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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

Una reina en el estrado (56 page)

BOOK: Una reina en el estrado
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Gregory se limita a mirarle. Dice:

—Una mujer, yo no puedo.

—Yo estaré a tu lado para demostrarte que puedes. No necesitas mirar. Cuando el alma pase, nos arrodillamos y bajamos los ojos y rezamos.

Se ha instalado el patíbulo en un lugar despejado, donde en otros tiempos se solían celebrar torneos. Se está reuniendo una guardia de doscientos alabarderos para que encabecen el desfile. El desbarajuste de ayer, la confusión con la fecha, las dilaciones, la información errónea: nada de eso se debe repetir. Él llega allí temprano, cuando están retirando el serrín, dejando atrás a su hijo en los alojamientos de Kingston, con los demás que se están congregando: los alguaciles, concejales, funcionarios de Londres y dignatarios. Revisa la escalera del patíbulo, comprobando que aguanten su peso; uno de los hombres que están retirando el serrín le dice: es sólida, señor, hemos estado subiendo y bajando por ella, pero supongo que queréis probarla vos mismo. Cuando levanta la vista ve que el verdugo está allí ya, hablando con Christophe. El joven está bien vestido, se ha destinado una cantidad a comprarle un atuendo de gentilhombre, para que no sea fácil distinguirlo de los otros funcionarios; esto se hace para evitar que la reina se alarme, y si las ropas se estropean, al menos no tendrá que pagarlas de su propio peculio. Sube hasta donde está el verdugo.

—¿Cómo lo haréis?

—La sorprenderé, señor.

El joven señala sus pies, cambiando al inglés. Llevan calzado flexible, como el que uno podría utilizar en casa.

—Ella nunca verá la espada. La he puesto allí, en la paja. La distraeré. No verá por dónde llego.

—Pero me lo mostraréis a mí.

El hombre se encoge de hombros.

—Si queréis. ¿Sois Cremuel? Me contaron que vos estáis al cargo de todo. De hecho bromearon conmigo, diciendo: si os desmayaseis al ver lo fea que es, hay uno que cogerá la espada, se llama Cremuel y es un hombre tal que podría cortarle la cabeza a la Hidra, que no sé lo que es. Pero dicen que es un lagarto o serpiente y que por cada cabeza que se le corta le crecen dos más.

—En este caso no —dice él. Los Bolena, una vez liquidados, están liquidados.

El arma es pesada, hay que empuñarla con las dos manos. Tiene casi cuatro pies de longitud: dos pulgadas de anchura, redonda en la punta, doble filo.

—Se practica así —dice el hombre; gira allí mismo como un bailarín, los brazos en alto, los puños juntos como si estuviese asiendo la espada—. Tiene uno que manejarla todos los días, aunque sólo sea para seguir los movimientos. Pueden llamarte en cualquier momento. No se mata a tantos en Calais, pero uno va a otras ciudades.

—Es un buen oficio —dice Christophe. Quiere la espada, pero él, Cromwell, no quiere desprenderse aún de ella.

El hombre dice:

—Me explicaron que puedo hablar francés con ella y que me entenderá.

—Sí, hacedlo.

—Pero tendrá que arrodillarse, hay que informarla de eso. No hay ningún tajo, como veis. Tiene que ponerse de rodillas, derecha y no moverse. Si se mantiene firme, será un momento. Si no, acabará cortada en pedazos.

Él le devuelve el arma.

—Puedo responder por ella.

El hombre dice:

—Se hace entre un latido del corazón y el siguiente. Ella no se enterará. Estará en la eternidad.

Se van. Christophe dice:

—Amo, él me ha dicho: avisad a las mujeres que ella debería enrollarse las faldas en los pies cuando se arrodille, por si cae mal y enseña al mundo lo que tantos finos gentilhombres ya han visto.

Él no reprueba al muchacho por su grosería. Es grosero pero correcto. Y cuando llegue el momento, será efectivo, las mujeres lo hacen de todos modos. Deben haberlo hablado entre ellas.

Francis Bryan ha aparecido a su lado, exhalando vaho dentro de un jubón de cuero.

—¿Y bien, Francis?

—Tengo el encargo de que tan pronto como caiga su cabeza corra con la noticia al rey y a la señora Jane.

—¿Por qué? —dice él fríamente—. ¿Creéis que el verdugo podría fallar o algo así?

Son casi las nueve.

—¿Desayunasteis algo? —dice Francis.

—Yo siempre desayuno. —Pero pregunta si el rey lo hizo.

—Enrique apenas ha hablado de ella —dice Francis Bryan—. Sólo para decir que no puede entender cómo sucedió todo. Cuando mira hacia atrás, los últimos diez años, no puede entenderse a sí mismo.

Se quedan callados. Francis dice:

—Mirad, ya vienen.

La procesión solemne, a través de Coldharbour Gate: primero la ciudad, concejales y funcionarios, luego la guardia. En medio de ellos la reina con sus mujeres. Lleva un vestido de damasco oscuro y una capa corta de armiño, un gorro de gablete; es la ocasión, supone uno, de ocultar la cara el máximo posible, de esconder la expresión. Esa capa de armiño, ¿no la conoce? Estaba enrollada en torno a Catalina, piensa, cuando la vi por última vez. Esas pieles, pues, son las últimas prebendas de Ana. Hace tres años, cuando iba a ser coronada, anduvo sobre una tela azul que se extendía a todo lo largo de la abadía…, tan cargada por el embarazo que los espectadores contenían el aliento por ella; y ahora tiene que arreglárselas sobre ese suelo desigual, tanteando el camino con sus zapatitos de dama, con su cuerpo hueco y liviano, y sólo con muchas manos en torno a ella, dispuestas a protegerla de cualquier tropezón y caída, y a conducirla segura a la muerte. Tropieza una o dos veces, y toda la procesión debe aminorar el paso; pero no ha caído, se vuelve y mira a su espalda. Cranmer había dicho: «No sé por qué, pero ella piensa que aún hay esperanza». Las damas llevan velos, incluso lady Kingston; no quieren que sus vidas futuras estén asociadas con el trabajo de esta mañana, no quieren que sus maridos o sus pretendientes las miren y piensen en la muerte.

Gregory se ha deslizado a su lado. Su hijo tiembla y él puede sentirlo. Extiende una mano enguantada y la apoya en su brazo. El duque de Richmond le reconoce; ocupa un lugar destacado, con su suegro Norfolk. Surrey, el hijo del duque, cuchichea a su padre, pero Norfolk mira fijamente hacia delante. ¿Cómo ha llegado la casa de Howard a esto?

Cuando las mujeres despojan a la reina de su capa es una figura pequeña, un hato de huesos. No parece un poderoso enemigo de Inglaterra, pero las apariencias pueden engañar. Si ella hubiese podido llevar a Catalina a aquel mismo lugar, lo habría hecho. Si hubiese mantenido su dominio, la niña María podría haber estado aquí; y él mismo, por supuesto, quitándose la chaqueta y esperando la tosca hacha inglesa. «Será sólo un momento ya», le dice a su hijo. Ana ha ido dando limosnas a lo largo del trayecto, y la bolsa de terciopelo está vacía ya; introduce la mano en ella y le da la vuelta, un gesto de ama de casa prudente, comprobar para cerciorarse de que no se tira nada.

Una de las mujeres extiende una mano para coger la bolsa. Ana pasa delante sin mirarla, luego se encamina hacia el borde del patíbulo. Vacila, mira por encima de las cabezas de la multitud, luego empieza a hablar. La multitud empuja hacia delante, pero sólo puede aproximarse a ella unas pulgadas, todos tienen la cabeza alzada, miran fijamente. La reina habla con voz muy baja, sus palabras apenas se oyen, sus sentimientos son los habituales en la ocasión: «… rezar por el rey, pues es un príncipe bueno, gentil, amistoso y virtuoso…». Uno ha de decir esas cosas, porque incluso en ese momento podría llegar el mensajero del rey…

Ella hace una pausa… Pero no, ha acabado. No hay nada más que decir y no quedan ya más que unos cuantos instantes de este mundo. Toma aliento. Su rostro expresa desconcierto. Amén, dice, amén. Baja la cabeza. Luego parece reponerse, controlar el temblor que se ha apoderado de todo su cuerpo, desde la cabeza a los pies.

Una de las mujeres veladas se coloca a su lado y le habla. El brazo de Ana tiembla cuando lo alza para quitarse la capucha. Sale fácilmente, sin titubeos. Él piensa: no puede haber estado prendida con alfileres. Tiene el cabello recogido en una red de seda en la nuca y lo suelta, agrupa las guedejas, alzando las manos sobre la cabeza, las enrolla en un moño; lo sujeta con una mano, y una de las mujeres le da una cofia de lino. Se la pone. No pensarías que sujetase su cabello, pero lo sujeta; debe haber ensayado con ella. Ahora mira a su alrededor como esperando instrucciones. Alza de nuevo la cofia sin quitársela, se la pone de nuevo. No sabe qué hacer, él ve que no sabe si debería atarse la cinta de la cofia bajo la barbilla…, si se sostendría sin eso o si tiene tiempo de hacer un nudo y cuántos latidos del corazón le quedan en el mundo. El verdugo se adelanta y él puede ver (está muy cerca) que los ojos de Ana le miran. El francés se pone de rodillas para pedir perdón. Es un formalismo y sus rodillas apenas rozan la paja. Ha hecho arrodillarse a Ana, y cuando ella lo hace él se aparta, como si no quisiese rozar siquiera sus ropas. A la distancia del brazo, ofrece una tela doblada a una de las mujeres y se lleva una mano a los ojos para mostrarle lo que desea. Él tiene la esperanza de que es lady Kingston la que coge la venda de los ojos; sea quien sea, lo hace con destreza, pero Ana emite un pequeño sonido cuando su mundo se oscurece. Mueve los labios en oración. El francés indica a las mujeres que se retiren; se arrodillan, una de ellas casi se desploma en el suelo y las otras la levantan; a pesar de los velos se pueden ver sus manos, sus manos desnudas desvalidas, cuando recogen sus propias faldas, como si estuviesen haciéndose pequeñas, protegiéndose. La reina está sola ya, tan sola como ha estado toda su vida. Dice: Cristo, ten piedad, Jesús, ten piedad, Cristo, recibe mi alma. Alza un brazo, de nuevo sus dedos van hacia la cofia, y él piensa: baja el brazo, por amor de Dios, baja el brazo, y no podría desearlo más si… El verdugo dice con voz aguda: «Dadme la espada». La cabeza con la venda en los ojos gira. El hombre está detrás de Ana, que se equivoca de dirección, no lo siente. Hay un gruñido, un solo sonido de toda la multitud. Luego un silencio y, en ese silencio, un suspiro agudo o un sonido como un silbido a través del ojo de una cerradura: el cuerpo se desangra y su plana y pequeña presencia se convierte en un charco de sangre.

El duque de Suffolk aún está de pie, inmóvil. Richmond también. Todos los demás, que se han arrodillado, se ponen de pie ya. El verdugo se ha vuelto, modestamente, y ha entregado ya su espada. Su ayudante se aproxima al cadáver, pero las cuatro mujeres llegan allí primero, bloqueándole con sus cuerpos. Una de ellas dice ferozmente: «No queremos que la manejen los hombres».

Él oye decir al joven Surrey: «Sí, ya la han manejado bastante». Él le dice a Norfolk: «Mi señor, controlad a vuestro hijo, y lleváoslo de aquí». Ve que Richmond parece sentirse mal y ve con aprobación que Gregory se acerca a él y hace una inclinación, amistosamente, como un joven con otros, diciendo: «Mi señor, dejadlo ya, marchad». No sabe por qué Richmond no se arrodilló. Tal vez crea en el rumor de que la reina intentó envenenarle, y no quiera ofrecerle siquiera ese último respeto. En el caso de Suffolk, es más comprensible. Brandon es un hombre duro y no le debe ningún perdón a Ana. Ha estado en la guerra. Aunque nunca en una orgía de sangre como ésta.

Kingston no pensó más allá de la muerte, en el entierro. «Dios quiera —dice Cromwell a nadie en particular— que el condestable se haya acordado de que se izaran las banderas de la capilla», y alguien le contesta: «yo creo que sí, señor, porque se levantaron hace dos días, para que pudiese pasar por debajo su hermano».

El condestable no ha acrecentado su reputación durante estos últimos días, aunque el rey lo ha mantenido en una situación de incertidumbre y, como confesará más tarde, había estado pensando toda la mañana que podría llegar de Whitehall en cualquier momento un mensajero a pararlo todo: hasta cuando se ayudaba a la reina a subir los escalones, hasta el momento en que se quitó la capucha. No se ha pensado en un ataúd, sino que se ha tenido que vaciar precipitadamente y llevar al escenario de la carnicería un baúl de olmo para flechas. Ayer estaba destinado a Irlanda con su carga, cada asta dispuesta para causar un daño independiente y solitario. Ahora es un objeto de contemplación pública, un ataúd lo suficientemente amplio para el cuerpecito de la reina. El verdugo ha cruzado el patíbulo y ha alzado la cabeza cortada; la envuelve en una tela de lino, como a un recién nacido. Espera a que alguien se haga cargo de ella. Las mujeres, sin ayuda, levantan los restos empapados de la reina y los colocan en el baúl. Una de ellas da un paso adelante, recibe la cabeza y la coloca dentro, a los pies de la reina (no hay más espacio). Luego se yerguen, todas ellas empapadas de su sangre, y se alejan rígidas, cerrando filas como soldados.

Esa noche él está en casa en Austin Friars. Ha escrito cartas a Francia, a Gardiner. Gardiner en el extranjero: un animal agazapado afilando las garras, esperando el momento de atacar. Ha sido un triunfo mantenerlo lejos. Se pregunta cuánto tiempo más podrá hacerlo.

Le gustaría que estuviese Rafe allí, pero o bien está con el rey o ha vuelto con Helen a Stepney. Está habituado a ver a Rafe casi todo los días y no puede acostumbrarse al nuevo orden de cosas. Sigue esperando oír su voz, y oírles a él y a Richard y a Gregory cuando está en casa, peleándose por los rincones e intentando empujarse escaleras abajo, escondiéndose detrás de las puertas para saltar unos sobre otros, entregándose a todos esos juegos a los que se entregan hasta hombres de veinticinco años cuando piensan que no están cerca sus serios mayores. En vez de Rafe está con él, paseando, Wriothesley. Parece pensar que alguien debería dar cuenta del día, como para una crónica; o si no eso, que él debería dar cuenta de sus propios sentimientos.

—Tengo la sensación de estar, señor, como plantado en lo alto de un promontorio, de espaldas al mar, y con una llanura ardiendo a mis pies.

—¿De veras, Llamadme? Entonces apeaos del viento —dice él— y tomad un vaso de ese vino que me envía lord Lisle desde Francia. Lo reservo habitualmente para beberlo yo.

Llamadme toma el vaso.

—Huelo a edificios ardiendo —dice—. Torres que caen. No hay nada más en realidad que ceniza. Restos.

—Pero son restos útiles, ¿no? —Con los restos de un naufragio se pueden hacer todo tipo de cosas: preguntad a cualquier constructor de la costa.

—No habéis contestado adecuadamente a una cuestión —dice Wriothesley—. ¿Por qué dejasteis a Wyatt sin juzgar? ¿Por algo distinto a que sea vuestro amigo?

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