Una voz en la niebla (25 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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También estaban las palabras de Mansard a propósito de su amigo: «No lo entiendo… tenía
miedo
de subir. Nunca habría escalado la verja él solo… ¡sin esperarnos!».

Al final, todas esas cosas parecían confundirse con la propia Laville: más allá del encanto de las viejas piedras revocadas y bien cuidadas, del verde rabioso de los jardines, de las avenidas lisas y bien dispuestas, en el corazón de la noche, bajo la niebla, al recorrer alguna callejuela tortuosa o al resbalarse en algún escalón traicionero, como diseñados por algún arquitecto ebrio, se adivinaban los secretos que palpitaban detrás de los muros, los tesoros que dormían en los desvanes, las historias que se pudrían en lo más profundo de los sótanos…

El grupo empezaba a dispersarse. Nicolas le Garrec recibía ahora las condolencias, en compañía de una mujer madura, sin duda su tía, la misma persona con quien Bertegui iba a hablar poco después. Le Garrec lucía una ropa demasiado deportiva para la ocasión, pensó: cuero negro, vaqueros negros, gafas…

Un último abrazo, algunas palabras al oído. Desde su puesto de observación, Bertegui vio cómo la tía intercambiaba una larga mirada muda con su sobrino. Ya solo quedaban tres: él, ella y Suzy Belair un poco en segundo plano, la palidez de su rostro apenas distinguible a causa de la niebla algodonosa; casi era necesario entornar los ojos para seguir la línea de su cabellera blanca.

Por un momento, el Jabalí pensó que la tía iba a darle una bofetada al sobrino, pero se alejó sin decir palabra, sin volver la vista atrás, dejando a Le Garrec solo ante la tumba, con la astróloga a su espalda. ¿Se conocían?, se preguntó de repente. Si así era, ello contradecía las declaraciones de Belair…

La mujer que debía de ser Sophie Merichon echó a andar por la avenida y empezó a desatarse el pañuelo para liberar el pelo canoso cuando Bertegui le salió al paso.

—¿Señora Merichon?

Se detuvo y se quedó mirándolo con una frialdad acerada. Él la escudriñó de arriba abajo como respuesta: el impermeable gris, la pañoleta negra en la mano huesuda… Al primer vistazo, se parecía un poco a su hermana; al menos, el comisario lo intuía a partir de las fotos que había visto en casa de la víctima: las mismas mandíbulas macizas, el mismo color de ojos incierto… pero mientras Odile le Garrec, con sus pómulos marcados y su mirada entornada, debía de desplegar un encanto con un punto de misterio, todo en Sophie Merichon traslucía la acritud, la ausencia de fantasía, una cotidianeidad austera…

—Soy el comisario Bertegui. Hablamos por teléfono ayer.

Un breve asentimiento con la cabeza.

—¿Tiene unos minutos?

Mirada a su reloj.

—Lo escucho…

La siguió en dirección a la verja.

—Quería hablar de su hermana con usted… ¿Sabe cómo murió?

—Sé lo que me ha dicho su hijo al respecto —«su hijo» y no «mi sobrino», advirtió el comisario—: Un infarto. Fatal, esta vez…

—¿Le ha contado que tenía el teléfono en la mano en el momento de su muerte?

—No.

—Y que alguien había cortado los cables del mismo. En el exterior de la casa…

Un corto silencio. Bertegui clavó en ella la mirada: la mujer tenía uno de esos perfiles recortados, secos, similar al de su sobrino, que otorgan carácter a los hombres y aire viril a las mujeres.

—No.

—No parece que le sorprenda mucho…

Se detuvo bruscamente y clavó su mirada en la del poli.

—No sé adónde quiere usted llegar…, comisario, ¿es eso? Ni por qué quería verme. Pero le diré una cosa: hace ya mucho tiempo que dejé de sorprenderme por todo lo relacionado con mi hermana. Realmente nunca vivió como todo el mundo. Y no me sorprende saber que tampoco ha muerto como todo el mundo.

—¿Qué quiere decir?

Sophie Merichon desvió la mirada, y fue a dirigirla unos cien metros más allá, allí donde su hermana reposaría en lo sucesivo. Junto a la tumba, Nicolas le Garrec y Suzy Belair habían desaparecido. Habían debido de marcharse por la otra salida, concluyó Bertegui.

—¿Qué quiere saber exactamente? Hágame preguntas directas: será más sencillo.

—Trato de reconstruir su… itinerario. No es tan fácil: después de interrogar a la gente de por aquí, uno sale con la impresión de que nunca hubiera tenido un pasado.

Sonrisilla seca.

—Lo tiene, se lo aseguro.

—En tal caso, empecemos por el principio: ¿qué fue del padre de Nicolas le Garrec?

—Murió… Hace más de treinta años. Nicolas debía de tener… ¿cinco años quizá?

—¿Cómo?

—Un accidente de coche. Los frenos fallaron, se estrelló contra un árbol.

Una señal de alarma empezó a parpadear de repente ante los ojos del comisario.

«… los frenos fallaron…» —¿Hubo alguna investigación? —preguntó. Un corto asentimiento con la cabeza en el verdeante silencio del cementerio.

—¿Y?

—La… acosaron un poco. Pero la cosa no llegó a más. Era un accidente.

—Hum… —Se acarició el mentón—. Luego rehízo su vida, ¿no?

Nuevo asentimiento con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo después?

—Un año, creo.

—Qué poco…

—Sí, es poco.

—¿Qué fue de aquel hombre?

Cerró los ojos y Bertegui notó de pronto cómo una enorme tristeza se abatía sobre ella.

—No lo sé… Nos dejamos de ver durante muchos años, casi veinte, casi todo el período que pasó con… Henri. Así se llamaba… Henri Vilbois.

—¿Por qué?

—Yo no le gustaba…

—¿Fue su hermana quien cortó los lazos que los unían?

—Sí.

—¿Porque usted no le gustaba a él?

—Eso creo. De todos modos, nadie le gustaba. La había aislado de todo…

Bertegui recordó una foto de encima de la cómoda: Odile le Garrec elegantemente vestida, rodeada de invitados en una fiesta. No era la imagen que uno se imagina al pensar en una mujer aislada del mundo.

—Así que debía de quererlo bastante…

Ella suspiró largamente.

—Eso es lo que creí durante mucho tiempo… Hoy ya no lo sé. Tuve… tuve la sensación, discutiendo hace poco con ella; casi no teníamos conversaciones de carácter íntimo, ¿sabe usted? No era ni su estilo ni el mío; bueno, el caso es que tuve la sensación de que, quizá, se había visto forzada.

—¿Qué le hace pensar eso?

—Una frase, una noche en que ella se puso a hablar de este lapso que hubo entre nosotras, estos veinte años. «De todos modos, no tuve elección…» —Un sentimiento de tristeza dulcificó su voz y su mirada—. No sé qué quiso decir: ¿porque lo amaba con locura? ¿Porque la forzó? Lo ignoro…

—¿Y sabe usted cómo terminó esa historia?

Negó con la cabeza.

—Bueno, seguramente le preguntaría usted…

—Sí. «Ha desaparecido.» Eso fue lo que me respondió.

—¿Desaparecido?

—«Ha desaparecido de mi vida.» Estas fueron sus palabras exactas. Fueron las que empleó cuando regresó. Bueno, cuando retomó el contacto. Desde entonces, nunca más volvimos a hablar de él. Era una época pasada, que había sido desgraciada para ambas.

Ha desaparecido de mi vida… las palabras eran extrañas: no «ha salido de mi vida», «lo he dejado», «me ha dejado»… o incluso «ha muerto». Sino «ha desaparecido».

—¿Sabe a qué se dedicaba?

—Era jugador.

—¿Jugador?

—Sí, vivía del juego. Un… individuo raro: desplumaba a ingenuos en partidas privadas de póquer… Y también se gastaba una gran parte de sus ganancias en el casino. Bueno, es lo que creí entender los primeros meses en que salió con él. Luego, evidentemente, ya no sé lo que fue de él. Ni si continuó con… sus actividades.

Bertegui pensó:

«… Ha desaparecido de mi vida…» ¿Podía reaparecer?

«… una sombra negra…»

Recordó un detalle: las palabras del chiquillo de la granja, cuando le contaba la conversación de su «yaya» con el… espíritu.

«Vete… Se acabó, ahora… Es demasiado tarde…» Es el tipo de frase que se dice a alguien a quien se conoce. Alguien de Laville-Saint-Jour quizá… O que hubiera vivido allí un tiempo.

Bertegui casi podía oír el chirrido de los engranajes de su cerebro.

—Señora Merichon, ¿sabe usted lo que hay en el sótano de la casa de su hermana?

Ni el menor asombro por su parte.

—No…

—¿Sabe usted si tuvo ella algo que ver en el caso Talcot?

—No, lo desconozco.

La mujer no había juzgado necesario que le explicara qué era eso del caso Talcot. Ni tampoco qué nexo de unión podía existir entre la muerte de su hermana y el sacrificio de niños perpetrado unos años antes. Volvió a ponerse su pañuelo, un gesto artificial teniendo en cuenta la situación y la temperatura, y miró su reloj.

—Hay muchas cosas que desconozco, comisario. Y sin duda muchas cosas por descubrir para reconstruir la vida de mi hermana. Pero a la vista de nuestra historia común, no puedo decirle nada más. Fue ella quien escogió vivir así…

Había pronunciado esas últimas palabras con emociones contradictorias: reprobación, compasión… desprecio, tristeza. Bertegui vio cómo se le empañaban los ojos y apretaba las mandíbulas.

—¿Qué vida escogió? —la apremió.

Le dirigió una sonrisa desolada, con una expresión que parecía decir: «Queríamos otra cosa, es muy triste, a nuestros padres no les habría gustado aquello».

—Sí, sin duda muchas cosas por descubrir —suspiró—. Pero ¿de verdad es útil hoy?

Se alejó sin despedirse.

Nicolas le Garrec observó a la mujer que lo había llamado al hotel la noche anterior y no pudo reprimir un escalofrío: todo en ella era expresión de muerte. La vaga aureola de su cabello cano, la piel seca y pálida, las manos nudosas y con artrosis… Hasta los ojos, claros como el agua, traslucían una tranquilidad, una fría serenidad, que solo la muerte puede ofrecer, cuando la vida no es sino tormentos, pasiones, lucha y sufrimiento.

—Ha sido una bonita ceremonia —dijo la mujer.

Él lo confirmó con una sonrisa triste, aunque no había llegado a tomar la palabra. Efectivamente, el cura de San Miguel había pronunciado una vibrante homilía, en la que había evocado una trayectoria vital ejemplar.

Su mirada siguió pensativa el lento movimiento de la niebla en el cementerio: «Nada ha cambiado aquí… Nada, salvo mi madre. La que acabo de enterrar es Otra. Una mujer que ha tenido una trayectoria vital ejemplar…».

—Me hubiera gustado conocerlo en otras circunstancias —continuó diciendo la mujer (Suzy… no sé qué más).

¿Qué responder a eso?

—¿Quería verme? —se interesó finalmente, a falta de algo mejor.

—Sí. Creo que su madre… sabía lo que iba a pasar.

Le Garrec se puso en tensión.

—Me habló de ello. Me habló largo y tendido, ya sabe…

El se ruborizó.

—En cierto modo, me… puso a cargo de su testamento, por decirlo de alguna manera. Cuando supo que… cosas terribles iban a suceder —lo había pronunciado como si estuviera comentando el color del cielo, pero el corazón de Nicolas experimentó una nueva aceleración—, me encargó que le entregara esto.

Abrió su bolso, extrajo de él un gran sobre marrón y se lo dio. Él lo cogió sin mirarlo, sin mostrar la impaciencia que le quemaba los dedos.

—Ella sabía —continuó la mujer— que… el pasado volvería para llamar a la puerta. Tarde o temprano. También sabía que usted había regresado hacía algunas semanas. —El escritor no abrió la boca—. Quiso llamarlo. Verlo… En fin… Puede que detener las cosas, no lo sé. No se atrevió.

Nicolas sintió que las lágrimas le afloraban a los ojos. ¡Cuánto habría dado por no escuchar aquellas palabras… por no estar ahí, en aquel momento! Por no haber vivido nunca ahí, en Laville-Saint-Jour. ¿Cuántas veces se había preguntado si las cosas habrían sido distintas en otra parte? O mejor: ¿de qué manera lo habrían sido?

—¿Qué piensa hacer? —preguntó la mujer tras un silencio.

—No soy yo quien lleva el juego.

—¿Es eso lo que cree?

Suspiró.

—No puedo hacer nada. No tengo poder… Nadie lo tiene. Lo que sucede aquí… lo que hay en este lugar… es incontrolable. Si de verdad mi madre le ha hablado de ello, me imagino que debe usted de saberlo.

Asintió con la cabeza.

—Efectivamente, lo sé. No es por eso por lo que lo creo. Deje de sufrir. Acabe con esto cuanto antes. Y luego váyase. Nunca será feliz aquí. Cuanto antes se marche de Laville, mejor se encontrará. Lejos… Libre…

La observó: sus modales de señora mayor no engañaban. Tenía en la mirada la inteligencia feroz y la determinación de quien ya no tiene nada que perder.

—Yo no controlo nada…

—Eso es lo que usted piensa. Y se equivoca.

—¿Qué va a hacer?

—Lo que habría querido su madre… Encontrar al niño.

—¿El niño? —preguntó—. ¿Qué niño?

Ella frunció el ceño. Luego señaló con su dedo retorcido el sobre que sostenía en la mano.

—El niño… Creo que él tiene el poder que usted no tiene. Lea… Ahí debe de haber algo que avive el fuego del Sagitario que es usted…

Miró el sobre unos momentos y alzó la cabeza. Suzy Belair se alejaba. Siguió con la mirada la endeble silueta que caminaba entre las cruces. Luego la niebla la engulló…

Antes de irse, echó un último vistazo al epitafio que adornaba la lápida:

Odile le Garrec-Clairnois

1944 - 2006

Nunca olvidaremos…

Capítulo 26


K
ien eres?

—Ya te lo he dicho, Bastien:Jules, Jules Moreau.

—eso s impsble

—¿Por qué?

—Jules sta muerto, y Jules tnia 16 meses, n sabia ni ler ni scribir ni ablar…

—Ya sé que Jules murió. Yo soy Jules. Me atropelló un coche. Un Mercedes… Azul marino. Estoy seguro de que cada vez que ves uno, piensas en mí. Estoy seguro de que te dices a ti mismo: ojalá hubiera podido hacer algo. Y de hecho, tienes razón: realmente no soy Jules. Soy el espíritu de Jules. Soy como todos los niños que mueren. Los niños pequeños. Una parte de mí sigue viviendo.

—dnd stas?

—Muy cerca… Contigo. En ti. En todas partes. Y estoy con los otros.

—ls otros? k otros?

—Los otros. Los de Laville-Saint-Jour. Somos muchos. No debería estar aquí, pero… era necesario. Era necesario que viniera. Con los niños de Laville-Saint-Jour.

—xq stas aki?

—Por ti. Tenía que venir por ti.

—n ntiendo.

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