Read Vacaciones con papá Online
Authors: Dora Heldt
Marqué el número de teléfono de Marleen.
—Haus Theda, soy De Vries, buenos días.
—Hola, Marleen, soy Christine.
—No me digas que no podéis venir. La pensión está llena, los obreros van a paso de tortuga y una de las chicas que me ayudan ha pisado una caracola. Ahora sólo tengo a Gesa para echarme una mano. Estoy atacada. Y Theda y Hubert vienen el fin de semana pero sólo para mirar, no para ayudar; al fin y al cabo, los dos son jubilados. Así que di lo que tengas que decir, pero recuerda que estoy al borde de un ataque de nervios.
De no haberse reído, lo habría creído. Y eso que fue una transición estupenda. Hice un esfuerzo por mantener un tono de voz neutro.
—Bueno, pues en ese caso tengo la solución: me llevaré a Heinz. Sólo necesita una cama. Y amigos. Y una comida caliente al día. Y algo que hacer. Y de vez en cuando, una cerveza de trigo. ¿Qué te parece?
—¿Que te traes a tu padre? ¿En serio? ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?
—¡¿A mí?! La gran idea es cosa de mi madre. La próxima semana la operan en Hamburgo de la rodilla. En un principio estaba previsto para octubre, pero la han llamado y quiere quitárselo de encima cuanto antes. Y la verdad es que lo entiendo. Pero mi tía está de vacaciones, los vecinos amigos en Noruega con la Cruz Roja, y ninguno de mis hermanos puede hacerse cargo, así que he de ocuparme de mi padre. La alternativa sería que me fuera yo a Sylt a hacerle la comida, pero entonces tendría que decirte que no voy a verte, y eso no quiero hacerlo. Así que mi madre le dijo que estaríamos encantadas de que nos echara una mano; además, su viejo amigo vive en Norderney. Mi padre aceptó de mala gana, pero ahora se siente un héroe. Ésa es la versión resumida.
—Bueno, no es para tanto. No conozco mucho a tu padre, pero es muy servicial y da la impresión de ser un manitas.
Se me escapó una risilla nerviosa. Sí, daba esa impresión.
—¿Toses? En cualquier caso, aquí tendrá bastante para distraerse, podrá hacer alguna heroicidad. Bastará con que me quite de encima a Hubert. La verdad es que es un encanto, pero siempre lo sabe todo y se entromete en todo.
—Se van a caer genial.
—Seguro que Heinz no es tan malo como Hubert. Así que le diré a vuestra casera que venís tres. Que Mareike meta una cama supletoria en el salón, porque dormitorios sólo hay dos. Pero no pasa nada. Me alegro de que vengáis, tú puedes echarme una mano en la pensión por la mañana y Dorothea puede engatusar a los obreros.
Colgamos y me vi tumbada en un camastro en el salón mientras mi padre buscaba en el teletexto los resultados del HSV, el equipo de fútbol de Hamburgo.
Genial, pensé, Hubert ya puede ir preparándose.
Sylt, 10 de junio
Querida Christine:
Acabo de hacer la maleta del hospital, me he dado cuenta de que hacen falta un montón de cosas para dos semanas. En un principio me compré seis camisones nuevos, preciosos, de rayas, y uno con corazones, muy mono. Pero a Agnes, ya sabes, la de la calle Süderhörn, la tercera casa por la izquierda, el año pasado también le pusieron una prótesis de rodilla, y dice que de todas formas a partir del tercer día lo que se necesitan son chándales. Bueno, da igual, creo que te valdrán a ti, la verdad es que yo no uso camisón. La próxima vez que vengas a Sylt te los llevas.
Y ahora, al grano: le he dicho a papá que tiene que ayudar a Marleen, no el día entero, pero tal vez una o dos horas. Ya sabes cómo es cuando no tiene nada que hacer. Seguro que algo le encuentra. No olvides que no puede levantar mucho peso, no anda bien de la cadera, y tampoco puede subirse a una escalera, que se marea. Si es necesario que pinte, revisa tú la pintura. Ya sabes que no distingue los colores. La otra semana, sin ir más lejos, pintó de turquesa el aseo de los invitados creyendo que era gris azulado, pero nos acabaremos acostumbrando. O al menos, eso espero. No seas impaciente si se equivoca, lo hace con buena intención y es muy quisquilloso.
Una vez al día tiene que comer caliente, en seguida le entra acidez de estómago, así que nada de picante, poca sal y nada de repollo. Ni de grasas. Y, pase lo que pase, que no tome ni lácteos ni harinas, que luego vomita. Sólo que nunca se atreve a decir nada. Por la tarde le gusta tomar café con bizcochos. Pero nada de tartas ni cosas que lleven cereza. Y el café solo, descafeinado. Si hay té, que sea sin teína, si toma té negro luego duerme mal.
Haz el favor de echarle un vistazo antes de que salga de casa, no ve los colores y tampoco es que tenga mucho gusto, no quiero que vaya por ahí con pintas raras. Que luego acabo cargando yo con la culpa.
Le gusta mucho pasear: si no tenéis tiempo, que se lleve un móvil y lo encienda, que si no conoce el sitio no se orienta muy bien. Y no le gusta preguntar a desconocidos. ¿Me dejo algo?
Creo que es todo. Ha quedado con Kalli, tal vez puedas llevarlo, no sé si tiene su dirección. Al fin y al cabo, tu padre no da mucho trabajo, por lo menos no tiene que tomar medicamentos, a lo sumo una pastilla para la acidez.
Os deseo que paséis unos días estupendos, cuida de tu padre, es la primera vez que va solo de vacaciones. Seguro que todo irá bien.
Un abrazo,
Mamá
Doblé la carta y respiré profundamente. Yo no uso camisón, y empecé a temer por mis vacaciones.
Una semana después me encontraba en la estación principal de Hamburgo mirando el andén 12 A, en el que cuarenta minutos más tarde estaba prevista la entrada del Intercity procedente de Westerland. Me había situado a la izquierda de la escalera mecánica que bajaba al andén, tal y como le había explicado a mi padre cuando hablamos por teléfono.
—Cuando bajes del tren, ve a la derecha, en dirección al vestíbulo. Sólo hay una escalera mecánica, sube y, arriba, a tu derecha, te estaré esperando.
—Ya, ya, cómo no te voy a encontrar, que no estoy senil. Lo que no entiendo es que por el mismo trayecto, es decir, Westerland-Hamburgo, nunca pague lo mismo. El regional me habría salido mucho más barato.
—¡Papá! No querías cambiar de tren en Elmshorn, y te quejas de que la Nord-Ostsee-Bahn siempre se retrasa.
—Y así es. Si se retrasa mucho, te dan un vale. Y ya me dirás qué hago yo con un vale. Menuda tontería.
—Por eso vienes en el Intercity. Así que buen viaje y hasta mañana.
—Sé puntual, no me gusta nada tener que esperar. Con lo abusivo que es el precio, no creo que el tren se retrase.
Por si acaso, salí una hora antes, cuando en realidad sólo tardaba diez minutos en efectuar el recorrido. Pero tenía miedo de que un accidente, un atasco, un control policial o que no encontrara aparcamiento desatara el caos nada más empezar, algo que sin duda no tardaría mucho en llegar. Después de dar siete vueltas a la plaza de la estación encontré aparcamiento en el primer hueco, justo a la entrada. La suerte estaba de mi parte, a mi padre no le gustaba tener que andar mucho.
Faltaban treinta y cinco minutos.
A mi padre no le gusta viajar. Eso era quedarse corto. No le gustan los sitios desconocidos. Eso también era quedarse corto. Odia dejar Sylt. No sólo la isla, sino su cama, su sitio en la mesa, su paseo matutino al puerto para comprar los periódicos, sus vecinos, su jardín, su sofá. No le gustan las camisas dobladas en la maleta, ni las toallas y la ropa de cama que unos desconocidos han utilizado antes que él, sólo come lo que conoce y se niega a cambiar su rutina diaria. Yo no sabía cómo mi madre lograba que saliera de la isla al menos una vez al año, sobre todo no sabía qué le había prometido y contado para que ahora estuviese sentado en el tren. Y la verdad era que tampoco quería saberlo.
Faltaban veinticinco minutos.
Notaba la garganta seca. Cuando estoy nerviosa siempre me entra una sed acuciante. Detrás de mí había un puesto de salchichas y bebidas. Me compré una lata de cola, no porque me guste, sino porque antes mi padre nos la tenía prohibida. De pequeña me demostró que la cola era perjudicial para la salud dejando un osito de goma en ella durante la noche. A la mañana siguiente, en el vaso se balanceaba un trozo de goma color vino deforme que él me enseñó con aire triunfal. «Así es como se te queda la barriga por dentro después. Además, la cola entontece.» Lo creí durante mucho tiempo. Cuando me la hube terminado estrujé la lata con rebeldía y la tiré a la papelera. Naturalmente, no a la que tenía al lado. Uno nunca sabía.
Faltaban diez minutos.
De nuevo en mi sitio, noté la vejiga hinchada. Había sido una estupidez beber cola, mi cuerpo condicionado quería deshacerse de ella en el acto. El servicio estaba al fondo del andén. Tendría que ir corriendo, posiblemente todos los baños estuvieran ocupados, tendría que esperar y luego volver, podía andar justa de tiempo. Me aguanté.
Faltaban tres minutos.
Mientras cambiaba el peso de un pie al otro oí por megafonía: «Atención, vía 12 A. El Intercity 373 Theodor Storm procedente de Westerland con destino a Bremen, cuya salida estaba prevista para las 13 horas 42 minutos, llegará con diez minutos de retraso.»
Me lo olía. La vejiga me apremiaba. Imaginé que, tras comprobar un instante que no me veía, mi padre se subía al siguiente tren de vuelta al norte, oí la frase «Christine no estaba» y vi la mirada de mi madre. Me seguí aguantando.
El tren hizo su entrada. Se detuvo chirriando y silbando, las puertas se abrieron, los primeros pasajeros bajaron. Lo vi en mitad del andén. Llevaba el anorak rojo, unos pantalones vaqueros y una gorra de visera azul. Vi cómo sacaba a duras penas del tren su enorme maleta y la dejaba a un metro del borde del andén. Empecé a agitar los brazos, en vano. Mi padre no se molestó en echar un vistazo a su alrededor. Se colocó la mochila en el pecho y se sentó en la maleta, mirando justo en la dirección opuesta a mí. Me abrí paso entre los que venían en sentido contrario y me planté ante él sin aliento. Levantó la cabeza hacia mí.
Tiene los ojos de Terence Hill, pensé.
—¿Cómo va a encontrarse uno con este jaleo? —Su voz sonaba ofendida.
Y se comporta como
Rantamplán.
—Hola, papá, te dije que fueras a la derecha, en dirección a la Wandelhalle, subieras por la escalera mecánica y yo estaría arriba, a tu derecha.
—Es la primera noticia que tengo. —Se levantó y se sacudió el pantalón—. ¿Te has enterado? El tren ha vuelto a llegar con retraso. ¿Sabes a partir de cuándo te dan esos vales?
Quise cogerle la mochila, pero la agarró con fuerza.
—Ya la llevo yo, gracias. ¿De cuánto es necesario que sea ahora el retraso para que te den el vale?
—No creo que baste con diez minutos. Dame la mochila, por favor, que algo puedo llevar.
Echó a andar hacia la escalera mecánica.
—Sí, coge la maleta. Con la cadera así no puedo levantar nada.
Al levantar la maleta casi me quedé sin aire. La dejé donde estaba e intenté llevarla a rastras.
—Papá, espera, ¿qué ha sido de la de ruedas?
Mi padre se detuvo y me miró con impaciencia.
—Las ruedas se rompieron, pero para las pocas veces que salimos de viaje ésta basta y sobra. Y ahora, vamos.
Fui arrastrando la maleta tras él con el cuerpo completamente inclinado, procurando controlar la respiración.
—Y… ¿la lleva… mamá?
—No digas tonterías.
Sin más explicaciones, se dirigió a la escalera mecánica con pasos largos. Hablar me costaba.
—Di, ¿qué… llevas dentro…?, ¿la casa entera?
Apenas pude entender la respuesta, ya que iba delante de mí y no se volvió.
—El taladro, el destornillador eléctrico y alguna que otra cosa más, no puedo trabajar con las herramientas de otro.
Una vez arriba, hube de soltar la maleta, no podía más. Conseguí coger por la manga a mi padre.
—Para un momento… Tengo que ir urgentemente… al servicio. Quédate junto a… la maleta…, no tardo.
—Ya podrías haber ido antes. Eso es lo que pasa cuando se dejan siempre las cosas para el último momento.
—Sí, sí…
Me daba todo lo mismo, salí corriendo.
Aunque primero tuve que cambiar dinero y después dejar pasar a las tres señoras que tenía delante en la cola, la operación entera no pudo durar más de quince minutos. Cuando volví, la maleta estaba en su sitio, abandonada, y junto a ella dos policías de uniforme negro azulado. Uno de ellos hablaba acalorado por una radio, yo sólo entendí «desatendida…, que vengan los perros…, acordonar» y rompí a sudar. Entonces vi a mi padre. Se hallaba a cinco metros de distancia, comiendo un perrito caliente y observando con interés lo que sucedía. Al igual que un grupo de personas que poco a poco se iban parando. El policía sobre el que me abalancé levantó un brazo en ademán defensivo; yo le dirigí unas palabras tranquilizadoras.
—Con la maleta no pasa nada. Es nuestra, sólo he ido al servicio.
Lancé a mi padre una mirada furiosa pero él dio media vuelta. El otro uniformado soltó la radio y me miró con aire amenazador.
—¿Cómo dice? ¿Deja una maleta desatendida y se va al servicio? ¿De dónde es usted? ¿Acaso no ha oído hablar de las medidas de seguridad? ¿Ni de las maletas bomba?
Su compañero dio un paso hacia mí. No parecía de mejor humor.
—No me lo puedo creer. ¿Está a punto de provocar el cierre de la estación central y vuelve como si no hubiera pasado nada? Me parece que no lo entiendo.
Las expresiones entre maliciosas y curiosas de los que miraban me dieron el golpe de gracia.
—¡Papaaá!
Mi voz sonó estridente y un tanto llorosa. Los policías se dirigieron sendas miradas significativas, y algunos mirones sacudieron la cabeza compasivamente. Yo procuré mantener la compostura, señalé con el dedo a mi padre, que me miró imperturbable mientras se chupaba de los dedos la mayonesa danesa.
—Ese de ahí es mi padre. La maleta es
suya.
Se suponía que tenía que ocuparse de ella y se ha puesto a comer perritos calientes. ¿Qué culpa tengo yo?
Una mujer me miró primero a mí, luego miró a mi padre y después a su acompañante y dijo en voz alta:
—O está de atar o borracha. Qué vergüenza, vámonos.
Mi padre y yo estuvimos unos diez minutos en la comisaría de la estación. Tuvimos que abrir la maleta, volver a explicarlo todo y donar cincuenta euros a la Bahnhofsmission, la fundación benéfica de la estación, antes de que nos dejaran marchar de bastante mala gana.