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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (73 page)

BOOK: Vespera
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—Nunca se mereció una oportunidad —dijo Aesonia—. Tu República mereció ser estrangulada desde su nacimiento y, gracias a mí, así fue. Yo la destruí y la desacredité para que nadie nunca se atreviera a hacer tal cosa de nuevo. Yo te derroté, Ruthelo. Te derroté.

Su voz se fue apagando, aunque todavía era poderosa, imperiosa. El destello de sus ojos se desvaneció. Ella bajó la mirada hacia Rafael.

—Tú estás muerto, Ruthelo, pero tengo a tu nieto, que tiene tu mismo orgullo y tu misma arrogancia, y él pagará por tus crímenes y los de Claudia. Le doblegaré la mente como hubiera hecho contigo, y así me servirá a mí y al Imperio durante el resto de su vida. Incluso le daré a su Claudia y ella podrá ayudarme a destruirlo.

Entonces Rafael vio a Thais entre las acolitas, con la cabeza gacha y flanqueada por dos tribunos. ¿Cómo había conseguido sobrevivir? El corazón de Rafael brincó pero, entonces, Thais le miró con unos ojos que eran los de Aesonia. La emperatriz continuó.

—Tu ciudad está a mis pies, Ruthelo, el precio que me negaste durante todo este tiempo. Pronto se me someterá voluntariamente. Aquellos de tu pueblo que yo elija serán la próxima generación de mis hechiceros y ellos borrarán todo recuerdo tuyo y de tu esposa de la memoria de los hombres. El resto servirá al Imperio, como recompensa a mis tribunos, que me han servido tan lealmente.

Aesonia se detuvo. Las luces aún estaban aumentando su fulgor y nadie en el gran salón de los ulithi, de los azrian, había osado dar un paso.

Aesonia hizo un gesto brusco y el muro de tribunos que rodeaba a Rafael retrocedió, empujando a todos los que había tras ellos hasta que la mitad del espacio quedó vacío, únicamente con Rafael postrado allí. Aesonia no se movió.

Rafael todavía estaba en calma, sorprendentemente, y sabía que eso la enfurecía, que espoleaba su obsesión inquebrantable de venganza. Rafael no mostraba ni amargura, ni furia, ni resentimiento por todo lo que estaba ocurriendo. Y ella quería que los sintiera.

Entraron dos tribunos más llevando a Iolani, maniatada y vistiendo sólo una blusa interior. Sus ojos se abrieron como platos al ver a Rafael y él la miró, tratando de decirle que todo iba bien, que esto no era el descalabro que parecía.

—Ponedla aquí, donde pueda verlo —ordenó Aesonia— y empecemos.

* * *

Leonata subió como pudo las escaleras hasta arriba del todo, adelantando a los prisioneros liberados y a tiempo de ver a Palladios y a dos legionarios pararse bajo de las escaleras, enfrentándose a Plautius y Silvanos.

—Eres un traidor —dijo Palladios, mientras miraba la puerta abierta, a los tribunos muertos y a Leonata, con su túnica empapada.

—No —dijo Silvanos—. Soy un servidor de la República thetiana.

Palladios se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. Estás bajo arresto.

—¿De verdad crees que puedes abrirte paso luchando contra treinta tratantes árticos? —le preguntó Leonata—. Sólo tenéis una espada cada uno.

—Cumpliré con mi obligación con el Imperio —dijo Palladios, deteniéndose al ver el aparato que Silvanos llevaba en sus manos. ¿Una cerbatana?

—Esto —dijo Silvanos— está envenenado. La gran thalassarca que está aquí ya ha despachado ella sólita a tres tribunos y tengo más hombres arriba que puedes oír si te acercas a las escaleras. Rendíos y no os mataré.

Leonata vio moverse la mano del legionario que estaba más atrás, al mismo tiempo que algo aparecía desde arriba de las escaleras, el destello de un cuchillo a la luz y un rápido movimiento. Palladios sacó a medias su espada y entonces, con un grito como un alma en pena, alguien embistió contra el último legionario, haciendo que éste a su vez golpeara al hombre que tenía enfrente y éste, finalmente, a Palladios. Y, por tercera vez en una noche, los agentes del Imperio demostraron no estar a la altura de las ventajas tácticas proporcionadas por un tramo de escaleras. Leonata puso el cuchillo al revés y golpeó con él a Palladios en el cráneo, al mismo tiempo que el recién llegado de negro (Leonata se dio cuenta de que había más de uno) dejaba sin sentido a los legionarios con un brutal puñetazo.

—¡Plautius! —exclamó Silvanos, mientras el hombrecillo se tambaleaba hasta golpearse contra el muro con una daga hundida en el hombro.

La sonrisa del recién llegado desapareció y Leonata se dio cuenta de que el primer recién llegado no era ni Demetrio ni Ascanio, sino su propia hija, con dos agentes de Silvanos tras ella.

Anthemia pasó al lado de Silvanos y estrechó a Leonata en un abrazo que casi le corta la respiración. Su hija había escapado (el cielo sabría cómo) de la Cámara de interrogatorios de Aesonia. Parecía la de siempre, aunque no era fácil saber cómo se sentiría de verdad. Lo que aquella noche estaba ocurriendo iba a cambiarlos a todos.

—Me pondré bien —dijo Plautius, apretando los dientes. Debía de haberse interpuesto en la trayectoria del cuchillo; si hubiera alcanzado a Silvanos, le habría matado.

Demetrio y Ascanio quitaron a Palladios y a sus hombres las armaduras y las armas, y los entregaron a los tratantes árticos para que los encerraran en la cisterna.

En la esquina, Silvanos sacó el cuchillo y Plautius lanzó un blando gemido. Anthemia le agarró antes de que se desplomara, mientras los tratantes árticos se concentraron en las escaleras y lo cogieron entre todos llevándolo tan fácilmente como si fuera un niño.

—¿Adonde? —preguntó ella.

—Al arsenal —dijo gravemente Silvanos.

* * *

¿Dónde estaban sus hombres?

Valentino avanzó por el pasillo, con la espada lista y maldiciendo aquel silencio. Quedaba menos de media docena de tribunos con él, y donde debería haber compañías enteras hostigando a los salassanos por las bodegas, no había nadie. Sólo cadáveres, algunos de blanco, otros de azul, algunos con los colores púrpura y verde que no supo identificar, un clan cuya gente, aparentemente, estaban luchando de lado del Salassa.

Zhubodai dio unos golpecitos en el hombro a dos de sus tribunos, les hizo una señal para que fueran por los pasillos laterales y ellos avanzaron con las armas listas.

¿Dónde estaba el enemigo? Eran muchos y, siendo un grupo tan variopinto y mal disciplinado, deberían estar haciendo mucho ruido. ¿Dónde estaban los sonidos de la lucha, el ruido de sus hombres enfrentándose a ellos?

Los tribunos informaron de que todo estaba despejado y siguieron por otro pasillo. Casi habían llegado nuevamente bajo la Torre de la Brújula.

Aquello era inútil. Valentino le hizo una señal a Zhubodai apuntando con el dedo hacia arriba, y otros dos hombres fueron de avanzadilla en busca de la escalera más próxima. Aquellas catacumbas parecían continuar eternamente. Si al menos estuviera Gian con él.

Pero Gian no había sido visto en toda la noche y Valentino sabía, en su corazón, que Gian Ulithi había muerto. El traidor le había asesinado sin ser visto, antes incluso de que Valentino lanzara su ataque.

Regresó el primer explorador haciendo el mismo movimiento hacia arriba. Una escalera cerca. Bien. Al menos estaban sólo en el primer sótano. Era hora ya de regresar a su centro de mando y averiguar exactamente dónde se habían metido sus tropas. Quizá se había producido otro ataque.

Una puerta se abrió en algún lugar cercano y Valentino escuchó gritos que venían de arriba. Al instante supo que no se trataba de sus tropas. Demasiado ruido. Hizo un gesto a Zhubodai y se lanzaron a la carrera por la escalera.

—¡El emperador! —gritó alguien, y dos flechas de ballesta silbaron en el aire alcanzando en el pecho a uno de sus tribunos. Una docena o más del grupo asaltante salassano, armados con ballestas de éter, entraron a la carga desde otro pasillo y otros tres miembros imperiales cayeron. Zhubodai le empujó hacia adelante. ¿Dónde estaban sus soldados?

Estaba subiendo las escaleras con Zhubodai detrás de él y el resto de sus hombres tras ellos. Valentino subió corriendo de tres en tres los escalones e, instintivamente, giró a la izquierda, hacia el Patio de la Fuente, y vio luces al otro lado, gente y tribunos en el salón.

—¿Qué están haciendo allí?

—¡Ve a por refuerzos! —gritó Valentino, y uno de los tribunos salió corriendo, dejándole con los cuatro guardaespaldas que quedaban de sus doce.

Valentino estaba corriendo.

* * *

Aesonia movió la mano y el cuchillo del tribuno volvió a emitir un destello, rozándole la piel a Rafael y rasgándole de nuevo la túnica. El frasco y el pulverizador que llevaba en el bolsillo cayeron al suelo, pero Aesonia no se dio cuenta.

Rafael intentaba permanecer impertérrito. Lo internaba.

¿Sería capaz de conservar su orgullo cuando ella le hubiera desnudado completamente? Iolani lo había logrado en la isla de Zafiro. Sólo Thetis sabía cómo. Pero Iolani era una entre muchos, y se sentía demasiado herida por lo que le habían hecho a su pueblo y a su casa, y todo había sido muy rápido.

Pero aún así, resultaba difícil mantener una posición de autoridad cuando uno estaba desnudo.

Y ofrecer un aspecto siniestro e intimidatorio sería aún más difícil... especialmente sabiendo que todo el que estaba observando aquella escena la llevaría para siempre en su memoria. Incluso si Rafael vencía, siempre recordarían esto. Siempre recordarían que detrás de la túnica negra y las miradas desafiantes, había un hombre como cualquier otro, uno al que habían visto despojado de toda su protección, uno que ellos sabían que podía ser capturado y humillado (y si esto se había hecho una vez, podría volver a hacerse). Rafael siempre había tratado por todos los medios de no ser un hombre como los demás.

Rafael sabía que aquello iba a ser difícil, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Lo que Aesonia trataba de hacer, con tanta parsimonia, era darle tiempo para tomar conciencia de su situación. Para apreciar su posición y recordar a la audiencia que la emperatriz era ella, afirmada en su poder, y que ella disponía de todo el tiempo del mundo.

El orgullo era algo muy difícil de perder para Rafael Quiridion o Ruthelo Azrian. Si no hubiera vivido toda la vida con él, sería más fácil desprenderse de él. Envidiaba a Leonata su capacidad de reírse de sí misma en público.

Otro movimiento del cuchillo y cayó la mitad de su manga.

Aesonia lo estaba haciendo todo con la suficiente lentitud como para que él pudiera mantener su dignidad si los otros llegaban a tiempo; pero él no podía permitir que ella lo intuyera.

¿Debería importarle tanto esto, después de todo lo que había ocurrido? Si éste era el precio que debía pagar por la muerte de Aesonia, quizá incluso por la ruina del Imperio, no pagarlo era imperdonable. En especial, no cuando otros habían pagado con sus vidas o sus almas. Cuando el orgullo de Ruthelo había contribuido a su propia destrucción y a la de su pueblo.

—Sólo tienes que pedirlo y pararé —dijo Aesonia.

Rafael ni siquiera le contestó. No quería darle esta satisfacción.

Nadie abrió la boca.

La emperatriz había explicado con detalle lo que le ocurriría a aquel que la interrumpiera. Y Petroz, que era el único que podría haber hablado a pesar de su advertencia, sabía por qué Rafael estaba haciendo aquello.

—Thais —dijo Aesonia—. Quizá deberías ser tú la que lo hiciera. Después de todo, más tarde estarás implicada.

El tribuno se detuvo y cuando Thais, con la expresión acartonada, dio unos pasos, él le entregó el cuchillo. Rafael levantó la vista hacia Thais y entendió por qué ella quiso morir en la barcaza.

—No le arañes la piel —dijo Aesonia.

Thais asintió con la cabeza y Rafael sintió la punta del cuchillo recorrerle el hombro, el último trozo de túnica aún en su sitio, y luego detenerse en el cuello. Entonces llegaron gritos de la otra parte del Patio de la Fuente y el hechizo se rompió.

Y un momento después, Valentino entraba corriendo en el salón y los cuatro miembros de su guardia tras él. Rápidamente, agarraron las ballestas de mano de los soldados más cercanos y Zhubodai le dio una a Valentino. El emperador no se sentía cómodo sin un arma en la mano.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, rojo de furia, viendo a Rafael, a Aesonia y a Thais.

—El es un Azrian —contestó Aesonia—. Voy a vengarme.

—¡Mis hombres están muriendo por tu venganza! —le dijo Valentino y señaló a Thais—. Yo ordené que se la tratara con honor y que no participara en ninguno de tus juegos de poder.

—Ella ha violado todas las normas de nuestra orden. Ha de ser castigada.

—¡Porque era la única manera de dejar de servirte! —dijo Rafael, hablando por primera vez, sintiendo cómo le volvía la furia—. ¿Es así como quieres que te sirvan, Valentino? ¿Quieres a esclavos tan desesperados por escaparse que llegarían a sacrificar la vida por la causa de tu enemigo?

Los primeros salassanos y chirianos estaban llegando ahora, formando una delgada línea en cada una de las ventanas y apuntando con las armas. Aunque era imponible abrieran fuego sin que resultaran alcanzados muchos oíros.

Los soldados que Aesonia había situado en el extremo opuesto del salón, los ulithi y los canteni, a un brusco gesto de Valentino, rompieron filas y se dispusieron a intervenir.

—¡Petroz! —dijo Valentino, alcanzando a ver al príncipe de Imbria, que estaba de pie a un lado, y ordenando a los tribunos que le soltaran. Petroz esperó hasta que uno de ellos le devolvió su bastón y le condujo, a través del cordón de tribunos, hasta el espacio donde se encontraban Rafael, Thais y el emperador.

—¿Sí? —dijo fríamente Petroz.

—Ordena a tus hombres que abandonen.

—No —dijo Petroz—. Yo tengo la ventaja.

—Tú no tienes nada —dijo Valentino—. Respeto tu valor. Lo único que tienes aquí son unos desgreñados supervivientes. Tus aliados se han rendido. Mis tropas ocupan la ciudad entera y el resto de este palacio.

—El momento en que me habría rendido a ti ha pasado hace mucho —dijo Petroz, enfrentándose con serenidad al emperador.

Aesonia cerró los ojos.

Petroz dio un grito ahogado, trató de agarrarse el pecho con los dedos de su mano izquierda, encogidos como garras, y se desplomó sobre el suelo, mientras su bastón iba rodando hasta la rodilla de Rafael. Rafael vio cómo los ojos verdes de Petroz perdían la altivez, y su rostro, de repente, se relajó.

Había un silencio absoluto. Rafael oyó más ruidos de pisadas y se preguntó quién más se estaría aproximando, pero nadie dijo nada.

BOOK: Vespera
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