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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Una Princesa De Marte (11 page)

BOOK: Una Princesa De Marte
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Volviéndome, abandoné el recinto de audiencias. ¡Entonces éste era el principio de la persecución de Sarkoja! Sabía que nadie más podía ser responsable de ese informe que había llegado a oídos de Lorcuas Ptomel con tanta rapidez. En ese momento recordé la parte de nuestra conversación en la que habíamos hablado sobre la fuga y mi origen.

Sarkoja era en ese momento la mujer más vieja y de mayor confianza de Tars Tarkas. Como tal, era un poder detrás del trono, ya que ningún guerrero gozaba de la confianza de Lorcuas Ptomel en la misma medida que su habilísimo lugarteniente Tars Tarkas. Sin embargo, en lugar de alejar de mi mente los pensamientos de una posible fuga, esa audiencia con Lorcuas Ptomel sólo sirvió para centrar todas mis facultades en tal asunto. Ahora, más que antes, la imperiosa necesidad de escapar, al menos en cuanto a Dejah Thoris se refería, estaba grabada en mí, ya que tenía la convicción de que le esperaba un destino horrible en los cuarteles de Tal Hajus. Como Sola había dicho, ese monstruo era la personificación máxima de todas las épocas de crueldad, ferocidad y brutalidad de las que descendía. Frío, astuto, calculador, también era, en marcado contraste con la mayoría de sus congéneres, esclavo de una pasión lujuriosa que las menguantes necesidades de procreación de su planeta moribundo casi habían apagado en el pecho de los marcianos.

La sola idea de que la divina Dejah Thoris pudiera caer en las garras de tan insondable atavismo, hizo que me empezara a correr una fría transpiración por el cuerpo. Sería mejor que guardáramos unas balas para nosotros, en última instancia, como lo hacían aquellas bravías mujeres de las fronteras de mi tierra querida, quienes se quitaban la vida antes de caer en manos de los salvajes pieles rojas.

Mientras vagaba por la plaza, perdido en mis sombríos pensamientos, se me acercó Tars Tarkas, camino del recinto de la audiencia. Su conducta hacia mí no había cambiado y me saludó corno si no nos hubiéramos separado unos minutos antes.

—¿Dónde están tus habitaciones, John Carter? —me preguntó. 

—Todavía no lo he decidido —le contesté—. No sé si tomar mi propio cuarto o uno entre los guerreros. Estaba esperando una oportunidad para pedirte consejo. Como sabes —dije sonriendo —aún no estoy familiarizado con todas las costumbres de los Tharkianos.

—Ven conmigo —me indicó, y juntos nos acercamos, cruzando la plaza, a un edificio. Me complací al verificar que era el lindero que ocupaban Sola y las personas a su cargo.

—Mis habitaciones están en el primer piso de este edificio —me dijo— y el segundo está también completamente ocupado por guerreros, pero el tercer piso y los de más arriba están vacíos —puedes elegir entre ellos. Entiendo que has dejado a tu mujer a la prisionera roja. Bien, como has dicho, tus costumbres no son las nuestras, y peleas lo suficientemente bien como para hacer lo que te plazca. Por lo tanto, dar tu mujer a una cautiva es asunto tuyo; pero como caudillo que eres deberías tener algunas para que te sirvan. De acuerdo con nuestras costumbres puedes elegir una o todas las mujeres de las reservas de los caudillos cuyas armas ahora llevas.

Le agradecí y le aseguré que podría desenvolverme muy bien sin asistencia, salvo en lo tocante a la cocina. Entonces me prometió enviarme mujeres con este propósito y también para el cuidado de mis armas y la producción de mis municiones que, según dijo, podrían ser necesarias. Le sugerí que también podrían traer algunas de las sedas y pieles de cama, que me pertenecían como botín de mi combate, ya que las noches eran frías y no tenía ninguna de mi propiedad.

Me prometió hacerlo y se marchó. Al quedar solo, subí por el sinuoso corredor hacia los pisos superiores en busca de cuartos convenientes. Las bellezas de los otros edificios se repetían en éste, y, como era común, pronto me perdí en una expedición de investigación y descubrimientos.

Por último elegí un cuarto en la parte delantera del tercer piso, ya que así estaría más cerca de Dejah Thoris, cuyas habitaciones estaban en el segundo piso del edificio lindero, y porque se me ocurrió que podría idear algún medio de comunicación por el cual ella pudiera avisarme en caso de necesitar mis servicios o mi protección.

Al lado de mi dormitorio había baños, cuartos de vestir y salas de estar; en total había unas diez habitaciones en el piso Las ventanas de las piezas traseras daban a un patio enorme que ocupaba el centro del cuadrado delimitado por los edificios que daban a las cuatro calles contiguas. Este patio había sido destinado a las casillas de los varios animales pertenecientes a los guerreros que ocupaban los edificios linderos.

Si bien el patio estaba completamente cubierto por la vegetación amarilla; semejante al musgo, que cubría casi toda la superficie de Marte, numerosas fuentes, estatuas, bancos y pérgolas testimoniaban aún la belleza que el patio debió de haber presentado en épocas pasadas, cuando pertenecía a aquella gente rubia y sonriente a quienes las inalterables y severas leyes cósmicas habían alejado no solamente de sus hogares, sino de todo lo que no fuera las leyendas de sus descendientes.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de varias mujeres jóvenes que llevaban cantidades de armas, sedas, pieles, joyas, utensilios de cocina y toneles de comida y bebida, además de gran parte del botín de la nave espacial. Todo esto, según parecía, había sido de propiedad de los dos caudillos que había matado, y ahora, según las costumbres de los Tharkianos, habían pasado a mi poder. Les ordené que colocaran las cosas en una de las habitaciones traseras y luego se fueron, pero para regresar con una segunda carga, que según me advirtieron, constituía el resto de mis bienes. En el segundo viaje vinieron acompañadas por otras diez o quince mujeres y jóvenes, quienes al parecer formaban las reservas de los dos caudillos.

No eran sus familias, ni sus esposas, ni sus sirvientes: la relación era tan peculiar y tan diferente de toda relación conocida por nosotros, que es muy difícil de describir. Todos los bienes, entre los marcianos verdes, eran de propiedad común de la colectividad, excepto las armas personales, los ornamentos y las sedas y pieles para dormir. Solamente sobre eso, uno puede reclamar derechos indiscutibles, y no se puede acumular más de lo requerido para las necesidades reales. El exceso se retenía simplemente en custodia y se le pasaba a los miembros más jóvenes de la comunidad de acuerdo con sus necesidades.

La mujer y los niños de la reserva de un hombre se pueden comparar, con una unidad militar de la cual se es responsable en varios sentidos, como por ejemplo en asuntos de instrucción, disciplina, sustento y exigencias de su permanente deambular y de sus interminables luchas con otras comunidades y con los marcianos rojos. Sus mujeres no son de ninguna forma sus esposas. Los marcianos verdes no usan una palabra correspondiente en significado a esa palabra humana. Su apareamiento es solamente una cuestión de interés comunitario y se organiza sin tener en cuenta la selección natural. El consejo de caudillos de cada comunidad controla el asunto con la misma precisión que el dueño de un
stud
de caballos de carrera de Kentucky dirige la crianza científica de su raza para el mejoramiento del conjunto.

En teoría puede sonar bien, como por lo general sucede con las teorías.— pero los resultados de los años de esta práctica antinatural —adecuada a los intereses de la comunidad en la descendencia, que se consideran superiores a los de la madre- se evidencian en esas frías y crueles criaturas y en sus sombrías existencias, tristes y sin amor.

Es verdad que los marcianos son absolutamente virtuosos, ya sean hombres o mujeres, con la excepción de algunos degenerados como Tal Hajus, pero es muy preferible el más delicado equilibrio de las características humanas, aun a expensas de una leve y ocasional pérdida de la castidad.

Dándome cuenta de que debía asumir la responsabilidad de estas criaturas, lo quisiera o no, lo hice lo mejor que pude y les indiqué que buscaran cuartos en los pisos superiores, pero que me dejaran el tercero a mí. A una de las muchachas le encargué el trabajo de mi simple cocina e indiqué a las otras que se hicieran cargo de las demás actividades que antes constituían su ocupación. De allí en adelante las volví a ver poco y tampoco me preocupé por verlas.

13

Galanteo en Marte

Después de la batalla con las naves espaciales, la comunidad permaneció dentro de los límites de la ciudad durante varios días, postergando el regreso a casa hasta sentirse razonablemente seguros de que aquéllas no regresarían, ya que el hecho de ser atacados en un espacio abierto, con una caravana de carros y niños, estaba lejos, incluso, de los deseos de personas tan aficionadas a la guerra como los marcianos verdes.

Durante nuestro período de inactividad Tars Tarkas me había instruido en varias de las costumbres y artes de la guerra propias de los Tharkianos, sin omitir las lecciones de hipismo y conducción de las bestias que llevaban los guerreros. Estas criaturas, que son conocidas como
doats,
eran tan malignas y peligrosas como sus dueños, pero una vez domadas eran lo suficientemente tratables para los propósitos de los marcianos verdes. Había heredado dos de esos animales de los guerreros cuyas armas llevaba, y en poco tiempo los pude dominar bastante, tanto como los guerreros nativos. El método no era en absoluto complicado. Si los
doats
no respondían con suficiente celeridad a las instrucciones telepáticas de sus jinetes, se les asestaba un terrible golpe entre las orejas con la culata de una pistola; y si oponían pelea, se seguía con ese tratamiento hasta que las bestias eran domadas o arrojaban de la montura a sus jinetes.

En el segundo de los casos la cuestión se convertía en un problema de vida o muerte para el hombre y la bestia. Si el hombre era lo suficientemente rápido con su pistola podía vivir para montar de nuevo, aunque sobre otra bestia; si no, su cuerpo desgarrado y mutilado era recogido por sus mujeres e incinerado de acuerdo con las costumbres Tharkianas.

Mi experiencia con Woola me determinó a intentar el experimento de la amabilidad en mi trato con los
doats.
Primero les demostré que no me podían desmontar y luego les di un golpe seco entre sus orejas para dejar sentada mi autoridad y poderío. Entonces, gradualmente gané su confianza en forma muy similar a la que había adoptado incontables veces con mis monturas terrestres. Siempre tuve buena mano con los animales, y tanto por inclinación como por los resultados satisfactorios y duraderos que traía aparejados, siempre era gentil y humano para tratarlos. Podía terminar con una vida humana, de ser necesario, con mucho menos remordimiento que si se tratara de una pobre bestia, irracional e irresponsable:

Al cabo de unos días, mis
doats
eran la maravilla de toda la comunidad: me seguían como perros, frotando sus enormes hocicos contra mi cuerpo en torpe demostración de afecto, y obedecían todas mis órdenes con una presteza y docilidad que causó que los guerreros marcianos me atribuyeran la posesión de alguna fuerza humana desconocida en Marte.

—¿Cómo has hecho para hechizarlos? me preguntó Tars Tarkas una tarde, al ver que introducía una mano entre las inmensas mandíbulas de uno de mis
doats
que se había atravesado una piedra entre los dientes mientras comía

—Con bondad —le contesté—. Como ves, Tars Tarkas, los más delicados sentimientos tienen su valor, aun para un guerrero. Tanto en plena batalla como en las cabalgatas, sé que mis
doats
obedecerán cada orden mía. Por ende, mi capacidad de lucha es mayor, porque soy un amo bondadoso. Sería más conveniente para todos tus guerreros y para la comunidad sí se adoptaran mis métodos en este aspecto. Hace pocos días tú mismo me dijiste que estas enormes bestias, por la inestabilidad de su temperamento, solían ser la razón de que las victorias se trocaran en fracasos, ya que, en el momento crucial, podían desmontar y hacer pedazos a sus jinetes.

—Enséñame cómo llegas a estos resultados —fue la única respuesta de Tars Tarkas.

Entonces le expliqué, tan cuidadosamente como pude, el método completo de adiestramiento que había adoptado con mis bestias, y más tarde hizo que lo repitiera ante Lorcuas Ptomel y los guerreros reunidos en asamblea en ese momento marcó el comienzo de una nueva existencia para los pobres
doats,
antes de abandonar la comunidad de Lorcuas Ptomel tuve la satisfacción de observar un regimiento de monturas dóciles y manejables. Los efectos sobre la precisión y celeridad de los movimientos militares fueron tan considerables que Lorcuas Ptomel me obsequió con una ajorca de oro macizo que se quitó de la pierna, en señal de reconocimiento por los servicios prestados a la horda.

Al séptimo día de la batalla con la escuadrilla aérea empezamos de nuevo la marcha hacia Thark, pues Lorcuas Ptomel consideraba remota toda posibilidad de ataque. Durante los días anteriores a nuestra partida vi poco a Dejah Thoris, ya que estaba muy ocupado con las lecciones de Tars Tarkas sobre el arte de la guerra de los marcianos y en el entrenamiento de mis
doats.
Las pocas veces que visité sus habitaciones ella estaba ausente, caminando por las calles con Sola u observando los edificios en las vecindades de la plaza. Les había advertido acerca del peligro que corrían si se alejaban de ésta, por temor a los enormes simios blancos a cuya ferocidad estaba bastante acostumbrado. Sin embargo, como Woola las acompañaba en todas sus excursiones y Sola estaba bien armada, había relativamente pocas razones para temer.

La noche anterior a nuestra partida las vi acercarse desde el Este por la gran avenida que conducía a la plaza. Me adelanté hacia ellas, y luego de decirle a Sola que tomaría bajo mi responsabilidad la seguridad de Dejah Thoris hice que regresara a sus habitaciones so pretexto de una diligencia trivial. Me gustaba Sola y confiaba en ella; pero por alguna razón deseaba estar a solas con Dejah Thoris, quien representaba para mí todo lo que había dejado atrás en la Tierra, en cuanto a un compañerismo agradable y de mutuas coincidencias. Entre nosotros existían vínculos tan firmes de interés recíproco, que parecía que habíamos nacido bajo el mismo techo en lugar de haber visto la luz en planetas diferentes, suspendidos en el espacio a casi 78.000.000 de kilómetros de distancia.

Estaba seguro de que, en ese sentido, ella compartía mis sentimientos, ya que con mi llegada la mirada de triste desesperanza desapareció de su hermoso semblante para dar lugar a una sonrisa de alegre bienvenida, cuando colocó su pequeña mano derecha sobre mi hombro izquierdo en un sincero saludo a la manera de los marcianos rojos.

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