Vlad (8 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Terror

BOOK: Vlad
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(fdo) ELOY ZURINAGA

Leí el manuscrito sentado al volante del BMW. Sólo al terminarlo arranqué. Puse en cuarentena mis posibles sentimientos. Asco, asombro, duda, rebeldía, incredulidad.

Conduje mecánicamente de la Colonia Roma al acueducto de Chapultepec, bajo la sombra iluminada del Alcázar dieciochesco y subiendo por el Paseo de la Reforma (el antiguo Paseo de la Emperatriz) rumbo a Bosques de las Lomas. Agradecía el automatismo de mis movimientos porque me encontraba ensimismado, entregado a reflexiones que no son usuales en mí, pero que ahora parecían concentrar mi experiencia de las últimas horas y brotar de manera espontánea mientras las luces del atardecer se iban encendiendo, como ojos de gato parpadeantes, a lo largo de mi recorrido.

Lo que me asaltaba era una sensación de melancolía intensa: el mejor momento del amor, ¿es el de la melancolía, la incertidumbre, la pérdida? ¿Es cuando más presente, menos sacrificable a las necedades del celo, la rutina, la descortesía o la falta de atención, sentimos el amor? Imaginé a mi mujer, Asunción, y recuperando en un instante la totalidad de la pareja, de nuestra vida juntos, me dije que el placer nos deja atónitos: ¿cómo es posible que el alma entera, Asunción, pueda fundirse en un beso y pierda de vista al mundo entero?

Le hablaba así a mi amor, porque no sabía lo que me esperaba en casa del vampiro. Repetía como exorcismos las palabras de la esperanza: el amor siempre es generoso, no se deja vencer porque lo impulsa el deseo de poseer plena y al mismo tiempo infinitamente, y como esto no es posible, convertimos la insatisfacción misma en el acicate del deseo y lo engalanamos, Asunción, de melancolía, inquietud y la celebración de la finitud misma.

Como si adivinase lo que me esperaba, dejé escapar, Asunción, un sollozo y me dije:

—Este es el mejor momento del amor.

Caía la tarde cuando llegué a casa del conde Vlad. Me abrió Borgo, cerrándome, una vez más, el paso. Estaba dispuesto a pegarle, pero el jorobado se adelantó:

—La niña está atrás, en el jardín.

—¿Cuál jardín? —dije inquieto, enojado.

—Lo que usted llama la barranca. Los árboles —indicó el criado con un dedo sereno.

No quise correr al otro lado de la mansión de Vlad para llegar a eso que Borgo llamaba jardín y que era un barranco, según lo recordaba, con algunos sauces moribundos sobresalientes en el declive del terreno. Lo primero que noté, con asombro, fue que los árboles habían sido talados y tallados hasta convertirse en estacas. Entre dos de estas empalizadas colgaba un columpio infantil.

Allí estaba Magdalena, mi hija.

Corrí a abrazarla, indiferente a todo lo demás.

—Mi niña, mi niñita, mi amor —la besé, la abracé, le acaricié el pelo crespo, las mejillas ardientes, sentí la plenitud del abrazo que sólo un padre y una hija saben darse.

Ella se apartó, sonriendo.

—Mira, papá. Mi amiguita Minea.

Volteé para mirar a otra niña, la llamada Minea, que tomó la mano de mi Magdalena y la apartó de mí. Mi hijita vestía su uniforme escolar azul marino con cuello blanco y corbata de moño roja.

La otra niña vestía toda de rosa, como las muñecas en el cuarto que yo había visitado esa mañana. Usaba un vestido rosa de falda ampona y llena de olanes, con rosas de tela cosidas a la cintura, medias color de rosa y zapatillas de charol negro. Tenía una masa de bucles dorados, en tirabuzón, con un moño inmenso, color de rosa, coronándola.

Era de otra época. Pero era idéntica a mi hija (que tampoco, como lo he indicado, y debido a las formalidades de su madre, era una niña moderna).

La misma estatura. La misma cara. Sólo el atuendo era distinto.

—¿Qué haces, Magda? —le dije desechando el asombro.

—Mira —señaló a las estacas del cárcamo.

No vi nada excepcional.

—Las ardillas, papá.

Sí, había ardillas subiendo y bajando por los troncos, correteando nerviosas, mirándonos como a intrusos antes de reanudar su carrera.

—Muy simpáticas, hija. En el jardín de la casa también las hay, ¿recuerdas?

Magdalena rió como niña, llevándose una mano a la boca. Se levantó la falda colegial al mismo tiempo que Minea hacía lo propio. Minea metió la mano en la parte delantera de su calzón infantil y sacó una ardilla palpitante, apretada entre las manos.

—¿A que no sabías, papá? A las ardillas los dientes les crecen por dentro hasta atravesarles la cabeza…

Mi hija tomó la ardilla que le ofreció Minea y levantándose la falda escolar, la guardó en su calzón sobre el pubis.

Me sentí arrollado por el horror. Había mantenido la vista baja, observando a las niñas, sin darme cuenta de la vigilante cercanía de Borgo.

El criado se acercó a mi hija y le acarició el cuello. Sentí una sublevación de asco. Borgo rió.

—No se preocupe,
monsieur
Navarro. Mi amo no me permite más que esto.
Il se réserve les petits choux bien pour lui

Lo dijo como un cocinero que acaricia una gallina antes de degollarla. Soltó a Magda, pidiendo paz con una mano. Las formas se volvían pardas como la noche lenta de la meseta.

—En cambio, a Minea, como es de la casa…

El obsceno criado le levantó la falda a la otra niña, le subió el vestido de olanes color de rosa hasta ocultarle el rostro, reveló el pecho desnudo con sus pezones infantiles e hincándose frente a Minea comenzó a chupárselos.

—¡Ay,
monsieur
Navarro! —dijo interrumpiendo su sucia labor—. ¡Qué formas y florilegios de los pezones! ¡Qué sensación de éxtasis sexual!

Apartó la cara y vi que en el pecho de la niña Minea habían desaparecido los pezones.

Busqué la mirada de mi hija, como si quisiera apartarla de estas visiones.

No sé si la miré con odio o si fue ella quien me dijo con los ojos: —Te detesto. Déjame jugar a gusto.

«Regrese a casa de Vlad. Pronto no habrá remedio.»

Las palabras de Zurinaga resonaron en esa noche turbia y recién estrenada del altiplano de México, donde el calor del día cede en un segundo al frío de la noche.

No es cierto. No abandoné a Magdalena. El asco turbio que me produjo la escena del barranco no me desvió de mi propósito lúcido, que era enfrentarme al monstruo y salvar a mi familia.

Dándole la espalda a Borgo, a Minea y a mi hija, descubrí la entrada al túnel a boca de jarro sobre el cárcamo, empujé la puerta de metal y entré a ese pasaje recién construido por el maldito Alcayaga pero que tenía un musgoso olor a siglos, como si hubiese sido trasladado, en vez de construido aquí, desde las lejanas tierras de la Valaquia originaria de Vlad Radu.

Perfume de carnes sensualmente corruptas, dulces en su putrefacción.

Piélago antiquísimo de brea y percebes pegados a los féretros. Humo arenoso de una tierra que no era mía, que venía de muy lejos, encerrada entre maderos crujientes y clavos enmohecidos.

Caminé de prisa, sin detenerme porque la curiosidad acerca de este lúgubre cementerio ambulante ya la había saciado esta mañana. Me detuve con un grito sofocado. Detrás de un cajón de muerto, apareció Vlad, cerrándome el paso.

Por un instante no lo reconocí. Se envolvía en una capa dragona y la cabellera le caía sobre los hombros, negra y lustrosa. No era una peluca más. Era el cabello de la juventud, renacido, brillante, espeso. Lo reconocí por la forma del rostro, por la palidez calcárea, por los anteojos negros que ocultaban las cuencas sangrientas.

Recordé las palabras amargas de Zurinaga, Vlad escoge a voluntad sus edades, parece viejo, joven o siguiendo el curso natural de los años, nos engaña a todos…

—¿A dónde va tan de prisa, señor Navarro? —dijo con su voz untosa y profunda.

La simple pregunta me turbó. Si había abandonado en la barranca a mi hija, fue sólo para enfrentarme a Vlad.

Aquí lo tenía. Pero debí dar otra respuesta.

—Busco a mi mujer.

—Su mujer no me interesa.

—Qué bueno saberlo. Quiero verla y llevarnos a Magdalena. No será usted quien destruya nuestro hogar.

Vlad sonrió como un gato que desayuna canarios.

—Navarro, déjeme explicarle la situación.

Abrió de un golpe un féretro y allí yacía Asunción, mi esposa, pálida y bella, vestida de negro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Busqué instintivamente su cuello. Dos alfilerazos morados, pequeñísimos capullos de sangre, florecían a la altura de la yugular externa.

Iba a reprimir un grito que el propio Vlad, con una fuerza de gladiador, sofocó con una mano de araña sobre mi boca, aprisionando con la otra mi pecho.

—Mírela bien y entiéndalo bien. No me interesa su esposa, Navarro. Me interesa su hija. Es la compañera ideal de Minea. Son casi gemelas, ¿se dio usted cuenta? Viera usted la cantidad de fotografías que hube de escudriñar en las largas noches de mi arruinado castillo en la Valaquia hasta encontrar a la niña más parecida a la mía. ¡Y en México, una ciudad de veinte millones de nuevas víctimas, como las llamaría usted! ¡Una ciudad sin seguridad policiaca! ¡Viera usted los trabajos que pasé con Scotland Yard en Londres! Y además —aunque he cultivado viejas amistades en todo el mundo—, la ciudad de mi viejo —viejísimo, sí— amigo Zurinaga. Todo salió a pedir de boca, por decirlo de algún modo… ¡Veinte millones de sabrosas morongas!

Vlad tuvo el mal gusto de relamerse.

—Son casi gemelas, ¿se dio usted cuenta? Minea ha sido una fuente de vida para mí. Crea en mis buenos sentimientos, Navarro. Usted que posee la mística de la familia. Esta niña es, realmente, mi única y verdadera familia.

Suspiró sentimentalmente. Yo permanecí, a medida que el conde aflojaba su fuerza sobre mi cuerpo, fascinado por el cinismo del personaje.

—Con Minea, ve usted, entendí, supe lo que no sabía. Imagínese, desde que empecé mi vida hace cinco siglos, en la fortaleza de Sigiscara sobre el río Tirnava, sólo viví luchando por el poder político, tratando de mantener la herencia de mi padre Ylad Dracu contra mi medio hermano Alexandru por el trono de Valaquia, contra la amante de mi padre, Caktuna, convertida en monja, y su hijo mi medio hermano, monje como su madre, conspiradores ambos bajo la santidad de la Iglesia, luchando contra los turcos que invadieron mi reino con la ayuda de mi traidor y corrupto hermano menor, Radu, efebo del sultán Mhemed en su harén masculino, prisionero yo mismo de los turcos, Navarro, donde aprendí las crueldades más refinadas y salí armado de venganza hasta teñir de rojo el Danubio entero, de Silistra a Tismania, llenar de cadáveres los pantanos de Balreni, cegar con hierro y enterrar vivos a mis enemigos y empalar en estacas a cuantos se opusieran a mi poder, empalados por la boca, por el recto, por el ombligo, así me gané el título de Vlad el Empalador. El nuncio papal Gabriele Rangone me acusó de empalar a cien mil hombres y mujeres y el Papa mismo me condenó a vivir incomunicado en una profundidad secreta bajo lápida de fierro en un camposanto a orillas del río Tirnava, después de dictaminar «La tierra sacra no recibirá tu cuerpo», condenándome a permanecer insepulto pero enterrado en vida… Así nació mi injusta leyenda de muerto-vivo en todas las aldeas entre el río Dambótiva y el Paso del Roterturn: toda muerte inexplicada, toda desaparición o secuestro, me eran atribuidos a mí, Vlad el Empalador, el Muerto en Vida, el Insepulto, mientras yo yacía vivo en una hondura cavernaria comiendo raíces y tierra, ratas y los murciélagos que pendían de las bóvedas de la caverna, serpientes y arañas, enterrado vivo, Navarro, buscado por crímenes que no cometí y pagando por los que sí cometí, buscado por la Santa Inquisición de las comunidades unidas, convencidas de que yo no había muerto y perpetraba todos los crímenes, ¿pero dónde me encontraba?, ¿cómo descubrir mi escondite en medio de las tumbas levantadas como dedos de piedra, estacas de mármol, en la orilla del Tirnava: sepultado sin nombre ni fecha por órdenes del difunto nuncio, borrado del mundo pero sospechoso de corromperlo? El sitio de mi reclusión forzada había sido celosamente guardado en Roma, olvidado o perdido, no sé. El nuncio se llevó el secreto a la tumba. Entonces los pobladores de la Valaquia oyeron el consejo ancestral. Que una niña desnuda montada a caballo recorra todos los cementerios de la región a galope, y allí donde se detenga el caballo estará escondido Vlad y allí mismo le hundiremos una estaca en el pecho al Empalador… Una noche al fin oí el galope funesto. Me abracé a mí mismo. Sólo esa noche tuve miedo, Navarro. El galope se alejó. Unas horas más tarde, la niña desnuda regresó al sitio de mi prisión, abrió las compuertas de fierro de mi desapacible cárcel papal. «Me llamo Minea», me dijo, «le encajé las espuelas al caballo cuando se iba a detener sobre tu escondite. Así supe que estabas encarcelado aquí. Ahora sal. He venido a rescatarte. Has aprendido a alimentarte de la tierra. Has aprendido a vivir enterrado. Has aprendido a no verte jamás a ti mismo. Cuando empezó la cacería contra ti, me ofrecí candorosa. Nadie sospecha de una niña de diez años. Aproveché mi apariencia, pero tengo tres siglos de rondar la noche. Vengo a ofrecerte un trato. Sal de esta cárcel y únete a nosotros. Te ofrezco la vida eterna. Somos legión. Has encontrado tu compañía. El precio que vas a pagar es muy bajo.» La niña Minea se lanzó sobre mi cuello y allí me enterró los dientes. Había encontrado mi compañía. No soy un creador, Navarro, soy una criatura más, ¿entiende usted?… Yo vivía, como usted, en el tiempo. Como usted, habría muerto. La niña me arrancó del tiempo y me condujo a la eternidad…

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