involuntario para poder combatir la amenaza del miedo y, en su doblez, abreviar el momento de la separación para reintegrarse a un juego con, el que la soledad del niño —incapaz de hacer comparaciones, incapaz de disfrazarla— se cierra sobre él mismo, protegiéndole y abrazándole con mil ramificaciones silenciosas unidas a su tronco como un rodrigón parásito. Al cabo de los meses, echado en el suelo en un rincón del jardín jugando a las bolas —mientras del otro lado de las tapias las radios echan al aire las noticias del frente y los aires populares con letra de guerra— la vuelta de la madre se transforma poco a poco en el único síntoma de su abandono, una emanación nocturna del miedo y una ocupación del vacío producido por la retirada del jugador gemelo en las horas malvas de la tarde, por el espectro siniestro, el estigma de una condición aciaga. No sabía rezar y apenas lloraba; es posible que su propia perdición comience por el hecho de no saber otra cosa que verse a sí mismo, distraído por el solitario combate con el jugador gemelo y embriagado, por la quimérica transposición de su propia imagen a una actividad ficticia, con esa acumulación de deseos en el potencial pasado donde sitúa un reino —regido por el «yo era», «yo estaba», «yo tenía» y «yo llevaba» que comienza allí donde termina el de las lágrimas. Pero hay horas sin duda en que la soledad lo es todo porque la memoria, alejada del juego, no sabe traer sino las imágenes del hastío y los signos de aquella condición: los débiles reflejos de la calle en los cristales húmedos, los pasos bajo la lluvia, los coches que pasan sin detenerse y el sonido del agua que cae en la pila mientras Adela cose; sin saberlo empieza a uncir con odio todos los síntomas de aquella condición: la cama, la estampa piadosa que refleja la luz de debajo de la puerta y el ruido del agua, los suspiros de la vieja Adela y el plato de arroz cocido, sin apenas sal, que parecía surgir en el centro de la mesa de color hueso, fregada con asperón con la luz propia de su oculto poder, y todo el orden fantasmal de la casa medio vacía que —como el templo abandonado, saqueado y sumido en las sombras y reducido al laconismo de sus piedras y sus enigmáticas inscripciones— parecía imponer con mayor severidad su propia disciplina y su propio ceremonial que en los días de sus fastos. En ese trance el niño se acostumbra de tal modo a su soledad que sólo en su seno es capaz de reconciliarse con una imagen cabal de sí mismo y necesita —a fin de robustecer y cuidar un crecimiento deforme— aborrecer las leyes del hogar: no odiará el plato de arroz o de lentejas de guerra por su sabor sino porque su presencia en la mesa ha conjurado el juego y preludia las largas horas de cama, al igual que el jugador en el ático de un casino aborrece el resplandor de la mañana en los cristales y esos primeros y entumecidos ecos de la actividad callejera; el plato sí, y los suspiros, y esa mano invisible que con gesto samaritano parece salir del mismo recóndito tabernáculo donde se guardan los secretos del dogma doméstico para depositarlo frente a él con todo el rigor del rito y la disciplina del penal. Pero él no lo sabe, lo teme: su conciencia no reconoce todavía como odio lo que una memoria ahorrativa atesora a fin de capitalizar los pequeños ingresos infantiles para el día en que tenga uso de razón; no, no va unida a ella porque aun cuando la razón demore o suspenda ese día la memoria mantiene abierta la cuenta y entrega a un alma atónita los ahorros de una edad cruel: un broche de oro y una mano con un plato de arroz amargo y las reverberaciones de un sueño en las marismas, el horror con que los dos vieron pasar, con la nariz pegada al cristal y la atención hechizada por el miedo, los desfiles y manifestaciones de la guerra civil; apenas aparece, entre los brillos de la noche y el tableteo de las armas, entre los resplandores de la batalla en la sierra y los susurros de la vieja Adela a través de las cortinas desflecadas del recibidor, el final de la guerra, la mañana de sol con todas las ventanas abiertas por primera vez en más de dos años, y los gritos de la gente, apiñada en la plaza agitando banderas y pañuelos. Sólo fue una mañana y la memoria se negó a aceptarla, tal vez porque no venía avalada con los pasos de su madre. O tal vez porque vino, disfrazada con una gabardina varonil y cubierta con un pañuelo atado a la cabeza, pero no quiso verle. Cerró primero la puerta de la cocina, luego la del pasillo, corrió la cortina de colores ajados del recibidor y cerró todas las ventanas, volviendo a introducir en la casa el hedor polvoriento de la guerra, el aroma acerbo de las viejas tapicerías, las habitaciones deshabitadas y los pasillos en penumbra. No es la memoria la que odia; es ciertamente la que cree, la que diez o veinte años más tarde se complace en presentar a una razón sin recuerdos todo un balance de tardes en los pasillos, de esperanzas frustradas e inversiones inútiles; es más, ni siquiera necesita comprobar el balance de esas primeras y últimas energías que no vacilaron en sacrificar su razón para mantener la integridad de una persona balbuceante, desorientada y abandonada. La mano sí y sus palabras también: la vieja Adela que cortaba sus primeros pantalones largos o removía el potaje al fuego lento, tan lento como para conservarse encendido durante los dos años largos que hubieron de necesitar las tropas para entrar en la ciudad, sin duda el plazo que debía permanecer inmovilizada ante la mesa o la cocina de carbón para que la memoria del chico la fijara para siempre impresionándola en la película no del rencor sino del insaciable y frustrado apetito de esperanza. Y las palabras que, mientras cocinaba de espaldas a él, subían con la misma irreprimible y gratuita fluidez del humo, todo aquel mare mágnum de reyes cristianos y moros sanguinarios y estandartes que seguían flotando al viento en las breñas más recónditas de la sierra, todos aquellos combates de caballería que habían de terminar con una intervención milagrosa, anticipación de aquella vengativa cabalgata de viejos señores desbaratada por el guardián del bosque al que se dirigen todavía las lágrimas y lamentaciones de esas viejas damas que, por miedo a enfrentarse con las ruinas que las rodea, esconden sus miradas hipnotizadas por las carboneras de las mansiones abandonadas, como si ella, abrasada por la historia local, celara esa lenta y última combustión de una brasa a la que un leve giro o un débil soplo transforma en un instantáneo haz de llamas, y con las que, a falta de otras historias, trataba de distraerle durante la cena o sumirlo en el sueño que los ecos lejanos del combate en la sierra le mantenían despierto en la cama, con los ojos brillantes clavados en el techo. Así estaban la noche que siguió a la partida de su madre y así —se puede decir— seguían dos o tres años después, esperando su vuelta. Ella decía que sabía distinguir el ruido de un carruaje antes, incluso, de que los perros se pusieran a ladrar porque durante media vida no había hecho sino acostumbrar y acomodar el oído a lo que pudiera venir; no le dijo nunca: «Esta noche», «Mañana», «Ya oigo algo, hijo, que se acerca»; tampoco le dijo: «Duerme tranquilo, hijo, mañana será un hermoso día» o «Pronto volverá tu madre»; tal vez solamente: «Locura, es locura», «Les van a matar a todos», «Como al buen José, como a tu padre, como a todos», «Ya verás como han de volver», «Ya te digo en qué estado volverán»: un carruaje fúnebre y grotesco, devuelto por la Sierra corno los restos de un naufragio por la marea, cargado con los restos mortales de todos los antepasados deslumbrados por su propia ambición, conducido por un postillón borracho o un cadáver o un par de mulas enloquecidas. Si algo sabían era oír —por encima de los susurros de la noche, el eco del combate y los desolados ladridos de los perros— «como si ellos mismos comprendieran la futilidad de su acto»
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—o el amenazador gemido del monte— sino el signo inconfundible devuelto por el éter para restaurar la paz de sus conciencias.

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