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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Una Princesa De Marte (18 page)

BOOK: Una Princesa De Marte
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Kantos Kan había sido asignado a una de las pequeñas naves, manejadas por un solo hombre, y había tenido la desgracia de ser descubierto por los Warhoonianos mientras exploraba la ciudad. La valentía y temeridad de ese hombre ganaron mi mayor respeto y admiración. Había aterrizado solo, en las fronteras de la ciudad, y había entrado a pie en los edificios linderos a la plaza. Había explorado dos días con sus noches las habitaciones y las cárceles en busca de su amada princesa sólo para conseguir caer en manos del grupo de Warhoonianos cuando estaba por abandonar la ciudad, después de asegurarse de que Dejah Thoris no estaba cautiva allí.

Durante el período de nuestro encarcelamiento Kantos Kan y yo nos conocimos bien y trabamos una cálida amistad personal. Fueron sólo unos pocos días, sin embargo, al cabo de los cuales nos sacaron a rastras de la cárcel para llevarnos a los grandes juegos. Fuimos conducidos una mañana temprano al enorme anfiteatro que, en lugar de estar construido sobre la superficie del suelo, estaba debajo de ella. Estaba parcialmente lleno de escombros, de manera que era difícil determinar el tamaño que había tenido al principio. En sus condiciones actuales tenía capacidad para los veinte mil Warhoonianos que constituían las hordas en conjunto.

La pista era inmensa, pero extremadamente irregular y tosca. Alrededor de ella, los Warhoonianos habían apilado piedras de algunos de los edificios en ruinas de la antigua ciudad, para evitar que los animales o los cautivos escaparan de la arena. A cada extremo se habían construido jaulas para retenerlos hasta que les llegara el turno de encontrarse con una muerte horrible en la arena.

A Kantos Kan y a mí nos pusieron juntos en una de las jaulas. En las otras había
calots
salvajes,
doats, zitidars
furiosos, guerreros verdes y mujeres de otras hordas, además de una variedad de bestias feroces y salvajes de Barsoom que no había visto nunca. El estrépito de sus rugidos, gruñidos y chillidos era ensordecedor, y la apariencia formidable de cada uno de ellos era suficiente para hacer que el más intrépido de los corazones se sintiera sobrecogido.

Kantos Kan me explicó que, al finalizar el día uno de esos prisioneros ganaría su libertad y los otros yacerían muertos en la arena. Los ganadores de todos los encuentros del día competirían entre sí hasta que sólo quedaran vivos dos. El vencedor del último encuentro quedaba en libertad fuera hombre o animal. La mañana siguiente se volverían a llenar las jaulas con una nueva partida de víctimas, y así durante los diez días que duraban los juegos.

Poco después de haber sido enjaulados, el anfiteatro comenzó a llenarse y en menos de una hora todos los asientos disponibles estaban ocupados. Dak Kova con sus Jeds y jefes estaba sentado en el centro de uno de los costados de la pista, sobre una gran plataforma elevada.

A una señal de aquél, las puertas de dos jaulas se abrieron y una docena de mujeres verdes fueron conducidas al centro de la pista. Allí se le dio una daga a cada una y luego se soltó una jauría de doce
calots
o perros salvajes.

Cuando las bestias, gruñendo y echando espuma por la boca, se abalanzaron sobre las mujeres prácticamente indefensas, di vuelta el rostro. No me creía capaz de soportar esa horrible escena. Los gritos y risas de las hordas verdes daban prueba de la excelente calidad del espectáculo. Cuando volví la vista hacia la pista, pues Kantos Kan me dijo que había terminado todo, vi tres
calots
victoriosos gruñendo sobre el cuerpo de sus presas. Las mujeres se habían desempeñado bien.

Luego, un
zitidar
furioso fue lanzado sobre los perros que quedaban y el torneo siguió así a lo largo de todo ese horrible y tórrido día.

Durante el día fui enfrentado primero con hombres y después con bestias, pero como estaba armado con una espada larga y siempre superaba a mis adversarios en agilidad y por lo general en fuerza, gané el aplauso de la multitud sedienta de sangre. Hacia el final hubo gritos para que fuera sacado de la arena y se me hiciera miembro de las hordas de Warhoon.

Por último, quedamos tres de nosotros: un gran guerrero verde de alguna de las hordas del norte, Kantos Kan y yo. Los otros dos debían batirse y luego yo tendría que luchar con el vencedor por la libertad que se concedía al vencedor final.

Kantos Kan había luchado varias veces durante el día y, al igual que yo, había salido siempre victorioso, pero en algunas ocasiones con muy poco margen, especialmente cuando lo enfrentaban con los guerreros verdes. Tenía pocas esperanzas de que pudiera superar a su adversario gigante que había arrasado con todo lo que se le había puesto por delante durante el día. Medía cerca de cinco metros, mientras que Kantos Kan alcanzaba apenas los dos metros. Cuando avanzaban para encontrarse, vi por primera vez un truco de la esgrima marciana que hizo que la esperanza de vencer y vivir de Kantos Kan se cifrara en una sola jugada. Cuando estuvo a menos de siete metros del inmenso contrincante, llevó el brazo con que sostenía su espada hacia atrás por encima de su hombro y con un potente movimiento arrojó su arma de punta hacia el guerrero verde. La espada voló como una flecha y se clavó en el corazón del pobre demonio, que cayó sobre la arena.

Kantos Kan y yo teníamos que enfrentarnos, pero mientras, nos acercábamos para el encuentro le susurré que prolongara la batalla hasta cerca de la noche, con la esperanza de que pudiéramos encontrar algún modo de escapar. La horda, evidentemente, adivinó que no seríamos capaces de batirnos y gritaba enfurecida, ya que ninguno de los dos arriesgaba una estocada fatal.

Cuando vi la proximidad de la oscuridad, musité a Kantos Kan que clavara su espada entre mi brazo izquierdo y mi cuerpo. Cuando lo hizo, me tambaleé hacia atrás, sujetando fuertemente la espada con mi brazo. Así caí al suelo con el arma aparentemente saliendo de mi pecho. Kantos Kan se dio cuenta de mi estratagema y poniéndose rápidamente a mi lado puso su pie sobre mi cuello y apartando la espada de mi cuerpo me dio la estocada final —que, se suponía, debía atravesar la vena yugular— en el cuello. Sin embargo, en esta ocasión la hoja fría penetró en la arena de la pista sin causarme daño alguno. En la oscuridad que ya había caído sobre nosotros, nadie podría haber dicho que no había terminado conmigo realmente. Le dije que se fuera y reclamara su libertad y que luego me buscara en las montañas del este de la ciudad.

Cuando el anfiteatro se vació me deslicé furtivamente hacia la parte superior. Como la gran excavación quedaba lejos de la plaza y en un lugar inhabitado, tuve pocos problemas para alcanzar las montañas que se extendían más allá de la ciudad.

20

La fábrica de atmósfera

Esperé a Kantos Kan durante dos días, pero como no aparecía, me puse en marcha a pie en dirección Noroeste, hacia el punto donde me había dicho que estaba el acueducto más cercano. Mi único alimento consistía en leche vegetal.

Deambulé durante dos largas semanas, caminando por las noches guiado sólo por las estrellas y escondiéndome durante el día detrás de alguna roca saliente u, ocasionalmente, entre las montañas, que cruzaba. Fui atacado varias veces por bestias salvajes, monstruosidades extrañas y rústicas que saltaban sobre mí en la oscuridad. Tenía que tener mi espada larga constantemente en la mano para prevenir un ataque. Por lo general, mi extraña fuerza telepática, recientemente adquirida, me advertía con un margen de tiempo amplio. Sin embargo, en una oportunidad fui derribado y sentí los horribles colmillos en mi yugular al tiempo que una cara peluda se apretaba contra la mía, antes que pudiera darme cuenta del peligro que me amenazaba.

No sabía qué era lo que estaba sobre mí, pero podía sentir que era enorme, pesado y con muchas patas. Mis manos estuvieron sobre su garganta antes que sus colmillos tuvieran la oportunidad de hundirse en mi cuello, y lentamente aparté ese hocico peludo de mí y cerré mis manos como una morsa sobre su tráquea

Yacíamos allí, sin emitir sonido. La bestia hizo todos los esfuerzos posibles para alcanzarme con sus horribles colmillos. Yo hacía fuerza para mantener mi presa y estrangularla mientras la alejaba de mi garganta. Lentamente mis brazos cedían ante la lucha desigual y, centímetro a centímetro, los ojos ardientes y los colmillos brillantes de mi antagonista se deslizaban hacia mí. Cuando el hocico peludo volvió a tocar mi cara, me di cuenta que todo estaba perdido. Entonces una masa viviente de destrucción saltó de la oscuridad sobre la criatura que me mantenía inmovilizado contra el suelo. Los dos rodaron gruñendo sobre el musgo, destrozándose y haciéndose pedazos en forma horrorosa. Pronto terminó todo y mi salvador se levantó con la cabeza gacha sobre la garganta de esa cosa inerme que había querido matarme.

La luna más cercana apareció repentinamente sobre el horizonte e iluminó la escena Barsoomiana, dejándome ver que mi salvador era Woola. Sin embargo, me era imposible saber de dónde había salido y cómo me había encontrado. No es necesario aclarar que estaba feliz en su compañía. Sin embargo, mi alegría al verlo se vio empañada por la ansiedad de saber la razón por la que había abandonado a Dejah Thoris. Tan seguro estaba de su fidelidad a mis órdenes que pensé que solamente su muerte podría ser la causa de que la hubiera abandonado.

A la luz de las lunas que ahora brillaban sobre nosotros pude ver que no era ni la sombra de lo que había sido; y cuando se alejó de mis caricias y empezó a devorar ávidamente el cadáver que estaba a mis pies, descubrí que mi pobre compañero estaba medio muerto de hambre. Yo tampoco estaba en una situación mucho mejor, pero no podía comer la carne cruda y no tenía medios para hacer fuego. Cuando Woola terminó de comer, reanudé mi fatigoso y aparentemente interminable deambular en busca del esquivo acueducto.

Al amanecer del decimoquinto día de búsqueda tuve una alegría infinita al ver los altos árboles que señalaban el objetivo de mi expedición. Cerca del anochecer me arrastré muy cansado hacia los portales de un gran edificio que abarcaba alrededor de seis kilómetros cuadrados y que se elevaba a unos setenta metros del suelo. No había otra abertura en las paredes que no fuera la pequeña puerta, contra la que me apoye exhausto. No había tampoco señales de vida en los alrededores.

No encontré timbre ni forma alguna de anunciar mi presencia a los habitantes de la casa, a menos que el pequeño hueco que había en la pared, cerca de la puerta, se utilizara para tal propósito. Era más o menos del tamaño de un lápiz y, pensando que sería algo como un tubo por donde se hablaba, puse mi boca en él. Cuando estaba por hablar, surgió una voz desde adentro y me preguntó quién era, de dónde venía y la naturaleza de mi misión.

Expliqué que había escapado de los Warhoonianos y que estaba desfallecido de hambre y cansancio.

—Llevas las armas de un guerrero verde y te sigue un
calot:
aun así tu figura es la de un hombre rojo, pero tu color no es rojo ni verde. En nombre del noveno día, ¿qué tipo de criatura eres?

—Soy amigo de los hombres rojos de Barsoom y estoy muriendo de hambre. En nombre de la humanidad, ábrenos —le contesté.

En ese momento la puerta empezó a ceder ante mí hasta hundirse en la pared unos quince metros. Entonces se detuvo y se deslizó fácilmente hacia la izquierda, dejando a la vista un corredor corto y angosto, de cemento, a cuyo extremo había otra puerta, similar en todo sentido a la que acababa de franquear. No había nadie a la vista. Inmediatamente después de trasponer la primera puerta, ésta se volvió a deslizar detrás de nosotros hasta situarse de nuevo en su lugar, y luego retrocedió a su posición original en la pared del frente del edificio. Cuando se deslizaba noté su gran espesor, de más de siete metros. Luego de volver a su lugar, bajaron del techo grandes cilindros de acero, cuyos extremos inferiores encajaban en huecos que había en el suelo.

Una segunda y una tercera puerta retrocedieron delante de mí y se deslizaron a un lado como la primera, antes que llegara a un recinto interior donde encontré comida y bebida sobre una gran mesa de piedra. Una voz me indicó que satisficiera mi apetito y le diera de comer a mi
calot,
y mientras así lo hacía, mi anfitrión invisible me examinó e investigó minuciosamente.

—Tus argumentos son muy notables —dijo la voz—, pero evidentemente estás diciendo la verdad como es igualmente evidente que no eres de Barsoom. Puedo saberlo por la conformación de tu cerebro y la extraña ubicación de tus órganos internos y la forma y tamaño de tu cabeza.

—¿Puedes ver a través de mí? —exclamé.

—Sí, puedo ver todo, excepto tus pensamientos: si fueras Barsoomiano los podría leer.

Entonces se abrió una puerta en el costado opuesto del recinto y una extraña, enjuta y pequeña momia vino hacia mí. No tenía la más mínima vestimenta. El único adorno que llevaba era un pequeño collar de oro del que pendía sobre su pecho un gran ornamento del tamaño de un plato, incrustado íntegramente en diamantes, excepto en el centro exacto. Allí había una extraña piedra de un centímetro de diámetro que refulgía despidiendo nueve rayos diferentes: los siete colores de nuestro arco iris y dos hermosos colores que para mí eran nuevos y no tenían nombre. No puedo describirlos, pues eso sería como explicarle el color rojo a un ciego. Sólo sé que eran extremadamente hermosos.

El anciano se sentó y me habló un rato largo. La parte más extraña de todo esto era que yo podía leer todos sus pensamientos y él no podía adivinar ninguno de los míos, a menos que yo hablara.

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