—Se está usted riendo de mí, así que vamos a empezar desde el principio una vez más —dijo echando un vistazo al fajo de notas que tenía ante sí—. Su despacho está equipado con un sistema de vigilancia conectado a unas cámaras que graban una parte de La Talcotière, de la que es usted propietaria, y que graban igualmente una casa, que también le pertenece, la cual ha explotado después de que su actual inquilina haya puesto fin a sus días. Caroline… —Clément se inclinó sobre sus notas— …Moreau era la esposa de Daniel Moreau, uno de sus empleados más recientes, del que no hemos encontrado rastro alguno: el hombre parece llevar desaparecido varios días. Igual que su hijo, matriculado en un colegio que también le pertenece. Durante su visita a La Talcotière, el comisario Bertegui descubrió que estaba siendo grabado y, sobre todo, que su mujer y su hija habían sido secuestradas por Pierre Andremi…
—¿Tiene pruebas? —preguntó tranquilamente Cléance Rochefort.
—¿De qué?
—De que se tratase de Pierre Andremi.
—Estamos esperando los resultados del laboratorio… Seguro que nos sorprenderemos tan poco como usted cuando las muestras tomadas de la cama del pequeño despacho de la capilla de La Talcotière nos confirmen su presencia en la finca, ante sus cámaras.
Una leve contracción de mandíbula fue la única respuesta de Cléance Rochefort.
—Acto seguido, nos la encontramos en el Saint-Exupéry, a cien metros del comisario Bertegui: para ser más exactos, al lado de una… boca que conduce a unos túneles que pasan bajo el bosque del parque y por toda esa parte de la ciudad. Allí también descubrimos el cuerpo de Audrey Miller, herida de gravedad por una bala disparada con un revólver en el que encontramos sus huellas. La señora Miller resulta ser, por otra parte, la amante de su marido… y, mire usted por dónde, profesora de literatura de Bastien Moreau. ¡Así que, en nombre de Dios, me va a usted a explicar qué es todo este follón!
Clément dio un puñetazo en la mesa: un vasito de café vacío y dos lápices dieron un bote antes de caerse. Cléance Rochefort ni pestañeó.
Inspiró profundamente, lo intentó con el método suave… él y sus colegas los alternaban dándose el relevo, sin ningún resultado.
—No sé si es consciente del aprieto en que se encuentra —dijo—. Le van a caer… —Hizo un gesto de hastío—. El único medio que tiene de aligerar la condena es compartirla, ¿me sigue? Estamos hablando de la mujer y la hija de un comisario de policía, joder. Si gracias a usted las encontramos vivas, si nos entrega a Andremi, los jueces lo tendrán en cuenta. Comprenderán que… que era su amor de juventud, que aún lo ama, que la había cautivado. Sabemos de qué se trata, señora Rochefort. Por aquí sabemos del… impacto que tenía. Pero permítanos ayudarla.
Cléance Rochefort tuvo una reacción: un suspiro, un lamento. Clément supo de inmediato lo que lo había provocado: la referencia a su cariño hacia ese canalla asesino de niños. Así pues, el Jabalí tenía razón: ella había hecho todo aquello (y no sabía del todo bien lo que representaba ese «aquello», ni lograba calibrar su alcance) por amor. Sí, Bertegui lo había visto claro. Pero Bertegui no podía interrogarla: en cuanto se le acercó, había tratado sencillamente de estrangularla y si Bertegui se mantenía en ese momento tras el cristal tintado, solo era gracias a la presencia de las cámaras, de sus colegas y de los cuatro o cinco Orfidales que había tenido que tomarse en las últimas horas.
—Supongo que han interrogado a mi marido…
Clément se encogió de hombros.
—Sí… y ahí seguimos. De todos modos, tiene una coartada para la hora en que Audrey Miller fue atacada…
Era lo único que había intentado por el momento: incriminar al marido. En vano… Por lo demás, era un milagro que Audrey Miller no hubiera sucumbido a su herida, y por ahora estaba en coma. Con un poco de mala suerte, el homicidio en grado de tentativa sería recalificado como homicidio a secas.
Entretanto, el registro del domicilio no había aportado nada. En cambio, en su despacho de los laboratorios, la presencia del sistema de vigilancia había resultado definitiva, implicándola a ella directamente. A decir verdad, era el elemento probatorio más poderoso: aún no habían reconstruido la escena del crimen, pero desde que llegó al lugar de los hechos, Clément había desconfiado de la puesta en escena: había algo que no cuadraba en el espectáculo que se ofrecía a sus ojos y el orificio de entrada de la bala que había herido a la profesora de literatura. De momento, daba igual: lo más urgente era encontrar a Andremi. Y a la familia del Jabalí. Y esta hijaputa que tenía delante no soltaba prenda. ¡Era como hablar con la pared!
—¿Mi marido, una coartada? —se sorprendió Cléance Rochefort—. ¿Qué coartada?
Y hala, otra vez vuelta al marido: típico en estas historias de crímenes pasionales a tres bandas.
—No es asunto suyo, eso lo verá usted con el juez… Señora Rochefort, se lo pregunto por última vez: ¿dónde está Pierre Andremi?
Cléance Rochefort desvió la mirada: un atisbo de esperanza hizo que se entusiasmara Clément, pues vio que su rostro se contraía como si fuese a llorar. La vio luchar con su conciencia, después bajó la mirada, la cabeza, se hundió.
—No lo sé… No veo a Pierre Andremi desde hace más de veinte años.
Clément salió de la sala de interrogatorios… un colega ya había tomado el relevo. Se acercó a Bertegui, quien yacía desmadejado en un sillón, derrumbado por las pastillas y la desesperación.
—No entiendo ni papa —dijo sencillamente—. No sé qué es lo que esta mujer va a sacar de todo esto… No alcanzo a comprender por qué se empeña en encubrir a un tipo que debe de tener la cabeza como el cráter de un volcán…
Bertegui se incorporó y clavó sus ojos en los de su colega: «Madre mía —pensó Clément—, ha envejecido diez años en dos días».
—¿Seguimos sin rastro de Le Garrec? —preguntó.
Disgustado, Clément negó con la cabeza. En las horas que siguieron a la llamada que les informó del asesinato en el Saint-Ex, había reinado la mayor de las desorganizaciones. Para empezar, lo de la niebla. Una tempestad como Clément no había visto nunca, como ningún villense en vida recordaba haber presenciado… tanto más extraña cuanto que varios testigos que vivían en los alrededores del Saint-Ex habían declarado haber visto un fenómeno extraño: una especie de torrente de niebla que se deslizaba hacia el interior del colegio; idéntica anomalía había sido observada en las inmediaciones del bosque del parque y, algo inquietante, cerca de la casa de Odile le Garrec, adonde Bertegui se había dirigido para penetrar en las catacumbas… Y encima, entre las líneas eléctricas que habían saltado en diversos lugares, la explosión de la casa, la visibilidad imposible, los servicios de socorro se habían visto retrasados… Luego, se las había tenido que ver con Cléance Rochefort, después con el relato histérico, por no decir delirante, de un Bertegui a quien habían encontrado desangrándose no lejos del tragaluz donde Audrey Miller se debatía entre la vida y la muerte… Hablaba del secuestro de su familia, de La Talcotière, de Pierre Andremi, de la niebla que lo había… ¡atacado! en los pasadizos subterráneos, justo después de dar pasaporte a un chaval (ahora identificado como César Mendel y en cuyo ordenador, las primeras pesquisas habían revelado cosas cuando menos preocupantes), el cual había intentado matarlo mientras perseguía a Andremi… Según Bertegui, Andremi había pasado justo a su lado (aunque esto estaba pendiente de confirmación). No le había visto la cara. «No te enteras de nada —le había dicho a Clément—; no se veía NADA, ¡absolutamente nada! Ni tus propias manos… pero he… NOTADO cómo pasaba a mi lado. He sentido su presencia… ¡corría como alma que lleva el diablo!» (A lo que Clément se había dicho: «Pero si el diablo era él…».) En suma, habían tenido que desenredar semejante madeja, de cuyos hilos aún estiraban… y a los que había que añadir el chico que Bertegui había matado, y otro cadáver hallado en esas catacumbas, que más parecían un tren fantasma: el de una adolescente a la que habían hecho pasar las de Caín… resultando ser, por lo visto, su asesino el atacante de Bertegui. Una adolescente que Clément conocía indirectamente: la hermana del joven que se había suicidado cinco semanas antes… la hija de los Camerlin, a quienes él mismo había interrogado años atrás. Y encima, los tres chavales —el hijo de la suicida, el joven ejecutor, la chica asesinada— eran de la misma clase… y tenían a Audrey Miller de profesora de literatura…
En esas alucinantes condiciones —y Clément no se hacía ilusiones: ese misterio se uniría a los muchos otros que conformaban la leyenda secreta de Laville-Saint-Jour, esa que se cuenta por las noches para meter miedo— en semejantes condiciones, las pesquisas para dar con Le Garrec no habían constituido una prioridad y se había perdido tiempo antes de iniciarlas. A la postre, solo les quedaba Cléance Rochefort, la esperanza de que Audrey Miller saliera del coma para que arrojara alguna luz, y esa extraña impresión de que, como en las noches de luna llena, la ciudad había enloquecido en esa noche, de niebla llena.
—Hay una red detrás —dijo Bertegui—. Por fuerza tiene que haber una organización latente que se hiciera cargo de Andremi durante todos estos años. Una red en la que Le Garrec está metido hasta el cuello. Hay que dar con él. Me cago en la puta, Clément, un tío con la cara desfigurada y un escritor famoso… ¡¡¡NO PUEDEN SER TAN DIFÍCILES DE ENCONTRAR, COÑO!!!
Clément vio cómo unas lágrimas resbalaban por las mejillas de su jefe, le echó la mano por el hombro, porque era todo cuanto podía hacer: nadie, pensó, nadie podía recuperarse de un golpe tan terrible.
—Sé que hay una red —dijo Clément—. La vamos a encontrar, ya lo verá…
Pero Clément no lo creía: igual que en el caso Talcot, cuando hubieran conseguido echar el guante a algunos de los elementos más visibles, en este caso —porque todos esos muertos y desaparecidos pertenecían al mismo asunto, ¿no?— en este caso solo atraparían algunos cabecillas.
Hasta puede que una sola, emblemática a su modo, como lo fue Madeleine Talcot. ¿Por qué?, se preguntaba Clément. No tenía respuesta: quizá los que capturaban tenían miedo de hablar… además, nunca llegaban a viejos, ni aunque estuvieran en la cárcel… O… o pensaba a veces que la niebla solucionaba sus asuntos por sí misma, que mantenía al margen a quienes no estaban implicados. Sí, la niebla de Laville-Saint-Jour: culpable y justiciera…
«… fuera Harry Potter, podría curarla… con un conjuro…»
«—Sí, David, pero la vida no es así…»
«—¿Se va a morir?»
S
u hijo… David hablaba con Joce. ¿Por qué le llegaban sus voces como desde un largo pasillo, o a través de un tabique? ¿De qué hablaban? ¿A quién quería curar David?
Audrey entreabrió los ojos, con la extraña sensación de volver a su cuerpo después de un viaje astral por limbos tibios, matriciales. Los cerró al instante: la luz, demasiado viva, le taladraba un punto en el cerebro, aunque todavía flotaba en una burbuja de feliz inconsciencia. Durante unos instantes, se esforzó por retomar el contacto con su cuerpo, experimentar sensaciones, pero el enorme cansancio que padecía anestesiaba cualquier realidad física. Lo único que sentía era la pastosa flojedad de sus miembros, y un malestar en el brazo, y también en la parte baja de la espalda… ¿Por qué se sentía tan cansada, tan deliciosamente agotada? ¿Se había drogado? Pero ¿con qué? ¿Cómo?
De nuevo, filtró un rayo de luz entre sus pestañas, se acostumbró. Distinguió unas sábanas blancas, la confusa forma de una caja negra en un brazo fijado a la pared… ¿Una tele? ¿La tele de… de una habitación de hospital? ¿Qué padecía?
Abrió los ojos con mayor decisión —las cortinas debían de estar corridas, pero adivinaba un hermoso sol de primavera… ¿qué día sería?—, giró imperceptiblemente la cabeza: Joce estaba sentado leyendo una revista, y era curioso, porque Joce parecía más viejo que en su recuerdo, su pelo parecía más cano. A su lado, David movía las piernas que le colgaban en un sillón demasiado alto para él y… ¡y también David estaba más alto!, y algo no cuadraba, en absoluto; las imágenes se confundían en su memoria, el recuerdo de un dolor, y el miedo visceral de una amenaza que se cernía sobre David y…
—¡Mamá!
David saltó del sillón y corrió hacia ella.
—¡Mamá, estás despierta!
—¡David, cuidado con tu madre!
El niño se detuvo en seco a mitad de carrera al oír la voz autoritaria de su padre: durante unos cuantos segundos, se hizo el silencio en la habitación, solo perturbado por los ruiditos electrónicos de los tubos que Audrey tenía conectados. Esta se percató de la hostilidad que Joce mostraba hacia ella, el evidente malestar de su hijo, y de repente, un violento empujón de su memoria la propulsó a la realidad: Laville-Saint-Jour… Nicolas le Garrec… el rapto de su hijo… el Saint-Ex… Cléance Rochefort cayéndosele la baba… el dolor que estalla en su espalda… ¡la pesadilla! Permaneció alelada por la fuerza de sus emociones, la confusión entre el horror de la situación y la debilidad de sus percepciones, incapaz aún de ver nada claro, de entender todo…
David fue hasta ella, y se vio asaltada por unas incontenibles ganas de cogerlo en brazos y prorrumpir en sollozos de felicidad, de alivio… a pesar del terror que le inspiraba la presencia de Joce en la habitación, de que estuviera tan cerca de su hijo.
—¿Estás bien, mamá? ¿Estás despierta? ¡Qué miedo he pasado!
Su hijo la besó en la mejilla, ella trató de moverse, y se percató entonces de la sonda que llevaba en el brazo, los electrodos, la tensión en los riñones, aun cuando el mundo seguía fluctuando, y la luz continuaba siendo cegadora…
—David, ¿quieres ir al mostrador a avisar a alguna enfermera?
Audrey se estremeció: estuvo a punto de gritarle a su hijo que no la dejara a solas con su padre, pero las palabras murieron en su garganta. Sus pensamientos seguían siendo confusos, pero comprendió que por ahora no corría ningún riesgo: Joce no haría nada mientras David iba a avisar al cuerpo médico de que se había despertado… pues, por lo visto, llevaba durmiendo mucho tiempo, hasta la habían velado.
David se volvió hacia su padre, sorprendido ante la responsabilidad de la que se le hacía cargo, pero visiblemente decepcionado por tener que acortar el reencuentro con su madre.
—Vamos —insistió su padre—, ve a buscar a Jacqueline, la señora rubia que ha venido a ponerle una inyección a tu madre hace diez minutos…