Un día llamó JW.
—Quiere volver a verte —dijo.
—Bien.
—Natalie, ten cuidado, ¿vale?
Quedaron cuatro horas más tarde. En el Teatergrillen otra vez. La misma tapicería roja. Las mismas velas. La misma intimidad.
Adam, su guardaespaldas de aquel día, tuvo que quedarse en el coche.
JW llevaba un traje gris oscuro y una corbata verde.
Habló claro desde el principio:
—Esto no es bueno.
Natalie supuso que se refería a la situación entre ella y Stefanovic.
—Bladman se siente presionado —continuó él.
—Tú déjame que me ocupe de mis cosas —replicó ella— y yo dejaré que Bladman y tú os ocupéis de las vuestras. Y la última vez que nos vimos no estabas demasiado dispuesto a colaborar.
—Colaboramos con la gente con la que nos interesa colaborar —contestó él—. Tengo muchos clientes. Tu padre era uno de ellos. Ahora Stefanovic es uno de ellos.
Natalie no tenía intención de dar el brazo a torcer. Hacía lo que tenía que hacer. Al mismo tiempo, necesitaba la ayuda de JW. Él y Bladman habían ayudado a su padre con todas las cosas de las que Stefanovic ahora intentaba apoderarse. Además, él estaba metido en la historia de Cherkasova-Svelander.
—Dame una razón por la que no debería intentar recuperar lo que es mío —dijo ella.
El brillo en sus ojos otra vez. Quizá una leve sonrisa apreciable en las comisuras de los labios.
—El derecho a la propiedad es el derecho más importante que tenemos. Créeme, lucho por él. Pero también tienes que comprender cómo es la realidad ahí fuera. No puedo posicionarme frente a dos clientes.
—Tú tendrás tus principios, igual que yo tengo los míos. Voy a recuperar lo que me pertenece. Bladman y tú tendréis que elegir bando, así de sencillo.
—No lo vamos a hacer. Pero déjame que te lo diga de otra manera. Tú quieres algo de mí. Yo quiero varias cosas de ti. Creo que llegaremos a un acuerdo. Pero necesitaré un poco de tiempo.
Era diferente. Sueco, pero con la misma forma de hablar y la misma calma que los hombres de su padre.
Look
de ejecutivo, aunque formaba parte del mismo mundo que ella.
Había estado en la cárcel; no obstante, pedía vino con el mismo estilo que su padre. Jugaba varios partidos al mismo tiempo. Igual que ella, quizá.
Y todo el tiempo: aquel brillo en los ojos. Jamás había conocido a nadie como él.
Por la noche mandó un SMS a Viktor para pedir que pasara por casa. Su madre estaba en yoga. Pidieron pizzas que él recogió en el camino. Natalie quitó los bordes con el cuchillo y comió; el régimen de LCHF había sido suspendido hasta nuevo aviso.
Viktor quiso saber qué pasaba. Por qué nunca quería quedar. Por qué la gente decía que la habían visto por ahí con otro tío. Natalie trató de explicarle; la situación era mala otra vez. No andaba por ahí con el mismo tío siempre. Eran diferentes guardaespaldas.
Viktor siguió dando la lata. Natalie no quería hablar más del tema.
—Venga, vamos mejor a la sala de televisión —dijo.
Encendió el televisor y se tumbó en el sofá con los pies en la mesa de centro. Viktor se sentó a su lado. Un
reality
sobre el lugar de trabajo en la tele. Podías seguir el día a día en un bufete de abogados de Estocolmo.
Natalie puso el brazo sobre el muslo de Viktor.
—¿Te apetece ir a mi cama?
No se andaba con rodeos.
—Joder, Natalie, llevamos más de una semana sin vernos, casi ni hemos hablado, ¿y ya quieres hacerlo?
—Venga, espabila.
Él sonrió.
—Me gustas.
—Ídem —dijo ella.
Aun así, él no hizo nada. Se quedó sentado sin más. Viendo la tele. Un abogado hablaba sobre lo inocente que era su cliente solo porque la cocaína que habían encontrado estaba diluida con lidocaína.
—Venga, hombre, arranca.
Viktor hizo un gesto torpe para acercarse a ella. No tenía ganas, eso era evidente. Pero Natalie no tenía ganas de esperar a que se pusiera cachondo. Desabrochó su bragueta. Llevaba calzoncillos de Polo Ralph Lauren. Sacó su cansada polla. La masajeó.
Viktor se acomodó en el sofá. Ella siguió acariciándole. La verdad es que se notaba que no quería en aquel momento.
Pero ese no era asunto suyo. Pasó la mano por sus ojos, hizo que cerrase los párpados. Bajó el prepucio. Lamió el glande.
Él emitió un gemido. Era una buena señal.
Su polla estaba al nivel medio de dureza. Ella se la metió en la boca. Sabía a gel de ducha y sudor.
—¿No deberíamos ir a tu habitación? —murmuró él.
Ella le ignoró. Continuó chupando hasta que consiguió una erección en condiciones.
Desabrochó su propio pantalón. Se puso encima de él.
—Aquí no —dijo él.
Ella pasó de él, se la metió dentro.
Tenía las manos sobre su pecho. Empujaba con los brazos. Se movía de arriba abajo y hacia los lados. Lo notaba dentro de ella.
Cerró los ojos. Los pensamientos corrían por su cabeza. Se movió más rápido.
Mañana iban a ir a Black & White Inn y hablar con las ratas que habían vendido las armas que se usaron contra su padre. Les iba a sacar la verdad.
Viktor estaba medio tumbado en el sofá. Natalie siguió follándolo con movimientos más rápidos y enérgicos. Podía oír su propia respiración.
Viktor estaba callado. Pasaba de él ahora.
Puso las manos de él sobre sus caderas. Sintió cómo la agarraba. Se acercó a él tanto como pudo. Su polla no podía estar más metida.
Ya estaba cerca.
Movió el culito. Se empujó hacia delante.
Arriba y abajo.
Vio máscaras y arlequines.
Vio una cara en el interior de sus párpados.
Arriba y abajo.
Vio telones rojos y velas de cera.
Vio la cara otra vez.
Era JW.
Vio a JW.
J
orge: agobiado como un correo de droga con la tripa llena.
Nervioso como un niño de primer curso en su primer día de cole.
Crispado como un atracador de furgones blindados fugado. Justo lo que era.
El mundo de Jorge se había venido abajo. Otra vez. Mahmud seguía en el hospital. Los putos tailandeses que querían vender querían todo el
cash
de golpe. Babak amenazaba con cantar como un mariquita.
La vida se cagaba en Jorge. La vida chupaba cipote de caballo. La vida era más injusta que la manía de los tribunales suecos de condenar a los drogadictos. Estaba cansado.
Rap-life
convertida en
crap-life
.
G-life
convertida en
L-life
.
[63]
L de
loser
.
[64]
La angustia de Jorge se repetía: quizá debiera entregarse a la justicia. Llamar al 114 14 y exigir que le recibieran. Entrar en el hotel Kronan
[65]
durante unos meses. Volver a instalarse en una celda otra vez. Ser interrogado las veinticuatro horas del día. Ser humillado por maderos que fingen ser majos, pero que lo único que tratan de conseguir es que traicione a sus colegas.
No.
NO.
Él era J-boy: el rey. Iba a aguantar el tirón. Podían contar hasta nueve; él siempre se levantaría.
Además: había puntos de luz. El Hägerström ese le venía bien a pesar de haber sido madero. Según JW, los expedientes policiales mostraban que era un chico malo. No era de extrañar que la pasma le hubiera puesto de patitas en la calle.
Jorge iba a comprar un garito en Phuket. Mahmud y Javier esperaban. Y Tom y Jimmy también le necesitarían tarde o temprano. No podía defraudarles.
Ahora, hoy: el efecto de demasiada mierda. Jorge estaba en las escaleras mecánicas de Arlanda. No había otra salida: estaba llegando a Estocolmo para o bien ayudar al iraní de alguna manera o bien desenterrar el
cash
y llevárselo de vuelta a Phuket. Las alternativas seguían abiertas. Pero tenía que volver a casa.
Había conseguido pasar la aduana con el pasaporte falso. Ahora: solo quedaba el control de maletas. No podía fracasar ahora. No podían pillarlo. No podía joder esto.
En las paredes: grandes imágenes de holmienses. Benny Andersson, Björn Borg, el rey. Y luego un dueño de un puesto de kebabs. Este último: un chorbo totalmente desconocido. «Bienvenidos a mi ciudad», ponía. Jorge pensó: «Si ese moraco de kebab no es sueco, ¿cómo va a poder dar la bienvenida?».
Luego se dijo: «Mal pensado; el tío de los kebabs es exactamente tan sueco como yo. Y yo no tengo otra cosa; esta es mi ciudad, mi hogar. Pertenezco a este lugar».
Sus pensamientos fueron interrumpidos. Alguien puso una mano sobre su hombro.
—Qué tal. No sabía que habíamos viajado en el mismo avión.
Jorge se dio la vuelta. Reconoció enseguida los ojos de diferentes tonos. La chica de las rastas que le había prestado su teléfono en el bar de Pattaya. Estaba sonriendo.
—Sí, probablemente —contestó Jorge—, pero tuve que viajar en la bodega, entre las maletas.
Ella se rio. Tenía una boca bonita.
—Pero entonces deberías haber salido por esa cinta de maletas, ¿no?
—Sí, pero he salido sin que nadie se diera cuenta y me he escondido en tus rastas. ¿No lo has notado?
Se troncharon juntos.
La tía le preguntó por dónde había viajado las últimas semanas. Jorge le dijo la verdad, que había estado en Phuket. Ella había viajado por medio mundo, según parecía. Haciendo
trekking
en las selvas de Malasia, visitando orangutanes en Indonesia, comprando electrónica en Singapur, fumando hierba en Vietnam.
Llevaba un aro en la nariz, una camiseta blanca y desgastada de manga corta, y pantalones hippies con dibujos de batik. Jorge haciendo castillos en el aire: si los aduaneros no la paraban a ella para buscar hierba, no pararían a nadie en ese vuelo.
Continuaron charlando. Las maletas empezaron a salir por las cintas transportadoras. La maleta de Jorge era la primera. La cogió. La puso sobre el suelo. Se acercó a la chica, a punto de despedirse. Después se detuvo. Pensó: «Será mejor que la espere».
Ella se dio cuenta de que él la esperaba. Lo miró de reojo. Con una sonrisilla. Preguntó si tenía más maletas.
Su maleta salió al cabo de unos minutos.
Se dirigieron juntos hacia el control de la aduana.
La chica preguntó a qué parte de Estocolmo iba. Qué hacía. Cuándo viajaría la siguiente vez. Él sentía cómo la preocupación iba apoderándose de él. Le dolía la tripa. Las ganas de vomitar le subían por la garganta. Iba con la mirada clavada en la nada delante de él. Vio a los aduaneros charlar entre sí a cincuenta metros de distancia. Trató de contestar a las preguntas de la chica.
Vio un perro, un pastor alemán.
Vio cómo husmeaba las maletas que pasaban por el control.
Sintió cómo su propio corazón latía más deprisa que el corazón de bebé de Jorgito.
Sabía que no llevaba droga encima. Pero la presencia del perro significaba que los aduaneros estaban ojo avizor. Que estaban listos para meter a los que pasaban en la habitación de control. Y un control significaba un nuevo escrutinio del pasaporte. Él no creía que hubiera una orden de busca y captura contra él; de lo contrario habría salido en los documentos que JW le había pasado a través de Hägerström. Pero ahora habían pillado a Babak; la situación podría haber cambiado.
Se acercaban.
El sudor de las manos hacía que le costara agarrar el asa de la maleta.
La chica seguía charlando.
Caminaron hacia el puesto de control de la aduana.
Nothing to declare
.
Miró a los ojos de un aduanero. El tipo le atravesó con la mirada.
Pero no hubo reacción.
Jorge pasó. El perro ni siquiera se molestó en husmear su maleta.
Salieron al otro lado.
Había algunas familias tailandesas y taxistas gordos que sujetaban carteles con apellidos.
Estaba otra vez en suelo sueco.
Dios existía.
Un día después. Estaba en casa de Paola. Örnsberg. Colores otoñales en los árboles de fuera.
Jorgito estaba loco de felicidad por tener a su tío en casa. Corría de aquí para allá enseñando los dibujos que había hecho.
Hijo predilecto
. Lo mejor que había.
En la cocina. Jorge y Paola. Mamá todavía no sabía que estaba en casa.
Jorge había llamado al timbre a las doce de la noche. Al principio, Paola no quería dejarlo entrar. En la rendija de la puerta: treinta minutos de discusión a susurros. Al final le dejó dormir en el sofá del salón. Todavía estaba enfadada con él.
Pero ahora: acababa de recoger al chiquitín en la guardería. Se apoyaba en la mesa de la cocina. Jorge la miró. Los ojos habían perdido la risa. Los hoyuelos de las mejillas habían desaparecido. En lugar de eso: dos arrugas que tiraban de las comisuras de los labios hacia abajo. Parecía haber envejecido desde la última vez que se habían visto. Parecía diez veces más triste.
—Todavía no he conseguido un trabajo en condiciones y se me acaba el paro. ¿Sabes lo que significa eso? Que estoy en el mínimo vital y voy a tener que pedir ayuda a los servicios sociales.
—Comprendo que estás atravesando un bache. Te prometo que haré todo lo que pueda por vosotros.
Paola echó chispas.
—Déjate de chorradas. Si vas a empezar con eso, ya puedes marcharte ahora mismo.
Él no dijo nada.
Ella tampoco.
Él miró a su alrededor. Sobre el fregadero: una máquina de refrescos Sodastream, un hervidor de agua, una tostadora. En el frigorífico: números de teléfono de la pizzería local, fotos de Jorgito en la guardería y dibujos. Un montón de ropa sobre una silla. Un ruido sibilante del frigorífico; probablemente había que cambiarlo.
Llevaba una vida de nueve a cinco. No se arriesgaba, había pagado sus impuestos y el paro todos estos años. Pero ¿quién la ayudaba ahora? ¿Los servicios sociales, con cuatro mil coronas al mes? Eso era una broma. En estas situaciones solo podías contar con la familia.
Lo extraño: aun así, en aquel momento Jorge sentía envidia de la vida que ella llevaba.
Vio imágenes. Él y Paola en la cocina de Sollentuna cuando eran pequeños. De pie junto a la tostadora, esperando. Cada uno había metido una rebanada de pan. Cuando saltaban, se tiraban a por ellas. Arrancando las rebanadas de la tostadora. Volvían corriendo a la mesa, se tiraban a por el cuchillo que estaba metido en el bote de mantequilla. Se trataba de llegar el primero. De poder untar tu tostada primero. Era su carrerita matinal particular. Los dos querían que la mantequilla estuviera lo más derretida posible en la tostada.