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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (26 page)

BOOK: Veinte años después
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Entró en el palacio con paso firme y seguro, como hombre que tiene derecho a hacerlo así, y después de subir por la escalera principal, preguntó a un lacayo vestido de librea de gala si se hallaba visible la señora duquesa de Chevreuse y si podía recibir al señor conde de la Fère.

Momentos después, volvió el lacayo, diciendo que aunque la señora duquesa no tenía el honor de conocer al señor conde de la Fère, estaba dispuesta a recibirle.

Siguió Athos al lacayo y atravesó tras él una larga serie de habitaciones, deteniéndose por fin delante de una puerta cerrada. Hallábanse en una sala. Athos hizo una seña al vizconde de Bragelonne para que no pasase de allí.

El lacayo abrió la puerta y anunció al señor conde de la Fère.

Madame de Chevreuse, nombrada por nosotros frecuentemente en
Los Tres Mosqueteros
, sin que hayamos tenido ocasión todavía de ponerla en escena, pasaba todavía por una mujer hermosa; y en efecto, aunque en aquel tiempo podía contar de cuarenta y cuatro a cuarenta y cinco años, apenas representaba treinta y ocho o treinta y nueve. Sus hermosos cabellos se conservaban rubios; todavía tenía sus vivos y penetrantes ojos, tantas veces abiertos para las intrigas, como cerrados por el amor, y su talle de ninfa la hacían parecer aún, vista por detrás, la joven que saltaba con Ana de Austria el foso de las Tullerías, que privó a la corona de Francia de un heredero en 1623.

Por lo demás, era siempre la joven aturdida y extraña, cuyos amores han dado una cierta celebridad a su familia.

Hallábase en un gabinetito cuya ventana caía al jardín y que estaba adornado con colgaduras de damasco azul con flores de color rosa y follaje de oro, según la moda introducida por la señora de Rambouillet. Gran coquetismo revelaba en una mujer de la edad de la señora de Chevreuse el ocupar semejante gabinete, sobre todo en la actitud que en aquel momento tenía, recostada en un sillón y apoyada la cabeza en la colgadura.

En la mano tenía un libro entreabierto, y un almohadón sostenía su brazo.

Al oír el anuncio del lacayo se incorporó y levantó la cabeza con curiosidad.

Athos se presentó.

Iba vestido de terciopelo color de violeta con alamares análogos; los herretes eran de plata y la capa no tenía ningún bordado de oro; sobre su negra gorra campaba solitariamente una pluma de igual color del vestido. Calzaba botas de cuero negro, y de su cinturón pendía la magnífica espada que tantas veces había admirado Porthos en la calle de Ferou, sin que consintiera nunca Athos en prestársela. El cuello de su camisa era de encaje, y sobre la campana de sus botas llevaba una especie de vueltas de igual tejido.

La persona anunciada a la señora de Chevreuse, con un nombre que le era completamente desconocido, respiraba tal aire de nobleza, que aquélla levantóse a medias y le hizo un gracioso ademán para que se sentara a su lado.

Athos obedeció haciendo una cortesía. El lacayo iba a retirarse, mas una seña de Athos le obligó a detenerse.

—Señora —dijo a la duquesa—, he tenido la audacia de presentarme en vuestra casa sin que me conozcáis; audacia coronada con el mejor éxito, pues que os habéis dignado recibirme. Ahora tengo la de suplicaros media hora de conversación.

—Está concedida, caballero —respondió la señora de Chevreuse, con sonrisa en extremo agradable.

—Pero no está dicho todo, señora. ¡Oh! Yo soy muy ambicioso. La conversación que solicito ha de ser a solas; muchísimo desearía que no nos interrumpieran.

—No estoy en casa para nadie —dijo la duquesa de Chevreuse al lacayo—. Despejad.

El lacayo obedeció.

Hubo un momento de silencio, durante el cual se examinaron sin ninguna turbación aquellos dos seres que con tanta perspicacia se habían reconocido desde luego como personas de elevada cuna.

La primera que rompió el silencio fue la duquesa, que dijo afablemente:

—Vamos, caballero, ¿no veis que estoy aguardando con impaciencia?

—Y yo, señora —contestó Athos—, estoy contemplando con admiración.

—Necesito que me perdonéis, porque deseo saber cuanto antes quién sois. Es indudable que pertenecéis a la corte, y sin embargo, nunca os he visto en ella. Acaso acabáis de salir de la Bastilla.

—No, señora —respondió Athos, sonriendo—; pero quizá estoy en camino para entrar en ella.

—¡Ah! En ese caso decid pronto quién sois y marchaos —exclamó la duquesa con su gracia peculiar—, porque ya estoy demasiado comprometida y no quiero comprometerme más.

—¿Quién soy, señora? Ya os han dicho mi nombre: soy el conde de la Fére, pero nunca me habéis oído nombrar. Antes me llamaba de otro modo, que tal vez habréis sabido, pero que, naturalmente, tendréis olvidado.

—¿Cómo os llamabais?

—Athos.

La duquesa quedó sorprendida; se conocía que aquel nombre no se había borrado enteramente de su memoria, aunque se hallase confundido con otros recuerdos.

—¿Athos? —dijo—. Aguardad…

Y apoyó la frente sobre las dos manos, como para obligar a sus fugitivas ideas a detenerse un momento para fijar de una vez el recuerdo que buscaba.

—¿Deseáis que os ayude? —preguntó Athos.

—Sí tal —dijo la duquesa, cansada de esperar—; me haréis un favor.

—Ese Athos estaba relacionado con tres jóvenes mosqueteros llamados D’Artagnan, Porthos y…

Athos se detuvo.

—¿Y Aramis? —dijo rápidamente la duquesa.

—Justamente —respondió Athos—; veo que no habéis olvidado del todo ese nombre.

—No —respondió la duquesa—, no ¡pobre Aramis! Bellísimo sujeto, elegante, discreto y poeta; creo que ha acabado muy mal.

—Sí; se ha hecho clérigo.

—¡Qué desgracia! —dijo con negligencia la duquesa, jugando con su abanico—. Gracias, caballero.

—¿Por qué?

—Por haber evocado este recuerdo, que es uno de los más agradables de mi juventud.

—Entonces, me permitiréis que evoque otro.

—¿Se relaciona con ése?

—Sí y no.

—No tengo inconveniente —dijo madame de Chevreuse—. Con un hombre como vos puede arriesgarse todo.

Athos hizo un saludo.

—Aramis —prosiguió— era amigo de una costurera de Tours.

—¿De Tours? —preguntó la señora de Chevreuse.

—Sí, una prima suya llamada María Michon.

—¡Ah! La conozco —dijo la señora de Chevreuse—; es aquella a quien solía escribir desde el sitio de la Rochela sobre un complot contra el duque de Buckingham.

—La misma —contestó Athos—. ¿Me permitís que os hable de ella?

—Sí, como no la tratéis muy mal.

—Sería muy ingrato —dijo Athos—, y considero la ingratitud, no como un defecto ni como un crimen, sino como un vicio que aun es peor.

—¿Ingrato vos con María Michon? —dijo la duquesa de Chevreuse mirando detenidamente a Athos—. ¿Cómo así? No la conocéis personalmente.

—¿Quién sabe, señora? —respondió Athos—. Suele decirse que sólo las montañas no se encuentran unas con otras.

—¡Oh! Continuad, caballero, continuad —dijo vivamente la duquesa—, porque no podéis figuraros cuánto me entretiene vuestra conversación.

—Con tal permiso voy a proseguir. Esa prima de Aramis, esa María Michon, esa joven costurera, en fin, tenía, a pesar de su humilde condición, las mejores relaciones: llamaba amigas a las damas de la primera nobleza, y la reina dábale el nombre de hermana, a pesar de la altivez que debía inspirarle su doble cualidad de austríaca y española.

—¡Ah! —exclamó madame de Chevreuse, exhalando un ligero suspiro y frunciendo levemente las cejas por un movimiento que le era peculiar—. Mucho han variado las cosas desde entonces.

—Y tenía razón la reina —prosiguió Athos— porque ella le profesaba gran adhesión, tanto que le servía de intermediaria con su hermano el rey de España.

—De lo cual —contestó la duquesa— se la acusa hoy como de un grave crimen.

—Así, pues —prosiguió Athos—, el cardenal, el verdadero cardenal, el otro, resolvió un día mandar prender a la pobre María Michon y llevarla al castillo de Loches. Afortunadamente no se hizo con tanto secreto que no se vislúmbrase algo; se había previsto el caso, disponiendo que si amenazaba algún riesgo a María Michon, la reina haría llegar a sus manos un devocionario encuadernado en terciopelo negro.

—Así es; estáis bien enterado —dijo la duquesa.

—El príncipe de Marsillac llevó cierta mañana el libro a su destino; no había que perder tiempo. Afortunadamente, María Michon y una criada que tenía, llamada Ketty, sabían llevar muy bien el traje de hombre. El príncipe facilitó al ama un traje de caballero y a la criada otro de lacayo, junto con dos excelentes caballos, y entrambas fugitivas salieron rápidamente de Tours con dirección a España, estremeciéndose al menor ruido, caminando siempre por sendas extraviadas y pidiendo hospitalidad cuando no encontraban posada.

—Exactamente así pasó —exclamó madame de Chevreuse—. Sería muy curioso…

Aquí se detuvo la duquesa.

—¿Que siguiese a las fugitivas hasta el fin de su viaje? —dijo Athos—. No, señora, no abusaré de vuestra bondad, y sólo las acompañaremos hasta un villorrio del Limousin, entre Tulle y Angulema, que se llama Roche l’Abeille.

La señora de Chevreuse exhaló un grito de sorpresa, y miró al ex mosquetero con una expresión de asombro que hizo sonreír a Athos.

—Pues lo que falta —prosiguió éste—, es todavía más extraño.

—Debéis de ser mágico, caballero —dijo la señora de Chevreuse—: todo lo espero de vos, pero, al fin y al cabo… no importa, proseguid.

—La jornada había sido penosa, hacía frío, era el 11 de octubre. Aquel villorrio no tenía castillos ni posadas, y las casas de los aldeanos eran humildes y nada limpias. María Michon, persona aristocrática como la reina, su hermana, estaba acostumbrada a perfumes y a sábanas finas. Resolvió, pues, pedir hospitalidad al párroco del pueblo.

Athos hizo una pausa.

—Llamaron los dos viajeros a la puerta, era tarde, y el sacerdote, que estaba acostado, les gritó que entraran. Haciéndolo así, pues la puerta no estaba cerrada con llave: en los pueblos reina la mayor confianza. Una lámpara iluminaba el aposento que ocupaba el cura. María Michon, que parecía el caballero más gallardo del mundo, empujó la puerta, y pidió hospitalidad.

»—Con mucho gusto —respondió el cura—, si os contentáis con los restos de mi cena y la mitad de mi alcoba.

»—Consultaron entre sí las viajeras un momento; el párroco las oyó reírse; después contestó el amo, mejor dicho, el ama:

»—Gracias, señor cura; acepto.

»—Cenad, pues, y haced el menor ruido que podáis —respondió el sacerdote—, porque yo también he andado mucho hoy y tengo ganas de dormir».

La señora de Chevreuse pasaba evidentemente de la sorpresa al asombro y del asombro al estupor; su cara adquirió una expresión difícil de describir mirando a Athos, conocíase que quería hablar, y que sin embargo callaba por no perder una sola palabra de su interlocutor.

—¿Y después? —dijo.

—¿Después? —respondió Athos—. Aquí entra lo difícil…

—Hablad, hablad, hablad. A, mí todo me lo podéis decir. Además, eso no me interesa directamente; son negocios de la señora María Michon.

—¡Ah! Es cierto —dijo Athos—: prosigo. Cenó María con su criada, y después de cenar, aprovechándose del permiso de su huésped, entró en el cuarto en que éste descansaba, mientras se acomodaba Ketty en una poltrona del primer cuarto, que fue precisamente en el mismo que cenaron.

—Como no seáis el demonio en persona —dijo la señora de Chevreuse—, no sé de qué modo podéis estar al corriente de tales pormenores.

—La tal María Michon era una de esas criaturas encantadoras y a la par locas que conciben a cada instante ideas a cual más extravagantes, y que parecen nacidas para nuestra condenación. Y pensando en que su huésped era sacerdote, se le ocurrió a la coqueta que podía añadir uno más a los mil alegres recuerdos que guardaba para su ancianidad condenando a un clérigo.

—Conde —dijo la duquesa—, os aseguro bajo mi palabra que me estáis causando miedo.

—¡Ah! —añadió Athos—. El pobre cura no era ningún San Antonio, y ya he dicho que María Michon era una criatura adorable.

—Caballero —dijo la duquesa, asiendo las manos de Athos—, decidme ahora mismo cómo habéis sabido todos esos pormenores, o mando llamar a un fraile para que os exorcice.

Athos echóse a reír.

—Nada más fácil, señora. Un caballero encargado de una comisión importante había ido una hora antes que vos a pedir hospitalidad al sacerdote a tiempo que éste salía, no sólo de su casa, sino del pueblo, para pasar la noche junto a un moribundo. El bendito sacerdote, lleno de confianza en su huésped, que era además todo un caballero, cedióle su casa, su cena y su cama. Él fue el que realmente recibió a María Michon.

—Y ese caballero, ¿quién era?

—Era yo, el conde de la Fère —dijo Athos, levantándose y saludando respetuosamente a la duquesa de Chevreuse.

Esta se quedó un momento parada; pero luego se echó a reír, diciendo:

—¡Ja, ja! ¡Es gracioso el lance! Vamos, que la loca de María ganó en el cambio. Sentaos, apreciable conde, y proseguid vuestra relación.

—Ahora tengo que acusarme, señora. Ya os he dicho que mi viaje tenía un objeto importante: al amanecer me levanté y salí del cuarto sin despertar a mi encantadora compañera. En el primer cuarto dormía en un sillón la criada, digna en todo de semejante ama. Sorprendido por la gracia de su rostro, me acerqué y reconocí a aquella Ketty que debía su colocación a nuestro amigo Aramis. Así descubrí que la seductora viajera era…

—María Michon —dijo con viveza la señora de Chevreuse.

—Pues… María Michon —contestó Athos—. Salí de la casa, fui a la caballeriza, encontré ensillado mi caballo y listo a mi lacayo y echamos a andar.

—¿Y no habéis vuelto a pasar por aquel pueblo? —preguntó la duquesa.

—Un año después, señora.

—¿Y qué?

—Fui a ver al buen párroco, y lo encontré muy apurado con un suceso cuya significación no comprendía. Ocho días antes le habían enviado un hermoso niño de tres meses con un bolsillo lleno de oro y un papel que sólo contenía estas palabras: «11 de octubre de 1633».

—Era la fecha de aquella extraña aventura.

—Sí, pero nada sacaba en claro el pobre cura, sino que había pasado la noche con un moribundo, porque María Michon se marchó también antes de que él regresara.

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