—¿Qué sucedió?
—Unos amigos míos estaban en otra mesa y me senté con ellos. No, no estábamos mismamente al lado, había una mesa en medio. Bueno, me senté y supongo que él debió de olvidarse de mí. Al poco, se puso a hablar de su yerno, las burradas de siempre, que si está chiflado, que si se casó con Assunta por el dinero, que no sabe nada de nada y sólo le interesan los animales. Todos se lo habíamos oído decir miles de veces desde que Assunta se casó.
—¿Usted conoce a Ribetti?
—Más o menos —respondió Bovo. Parecía que quería dejarlo ahí, pero, al ver que Brunetti iba a insistir, añadió—: Ella, Assunta, es buena gente, y se nota que él la quiere. Es más joven que ella, y es ingeniero, pero es un buen tipo.
—¿Qué decía De Cal?
—Que le gustaría abrir el
Gazzettino
una mañana y leer que su yerno había muerto en un accidente. En la carretera, en el trabajo, en su casa, no le importaba dónde, al muy cerdo, mientras estuviera muerto.
Brunetti esperaba, y en vista de que parecía que eso iba a ser todo, dijo:
—No estoy seguro de que esas palabras puedan interpretarse como una amenaza,
signor
Bovo. —Y sonrió para suavizar el comentario.
—¿Me deja terminar? —preguntó Bovo.
—Perdón.
—Luego dijo que, si no se moría de accidente, tendría que matarlo él.
—¿Cree que hablaba en serio? —preguntó Brunetti cuando le pareció que Bovo no añadiría nada más.
—No lo sé. Son cosas que se dicen, ¿no? —contestó Bovo, y Brunetti asintió. Cosas que se dicen—. Pero me pareció que el viejo canalla lo haría. —Bebió varios sorbos de agua—. No soporta que Assunta sea feliz.
—¿Ésa es la razón por la que odia tanto a Ribetti?
—Supongo. Y el pensar que un día, cuando él se muera, el yerno pueda mandar en el
fornace.
Yo diría que eso lo pone enfermo. Siempre está diciendo que Ribetti acabará con todo.
—Suponiendo que deje la fábrica a la hija.
—¿Y a quién va a dejársela? —preguntó Bovo.
Brunetti hizo una pausa, reconociendo la evidencia, y dijo:
—Ella conoce el negocio. Y Ribetti es ingeniero. Además, llevan casados lo bastante para que él haya podido aprender algo del negocio.
Bovo lo miró fijamente.
—Quizá sea ésa la razón por la que el viejo piensa que Ribetti acabará con todo.
—No entiendo —confesó Brunetti.
—Si ella hereda, él querrá tomar las riendas, ¿no? —preguntó Bovo. Brunetti mantuvo una expresión neutra, esperando que su interlocutor respondiera a su propia pregunta—. Y ella es una mujer, ¿no? —prosiguió Bovo—. Por lo tanto, le dejará tomarlas.
—No lo había pensado —dijo Brunetti con una sonrisa.
Bovo parecía satisfecho por haber conseguido explicar satisfactoriamente la situación al policía.
—Lo siento por Assunta —dijo.
—¿Por qué?
—Es buena gente.
—¿Es amiga suya? —preguntó Brunetti, pensando que quizá pudiera haber habido algo entre ellos.
Eran de la misma edad, y Bovo tenía que haber sido un tipo impresionante.
—No, no, nada de eso —dijo Bovo—. Es que trató de impedir que el otro hijo de puta me despidiera. Y luego quería darme trabajo, pero su padre no lo consintió. —Se acabó el agua y dejó el vaso en el mostrador—. Así que ahora estoy en el paro. Mi mujer trabaja de asistenta, y yo he de quedarme en casa con los críos.
Brunetti le dio las gracias, puso dos euros en el mostrador y le ofreció la mano. Estrechó la de Bovo con cuidado, le dio las gracias otra vez y se fue.
Para ganar tiempo, el comisario bajó a Faro y tomó el 41 hasta Fondamenta Nuove, donde hizo transbordo al 42, que lo dejaría en la parada del hospital. De allí a la
questura
no había más que unos minutos, a buen paso.
Al entrar, Brunetti tuvo que reconocer que había dedicado casi todo un día de trabajo a algo que en modo alguno podía considerarse un uso legítimo del horario laboral. Además, había implicado en el asunto a un inspector y a un agente, y días antes había utilizado en el mismo caso una lancha y un coche de la policía. A falta de delito, esto no podía llamarse investigación. No era más que el deseo de satisfacer aquella curiosidad suya que debería haber superado hacía años.
Consciente de ello, fue directamente al despacho de la
signorina
Elettra y le complació encontrarla sentada a su escritorio, vestida de primavera. Llevaba un pañuelo rosa en la cabeza, atado al estilo zíngaro, blusa verde y sobrio pantalón negro. El lápiz de labios hacía juego con el pañuelo, lo que llevó a Brunetti a preguntarse si otro día haría juego con la blusa.
—¿Mucho trabajo,
signorina
? —preguntó tras intercambiar saludos.
—No más de lo habitual —dijo ella—. ¿Qué desea, comisario?
—Me gustaría ver qué puede encontrar sobre dos hombres —le dijo él, y vio que la joven se acercaba un bloc—: Giovanni de Cal, que es dueño de un
fornace
en Murano, y Giorgio Tassini, el vigilante nocturno de la fábrica De Cal.
—¿Todo? —preguntó ella.
—Todo lo que pueda, por favor.
Con indiferencia, movida sólo por la misma clase de curiosidad que sentía Brunetti, ella preguntó:
—¿Es para algo?
—En realidad, no —tuvo que admitir Brunetti. Iba a marcharse cuando añadió—: Y Marco Ribetti, que trabaja para una empresa francesa pero es veneciano. Es ingeniero. Su especialidad es la eliminación de residuos, según creo, o la construcción de vertederos.
—Veré qué puedo encontrar.
Él pensó en añadir el nombre de Fasano, pero lo dejó estar. No era más que un palo de ciego, no una investigación propiamente dicha, y ella tenía otras cosas que hacer. Brunetti le dio las gracias y se fue.
Pasó un día y después otro. Brunetti no tenía noticias de Assunta de Cal ni se acordaba de ella, ni pensaba en Murano y en las amenazas proferidas por un viejo borracho. Tenía que ocuparse de unos jóvenes —menores, según la ley— que eran arrestados repetidamente, fichados, identificados y luego recogidos por personas que afirmaban ser sus padres o tutores, aunque, por ser gitanos, pocos podían presentar documentos que lo acreditaran.
Y entonces, en un suplemento dominical, apareció un sensacional reportaje sobre el destino que tenían tales jóvenes en más de una ciudad sudamericana, donde, al parecer, eran ejecutados por patrullas de policías fuera de servicio.
—Bueno, nosotros aún no hemos llegado a tanto —musitó Brunetti cuando acabó de leer el reportaje.
Sus conciudadanos tenían rasgos que Brunetti aborrecía, dada su condición de policía: su predisposición para convivir con el delito, su desconfianza de la ley, su resignación frente a la ineficacia del sistema judicial. «Pero nosotros no disparamos contra los niños en la calle porque roben naranjas», se dijo, aunque no estaba seguro de que eso fuera motivo suficiente para enorgullecerse.
Como el epiléptico que presiente la inminencia de un ataque, Brunetti sabía que iba a deprimirse si no ahuyentaba esos pensamientos y, para ello, no había mejor medio que el trabajo. Sacó su libretita y buscó el número de teléfono que le había dado la suegra de Tassini. Contestó un hombre.
—¿
Signor
Tassini? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—Comisario Guido Brunetti,
signore.
—Calló, esperando la pregunta de Tassini, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió—: Deseo saber si querría dedicarme unos minutos,
signor
Tassini. Me gustaría hablar con usted.
—¿Es el que estuvo aquí? —preguntó Tassini sin disimular su desconfianza.
—El mismo —respondió Brunetti afablemente—. Hablé con su madre política, pero ella no pudo darme información.
—¿Sobre qué? —preguntó Tassini con voz neutra.
—Sobre su lugar de trabajo,
signore
—Y, una vez más, se quedó esperando la respuesta de Tassini.
—¿De qué se trata?
—De algo relacionado con su patrono, Giovanni de Cal. Por eso he procurado ponerme en contacto con usted fuera de su lugar de trabajo. Es preferible que él no se entere de nuestro interés. —Era cierto, pero no lo era menos que De Cal podía ocasionar muchos problemas si se enteraba de que, en realidad, Brunetti estaba realizando una investigación por su cuenta.
—¿Tiene algo que ver con mi queja? —preguntó Tassini, a quien pudo más la curiosidad que el recelo.
—Por supuesto —mintió Brunetti descaradamente—. Y también sobre un informe que nos ha llegado sobre el
signor
De Cal.
—¿Un informe de quién?
—Lo lamento, pero eso no puedo revelárselo,
signor
Tassini. Usted comprenderá que nuestros informes son confidenciales. —Brunetti esperó a ver si Tassini se lo tragaba y, cuando su silencio así se lo indicó, preguntó—: ¿Podríamos hablar?
Después de unos instantes de vacilación, Tassini preguntó:
—¿Cuándo?
—Cuando usted diga,
signore
.
La voz de Tassini sonó un poco menos serena que antes al decir:
—¿Cómo ha conseguido este número?
—Me lo dio su suegra —dijo Brunetti. Suavizando el tono y poniendo en la voz una nota casi de vergüenza, añadió—: Ella me dijo que usted no tiene
telefonino, signor
Tassini. Personalmente, le felicito por esa decisión —terminó con una risa breve.
—¿También usted piensa que son peligrosos? —preguntó Tassini de inmediato.
—Por lo que he leído, yo diría que hay razones para creerlo así —dijo Brunetti.
Por lo que él había leído, también había buenas razones para creer que los coches, la calefacción central y los aviones eran peligrosos, pero era una opinión que prefirió reservarse.
—¿Cuándo quiere que nos veamos? —preguntó Tassini.
—Si dispone de tiempo, ahora mismo. Podría estar en su casa dentro de quince minutos.
La línea pareció estar vacía durante un rato, pero Brunetti resistió la tentación de hablar.
—De acuerdo —dijo Tassini—. Pero en mi casa, no. Delante de San Francesco di Paola hay un bar.
—¿En la esquina, antes de llegar al parque? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—Lo conozco. Es donde dibujan corazones en la
schiuma
del
cappuccino,
¿verdad?
—Sí —respondió Tassini suavizando el tono.
—Estaré allí dentro de quince minutos —dijo Brunetti, y colgó.
Al entrar en el bar, Brunetti buscó con la mirada a un hombre que pudiera ser el vigilante nocturno de una fábrica de vidrio. En la barra, un cliente tomaba café y conversaba con el camarero. Un poco más allá había dos hombres, con sendas tazas de café delante, y otro con una cartera de documentos apoyada en la pierna. Al extremo de la barra, un hombre con una nariz muy grande y una cabeza muy pequeña echaba monedas de un euro en una máquina de póquer. Sus movimientos seguían un ritual mecánico: echar moneda, pulsar botón, esperar resultado, volver a pulsar, volver a esperar, tomar dos rápidos sorbos de una copa de vino tinto, echar otra moneda…
Brunetti los descartó a todos, lo mismo que a un muchacho que estaba al lado del jugador de póquer y que bebía lo que parecía un
gingerino.
Junto a la pared del fondo, había cuatro mesas: a una de ellas estaban sentadas tres mujeres, cada una con una tetera y una taza ante sí. Se pasaban fotos y lanzaban exclamaciones de entusiasmo que parecían lo bastante sinceras como para suponer que las fotos eran de un bebé y no de unas vacaciones. En la última mesa, en el ángulo que quedaba detrás de la barra, había un hombre que miraba a Brunetti. Tenía delante un vaso de agua y, cuando Brunetti fue hacia él, levantó el vaso con la mano izquierda como si brindara.
El hombre se puso de pie y estrechó la mano a Brunetti.
—Tassini —dijo. Era alto, de unos treinta y cinco años, con unos ojos grandes y oscuros muy separados, y una nariz que parecía muy pequeña para el espacio que había. Tenía las mejillas hundidas, semicubiertas por una barba descuidada y un poco canosa. Era una cara que Brunetti había visto en infinidad de imágenes: la cara de Cristo martirizado—. ¿El comisario Brunetti? —preguntó.
Brunetti le estrechó la mano y le dio las gracias por acceder a hablar con él.
—¿Qué desea tomar? —preguntó Tassini cuando Brunetti se hubo sentado, levantando una mano para atraer la atención del camarero.
—Ya que estoy aquí —dijo Brunetti con una sonrisa—, creo que debo tomar un
cappuccino,
¿no le parece?
Tassini se lo pidió al camarero y los dos hombres se quedaron un rato en silencio.
Al fin Brunetti dijo:
—
Signor
Tassini, como le he dicho por teléfono, nos gustaría hablar con usted de Giovanni de Cal, su patrono. —Antes de que Tassini pudiera preguntar, Brunetti añadió con su voz más grave—. Y de la queja de usted, por supuesto.
—¿Así que ya han empezado ustedes a tomarme en serio, eh?
—Nos interesa mucho todo lo que tenga que decir —dijo Brunetti.
La llegada del camarero con el
cappuccino
le ahorró la necesidad de extenderse sobre el tema. Tal como suponía, la espuma había sido vertida con un movimiento que había formado el dibujo de un corazón en la superficie. Abrió un azucarillo, lo echó en la taza y, al removerlo, rompió el corazón.
—¿Qué me dice entonces de mis cartas? —preguntó Tassini.
—En parte, ellas son la causa de que yo esté aquí,
signor
Tassini.
Brunetti tomó un sorbo de café. Aún estaba muy caliente y volvió a dejar la taza en el plato, para que se enfriara.
—¿Las ha leído?
Brunetti le lanzó su mirada más sincera.
—Normalmente, si esto formara parte de una investigación oficial, me temo que ahora le mentiría y le diría que sí —dijo tratando de mostrarse cohibido por la confesión— Pero en este caso, quiero serle franco desde el principio. —Antes de que Tassini pudiera responder, prosiguió—: Están en una carpeta que guarda otro departamento. Pero personas que las han leído me han hablado de ellas, y nos han enviado fragmentos.
—Pero si estaban dirigidas a ustedes —insistió Tassini—. Es decir, a la policía.
—Sí —reconoció Brunetti asintiendo con la cabeza—. Pero nosotros somos detectives, y esas cosas no se nos pasan automáticamente. Las cartas fueron al departamento de quejas, y ellos abrieron un expediente. Pero hasta que esos expedientes son procesados y trasladados a las personas encargadas de la investigación, pueden transcurrir meses. —Observó el gesto de ansiedad de Tassini, le vio abrir la boca para protestar y añadió, bajando la cabeza con fingida contrición—: O más.