En el resto de los sofás, junto al mostrador, en las diferentes plantas, a las puertas del hotel y en el bar, había manadas de policías de paisano. Torsfjäll había prometido que aquella sería la detención del decenio. En cuanto recibieran el visto bueno de la otra unidad de asalto, la de la gravera donde estaban Jorge, Javier y el Finlandés, darían el golpe.
JW también parecía estar de buen humor. Estaba toqueteando su móvil, daba vueltas por el vestíbulo y hablaba por teléfono sin que Hägerström pudiera oírlo. Parecía totalmente despreocupado por todos los mafiosos yugoslavos que estaban esperando en los sofás.
Hägerström pensaba en Javier.
Ahora estaba con Jorge. Esperaba que se lo tomara con calma.
JW se sentó en el sofá.
—Tu hermana es agente inmobiliario, ¿verdad?
—
Yes
.
—¿Tienes su número? Me gustaría preguntarle una cosa. Estoy pensando en comprar un piso —dijo JW.
Hägerström se preguntó qué querría preguntar JW a Tin-Tin justo ahora.
No había mencionado antes que quería comprar un piso. Y Hägerström no quería implicar a su familia. Por otro lado, sí que había dejado que JW lo acompañara a la caza del alce de Carl.
Le pasó el número de teléfono a JW.
JW lo marcó. Se alejó unos metros.
Hägerström vio cómo hablaba por teléfono.
N
atalie y Stefanovic discutieron detalles. Parecía que estaba dispuesto a repartir el mercado de Estocolmo.
—Natalie, en realidad, no somos enemigos. Simplemente, todo ha salido mal desde que asesinaron a tu padre. Lo único que opino es que tiene que haber una recompensa por el trabajo que he dedicado a esto.
Ella escuchaba.
—Vosotros os quedáis con los guardarropas —continuó él—. Os quedáis con la farla. No voy a meterme en esos asuntos. Yo me quedo con el tabaco y el alcohol.
Continuaron hablando. Discutieron la facturación de los diferentes sectores. Discutieron qué hombres eran los más apropiados. De dónde venían los ingresos más seguros. En qué sectores la policía estaba más activa en el momento actual.
—Los dos podemos utilizar los servicios de Bladman. Él es totalmente ajeno a esto.
Natalie pensó en JW, el compinche de Bladman en unos negocios considerablemente más importantes y que Stefanovic, al parecer, desconocía. Probablemente, ellos ya no estarían interesados en la calderilla de Stefanovic.
—Y el material que yo tengo —dijo ella—, el que quieren los rusos, ¿quién de nosotros va a poder utilizarlo?
Stefanovic suspiró.
—Tu padre y yo trabajamos como idiotas con eso, créeme. Llevamos todos estos años premiando y castigando, con látigo y zanahoria, como dicen en sueco. Sobornos y extorsión. Hemos usado los favores de Bladman para transferir millones a la gente adecuada. Al mismo tiempo, nos dimos cuenta de que los mismos tipos acudían a las fiestas adecuadas y que quedaban con las chicas adecuadas. Así que conseguimos que algunas de las chicas grabasen lo que hacían con ellos. Tuvimos que hablar con esas chicas cantidad de veces, que lo sepas. —Natalie ya había averiguado por su cuenta lo que le estaba contando. Stefanovic continuó—: Así que tenemos a estos tipos agarrados de los huevos. Reciben dinero. Los rusos consiguen que ellos hagan lo que quieren los rusos. Y si empiezan a dar guerra, se les envía un
e-mail
desagradable con imágenes y vídeos de cómo unas rumanas de dicisiete años les hacen un beso negro.
—¿Y Melissa Cherkasova?
—No merece la pena que hablemos de ella ahora. No soluciona nuestro problema, ¿verdad? Ya puestos, yo mismo podría sacar el tema de cómo me sentó eso de recibir el dedo de Marko. Tenemos una hora para llegar a algún sitio con esto. Si nos ponemos a hablar de Cherkasova, los dos vamos a tener problemas con los rusos.
—Bien, dejémoslo entonces. Pero no voy a tolerar más historias como esas de ahora en adelante.
—Estás al principio de tu carrera. Ya lo verás. No siempre es así de fácil.
Dejaron el tema. Continuaron hablando de otros negocios, mercados, zonas de posible expansión. Stefanovic quería quedarse con la torre de salto de esquí, organizar conferencias legales allí. Creía tener buenos contactos en la patria para vender aparatos electrónicos robados en Suecia. Le parecía justo que él siguiera con las actividades de las chicas; a fin de cuentas, él había montado aquello.
Natalie pensó: en términos estrictamente económicos, podría estar bien. Quizá pudieran ponerse de acuerdo. Quizá no tuviera que hacer aquello para lo que había venido.
Era evidente: la vida sería más fácil. Podrían actuar cada uno por su cuenta sin interferencias del otro. Vale, sus mercados disminuirían, pero podrían concentrarse mejor en lo que les quedaba. Expandirse. Aumentar los márgenes de beneficios. Enviarían un mensaje importante a todos aquellos aficionadillos que quisieran llegar a ser algo en la selva de Estocolmo: Kranjic sigue siendo la que está sentada en el trono.
Luego pensó: «Que me tiren de las tetas si hago negocios con este hombre. Ha matado a mi padre».
Stefanovic continuó hablando. El asunto era: los dos estaban solos allí dentro.
Natalie: tenía veintidós años. Era delgada. Atractiva. Sobre todo: era mujer. A los ojos de Stefanovic: ella en sí representaba todo menos una amenaza. Sus hombres eran peligrosos. Su poder podría ser peligroso. Pero ella en sí… Stefanovic la había visto crecer, había sido su monitor de autoescuela. Su chófer. Su factótum. Un hermano mayor.
Él no tenía miedo. Él se sentía seguro con ella.
Natalie se levantó. Colgó la americana. Se subió las mangas de su top.
Pasó al otro lado de la mesa.
Stefanovic la miró.
—Escucha —dijo ella—, podremos llegar a un acuerdo. Por los rusos o por otra cosa. Déjame mirarte a los ojos de cerca. Quiero ver si hablas en serio.
Stefanovic la miró. Sonrió.
—Por supuesto que hablo en serio.
Natalie sacó el peine que había metido en el bolsillo trasero del pantalón. Lo sujetó en la parte de arriba, por la parte de las púas.
Stefanovic la estaba mirando. Vio cómo se había subido las mangas.
Quizá viera que sujetaba un objeto fino, oscuro, de un material parecido al plástico, en la mano.
—¿Qué quieres? —preguntó él.
Natalie le clavó el mango del peine en el cuello.
Sintió cómo penetraba profundamente. Stefanovic hizo un aspaviento con los brazos.
Ella eludió sus golpes.
Volvió a clavarle el peine.
S
e trataba solo de seiscientas mil; no podía ser un pastón para el Finlandés.
El tío no tenía por qué haber venido a por la pasta. Aun así: el puto Finlandés no querría ser responsable de la muerte de dos personas inocentes. Sobre todo: el puto Finlandés no querría que la pasma le diera por culo por esto. Delito grave. Le podrían caer un montón de años.
Jorge había contado con ello: el tipo estaría dispuesto a presentarse en el lugar del encuentro, solo para terminar con esta mierda.
Risky business
.
[89]
Un asunto sucio. Nadie quería quedarse por allí más tiempo de lo necesario.
Oyó cómo se cerraba la puerta de un coche.
Alguien salió del vehículo de atrás.
Pasos lentos. Un abrigo largo. Pantalones oscuros. No llevaba gorro.
El hombre se acercó. Los faros del coche deslumbraban a Jorge haciéndole escocer los ojos.
Tenía una pinta de lo más normal. Pelo rubio ralo. Nariz respingona de cerdito. Ojos de color indefinido.
Podría tener unos treinta y cinco años. Estaba a diez metros.
Abrió la boca.
—Déjate de chorradas. Yo traigo a Paola y al chaval, si tú traes la pasta.
Jorge reconoció la voz. Era el Finlandés.
—Vale —dijo.
Jorge se dio la vuelta. Volvió al Citroen.
Abrió la puerta trasera. Echó un vistazo a su móvil cuando se agachó para coger la bolsa con el dinero y los billetes falsos. Un SMS de Javier: «Os veo. Estoy esperando a que salgan Paola y Jorgito».
Bien. Jorge sacó la bolsa. Volvió.
El tío del gorro y el tío de la gorra seguían en su sitio.
Oyó una voz apagada un poco más adelante. Vio cómo se acercaba el Finlandés. Paola y Jorgito caminaban delante de él.
El chiquillo no iba bien abrigado, solo una camiseta de manga corta y un vaquero. Puto Finlandés de mierda.
Les separaban diez metros. Paola estaba totalmente callada.
Jorge puso la bolsa en el suelo.
—Aquí está el dinero.
El Finlandés hizo un gesto con la mano.
El tío de la gorra se acercó a la bolsa. Se agachó a los pies de Jorge. Abrió la bolsa. Jorge sabía lo que iba a encontrar: fajos de billetes de quinientas, al menos la primera capa.
El tío de la gorra no hojeó los fajos. Ya habían visto el MMS de Jorge donde se veía un montón de billetes.
—Está bien —gritó el tío al Finlandés.
—Bien. —La voz del Finlandés sonó amortiguada.
Jorge vio cómo Paola y Jorgito comenzaban a caminar hacia él.
Ocho metros.
Cinco metros.
El tío de la gorra seguía junto a la bolsa. A un metro de Jorge.
Paola y Jorgito, a dos metros de Jorge.
Estiró la mano para agarrar al chaval.
Lo cogió en brazos. Jorgito estaba frío.
Comenzó a llorar.
El tío de la gorra cogió la bolsa. Volvió hacia el Finlandés.
Jorge llevaba el chiquillo hacia el coche mientras empujaba a Paola delante de él.
El Citroën se veía nítido a la luz de los faros del otro coche.
Faltaban unos metros.
Oyó la voz del Finlandés.
—¿Qué hostias es esto?
Abrió la puerta del coche. Metió a Paola de un empujón.
Trató de ensanchar su cuerpo para cubrir a Jorgito.
—Maricón de mierda —gritó el Finlandés—. ¡Esto no es dinero de verdad!
Ruido. Nuevas luces.
El repiqueteo de disparos.
Jorge se tiró hacia el coche.
Los ruidos retumbaban. Por todas partes.
Sintió un dolor en la espalda.
Y
a llevaban más de hora y media esperando. JW había dicho que tenían que terminar arriba en menos de dos horas.
Hägerström percibía la tensión en el aire. Los tresillos estaban vibrando de la tensión. Si encendía una cerilla, el hotel estallaría como una bomba atómica.
Trató de relajarse. JW iba de un lado a otro, hablando por teléfono todo el tiempo.
Los pensamientos de Hägerström se fueron flotando.
El suelo de la cocina del piso en la calle Banérgatan. Pravat con doce meses y medio de edad. Acababan de ir a recogerlo en el norte de Tailandia.
Hägerström estaba tumbado boca arriba. Anna había salido a hacer la compra.
Dejaba que Pravat trepara por encima de él. Que se agarrase a él para ponerse en pie. Sujetándose en él.
Pravat balbuceaba, da-da-da-aba, hablaba su lengua. Llevaba un pañal de primeros pasos y una camiseta de rayas de la marca Polarn & Pyret. Hägerström sentía sus pequeñas manos y uñas sobre sus brazos. Era una de las mejores sensaciones que había sentido nunca.
Deslizó el cuerpo hacia un lado con cuidado. Pravat se sujetaba a él, pero con pies bastante firmes. Hägerström se deslizó un poco más. De repente, Pravat lo soltó. Levantó los brazos al aire, dobló las rodillas y estiró las piernas. Estaba de pie. Él solito.
Hägerström gritó de júbilo. Pravat se rio, casi parecía que era consciente de su hazaña. De haber estado de pie él solo por primera vez en su vida.
Hägerström levantó la mirada, vio el vestíbulo otra vez.
Se abrieron las puertas del ascensor.
Natalie Kranjic salió. Llevaba un gabán oscuro.
Se acercó a JW.
Hägerström la oyó decir:
—Hemos terminado.
Movimientos en los sofás. Diferentes hombres se pusieron de pie. Mirando hacia Natalie y JW.
Esperando alguna señal. ¿Ahora qué?
Natalie no dijo nada más. Señaló a Adam.
El tío grandullón se acercó a ella.
Caminaron juntos hacia la salida.
Hägerström vio movimientos rápidos entre la gente del vestíbulo.
Había llegado el momento.
Vio a los policías de paisano junto al ascensor respirar pesadamente. Le pareció oír órdenes bajas de los auriculares de la unidad de asalto, la que estaba esperando fuera. Notó el olor a estrés, no sabía si venía de los policías o de los mafiosos.
Natalie y Adam salieron por las puertas automáticas del hotel.
Y entonces se armó la gorda.
N
atalie había terminado. Adam salió el primero del hotel.
Fuera ya era de noche. Muchos coches a la izquierda, en el aparcamiento del hotel.
Adam señaló.
—Allí está mi coche.
Sus manos comenzaron a temblar. El esfuerzo de caminar tranquilamente a través del vestíbulo le estaba pasando factura.
Se había inspeccionado meticulosamente antes de bajar. Su mano y su antebrazo estaban manchados de sangre, como era de esperar. Se lavó en el baño del pasillo durante al menos cinco minutos. Inspeccionó cada milímetro hasta que estuvo limpia de sangre al ciento diez por ciento.
Al cabo de unos minutos, alguien descubriría a Stefanovic. Podían ser los rusos o alguno de sus propios hombres. Que sea lo que Dios quiera.
Ella había vengado a su padre.
Vio el coche de Adam: un Audi.
Un hombre salió a su encuentro desde el otro lado del coche.
Natalie le miró a los ojos.
Un rostro ancho. Ojos grises. Pelo de color ceniza.
Con una confianza en sí mismo natural. Una mirada tranquila, relajada.
Era Semion Averin.
Tenía algo en la mano. A Natalie no le dio tiempo a ver qué era.
Entonces: se armó la gorda a su alrededor.
Vio movimientos rápidos por el rabillo del ojo.
Oyó gritos:
—¡¡¡Policía. Al suelo!!!
Vio los ojos de Adam, estaban abiertos como platos.
Vio cómo Semion Averin levantaba el brazo.
E
l dolor ya había desaparecido. El frío en la cara ya no estaba allí.
Jorge estaba tirado en el suelo.
Sabía tantas cosas.
No sabía nada.
Él: le habían dado en la espalda.