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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Una Princesa De Marte (8 page)

BOOK: Una Princesa De Marte
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9

Aprendiendo a hablar

Cuando recobré mi presencia de ánimo miré a Sola, que había sido testigo de ese encuentro, y me sorprendí al notar una extraña expresión en su rostro generalmente inexpresivo. No sabía cuáles eran sus pensamientos, ya que apenas conocía la lengua marciana lo suficiente como para mis necesidades diarias.

Al llegar a la puerta de nuestro edificio me esperaba una extraña sorpresa: se me acercó un guerrero con los ornamentos, armas y atavíos completos de su raza, y me los ofreció con unas pocas palabras ininteligibles y con gesto respetuoso y al mismo tiempo amenazador.

Más tarde, Sola, con ayuda de varias mujeres, arregló los ornamentos para que se adaptaran a mis proporciones menores y luego de terminado el trabajo salí a pasear ataviado con un equipo de guerra completo.

De ahí en adelante Sola me inició en los misterios de las diferentes armas y pasé varias horas practicando con los marcianos más jóvenes todos los días. Todavía no era experto con todas las armas, pero mi gran familiaridad con armas terráqueas similares me convirtió en un alumno singularmente apto y progresé en forma muy satisfactoria.

Mi entrenamiento y el de los jóvenes marcianos era conducido exclusivamente por las mujeres, quienes no solamente se dedicaban a la educación de los jóvenes en el arte de la defensa y ofensiva individual, sino que también eran las artesanas que manufacturaban todos los productos de elaboración marciana. Fabricaban la pólvora, los cartuchos, las armas de fuego. En una palabra, todo lo de valor era producido por las mujeres.

En épocas de guerra formaban parte de las tropas de reserva y, cuando la necesidad así lo exigía, luchaban aun con mayor inteligencia y ferocidad que los hombres.

A los hombres se les impartía instrucción en las ramas más elevadas de la guerra, en estrategia y en el manejo de grandes unidades de tropas. Elaboraban sus leyes de acuerdo con las necesidades: una ley nueva para cada emergencia. No tenían en cuenta los precedentes judiciales. Las costumbres se habían transmitido a través de los siglos, pero el castigo por ignorar una costumbre era objeto de tratamiento particular, en cada caso, por un juzgado de pares del reo, y puedo decir que la justicia rara vez fallaba. Parecía tener vigencia en relación inversa con la importancia de la ley establecida. En un sentido, al menos, los marcianos eran gente feliz: no tenían abogados.

No volví a ver a la prisionera hasta varios días después de nuestro primer encuentro. Cuando la vi fue solamente de manera fugaz, mientras la conducían al recinto de la gran audiencia donde había tenido mi primer encuentro con Lorcuas Ptomel. No pude menos que notar la innecesaria brutalidad y dureza con que sus guardias la trataban, tan diferente de la gentileza casi maternal que Sola me manifestaba y la respetuosa actitud de los pocos marcianos que se dignaban reparar en mi existencia.

Había observado, en las dos oportunidades que tuve de verla, que la prisionera intercambiaba unas palabras con sus guardias, y esto me convenció de que hablaban, o al menos podían hacerse entender, por medio de un lenguaje común.

Con este incentivo adicional, prácticamente enloquecí a Sola con mis caprichos para acelerar mi educación, de suerte que en el lapso de unos pocos días ya dominaba la lengua marciana lo suficientemente bien como para permitirme sostener una conversación común y para comprender completamente todo lo que oía.

Para ese entonces nuestros dormitorios estaban ocupados por tres o cuatro mujeres y un par de jóvenes recién salidos del cascarón, además de Sola, el joven a su cuidado, yo, y Woola, el sabueso. Después de recogerse por la noche, era costumbre de los adultos conversar durante un breve lapso antes de irse a dormir, y ahora que podía entender su lenguaje era siempre un oyente ansioso, a pesar de que nunca hacía ninguna observación.

A la noche siguiente de la visita de la prisionera al recinto de la audiencia, la conversación terminó por desembocar en este tema, y en ese momento yo era todo oídos. Había temido preguntarle a Sola acerca de la bella cautiva, ya que no dejaba de recordar la extraña expresión que había notado en su rostro después de mi primer encuentro con la prisionera. No podía asegurar que ésta denotara celos: pero como aún juzgaba todas las cosas por medio de patrones terráqueos, sentía más seguridad fingiendo indiferencia en el asunto hasta que supiera con mayor certeza cuál era la actitud de Sola hacia el objeto de mi preocupación.

Sarkoja, una de las mujeres más ancianas que compartía nuestra vivienda, había estado presente en la audiencia como ama de las guardias de la cautiva y fue hacia ella que se dirigieron las preguntas.

—¿Cuándo podremos disfrutar de la agonía de muerte de la colorada? ¿O el Jed Lorcuas Ptomel piensa mantenerla como rehén? —preguntó una de las mujeres.

—Han decidido llevarla con nosotros hasta Thark y exhibir su última agonía en los grandes juegos ante Tal Hajus —contestó Sarkoja.

—¿Cuál va a ser el método que usarán para matarla? —preguntó Sola—. Es muy pequeña y muy hermosa y tenía esperanzas de que la retuviesen como rehén.

Sarkoja y las otras mujeres refunfuñaron con enojo ante esa manifestación de debilidad de Sola.

—Es una desgracia, Sola, que no hayas nacido hace un millón de años —interrumpió Sarkoja—, cuando los huecos de la tierra estaban llenos de agua y la gente era tan débil como la sustancia sobre la que navegaban. Actualmente hemos progresado hasta tal punto que esos sentimientos son indicio de debilidad y atavismo. No sería conveniente para ti que permitieses que Tars Tarkas se enterase de que tienes tales sentimientos de degeneración, pues dudo que pueda agradarle confiar a alguien como tú la importante responsabilidad de la maternidad.

—No veo nada de malo en mi expresión de interés hacia la mujer roja —contestó Sola—. No nos ha hecho ningún daño ni nos lo haría si llegáramos a caer en sus manos. Es el hombre de su raza el que pelea con nosotros y siempre he pensado que su actitud hacia nosotros no es más que el reflejo de la nuestra hacia ellos. Viven pacíficamente con todos sus compañeros, excepto cuando las circunstancias los llevan a la guerra, mientras nosotros no estamos en paz con nadie. Siempre luchando tanto con los de nuestra propia especie como con los rojos. Hasta en nuestras propias comunidades los individuos luchan entre sí.

Es un continuo y horrible derramamiento de sangre desde que rompemos la cáscara de nuestro huevo hasta que felizmente tomamos el seno del río del misterio, el oscuro y antiguo Iss que nos lleva a una existencia desconocida pero al menos no tan horrible y tremenda como ésta. Es afortunado aquel que encuentra el fin de sus días en una muerte temprana. Dile lo que quieras a Tars Tarkas. No me puede proporcionar peor destino que el de continuar con la horrible existencia que estamos forzados a sobrellevar en esta vida.

Este violento estallido de parte de Sola sorprendió y conmovió tanto a las otras mujeres que todas quedaron en silencio y pronto se durmieron.

El episodio había verificado algo, y ese algo era la seguridad de que Sola sentía amistad hacia la pobre chica. Además me convencía de que había sido extremadamente afortunado en caer en sus manos en lugar de haberlo hecho en las de alguna de las otras mujeres. Presentía que yo le agradaba y ahora que sabía que ella odiaba la crueldad y la barbarie tenía la seguridad de que podía confiar en ella para que nos ayudara a la chica cautiva y a mí a huir, siempre, por supuesto, que tal cosa fuera posible.

Ni siquiera sabía si había un lugar mejor hacia el cual huir, pero estaba dispuesto a correr mi suerte entre gente más parecida a mí antes que permanecer entre los horribles y sanguinarios hombres verdes de Marte. Dónde ir y cómo era un enigma para mí, del mismo modo que la búsqueda de la juventud eterna lo había sido para los terráqueos desde que el mundo es mundo.

Decidí que en la primera oportunidad me confiaría a Sola y abiertamente le pediría que me ayudara. Con esta firme decisión me di vuelta entre mis sedas y dormí el sueño más tranquilo y reparador que tuve en Marte.

10

Campeón y jefe

A la mañana siguiente me puse en movimiento desde temprano. Se me había concedido una libertad considerable, ya que Sola me había dicho que mientras no intentara abandonar la ciudad era libre de ir y venir como quisiera. Me había advertido, sin embargo, contra el riesgo de salir desarmado, ya que esta ciudad, como otras metrópolis desiertas de una antigua civilización marciana, estaba poblada de aquellos inmensos simios blancos con los que me había encontrado al segundo día de mi llegada a Marte.

Al avisarme que no debía pasar la frontera de la ciudad, Sola me había explicado que Woola lo evitaría, fuera cual fuere la forma en que lo intentara; y me advirtió con más fuerza aún, que no despertara su ferocidad ignorándolo y aventurándome demasiado cerca del territorio prohibido.

Su naturaleza era tal, según me dijo, que me devolvería a la ciudad vivo o muerto si llegaba a persistir en contrariarlo. "Y preferentemente muerto", agregó.

Esa mañana había elegido una calle nueva para explorar cuando de pronto me encontré en los límites de la ciudad. Delante de mí había pequeñas colinas surcadas por estrechas e incitantes barrancas.

Tenía muchos deseos de explorar el territorio que se encontraba ante mí, y —como el linaje de exploradores del que descendía me incitaba a hacerlo— de ver qué podía descubrir más allá de las colinas que me rodeaban.

También se me ocurrió que ésa podría ser una excelente oportunidad para probar las cualidades de Woola. Estaba convencido de que la bestia me quería. Había tenido más evidencias de afecto de su parte que de cualquier otro ser marciano, humano o animal. Estaba seguro de que esa gratitud por las acciones que habían salvado su vida dos veces pesarían más sobre su lealtad que las obligaciones impuestas por un dueño cruel y desamorado.

Al acercarme a la línea de la frontera, Woola corrió ansiosamente delante de mí y con su cuerpo embistió contra mis piernas. Su expresión era más suplicante que feroz. Ni descubrió sus inmensos colmillos, ni articuló sus terroríficas advertencias guturales.

Alejado de la amistad y de la compañía de mi propia especie, había llegado a profesar un cariño considerable a Woola y Sola, ya que un ser humano normal debe tener un escape para sus afectos naturales. Decidí apelar, entonces, a un sentimiento similar en esa bestia enorme, seguro de que no me defraudaría.

Nunca le había hecho fiestas ni lo había acariciado, pero en ese momento me senté en el suelo y, poniendo mis manos sobre su grueso cuello, lo acaricié y le hablé en mi lengua marciana recientemente adquirida, como lo hubiera hecho con mi sabueso en mi casa, como le podría haber hablado a cualquier otro amigo entre los animales inferiores. Su respuesta a mis manifestaciones de afecto fue altamente positiva: abrió su boca inmensa todo lo que pudo, dejando al descubierto la totalidad de sus colmillos superiores, y frunció el hocico hasta quedar sus inmensos ojos casi escondidos detrás de sus arrugas.

Si alguno de los lectores vio alguna vez sonreír a un ovejero, podrá tener alguna idea de la transformación del rostro de Woola.

Se echó sobre el lomo y comenzó a revolcarse a mis pies, saltó y se abalanzó sobre mí y me hizo rodar por el suelo con su tremendo peso, retozando y moviendo la cola alrededor de mí como una mascota juguetona. Me presentó su lomo deseando que lo acariciara. No pude resistir la ridiculez del espectáculo y sin poderme contener me reí por primera vez desde la mañana en que Powell había abandonado el campamento y su caballo, extremadamente desacostumbrado, lo había arrojado precipitada e inesperadamente de cabeza dentro de una olla de frijoles.

Mi risa asustó a Woola. Sus travesuras cesaron y se arrastró penosamente hacia mí, apoyando su horrible cabeza sobre mis piernas. Fue entonces cuando recordé lo que significaba la risa en Marte: tortura, sufrimientos, muerte.

Tranquilizándome, acaricié la cabeza y el lomo de la pobre bestia, le hablé por unos instantes y luego en tono autoritario le ordené que me siguiera. Nos levantamos y emprendimos nuestro camino hacia las cimas.

No hubo más problemas en cuanto a quién era el amo entre nosotros. Woola había pasado desde ese momento a ser mi devoto esclavo para siempre, y yo su indiscutible y único amo. La caminata hacia las montañas llevó poco tiempo y no encontré nada de particular que me gratificara. Abundantes flores salvajes de colores brillantes y extrañamente formadas brotaban en la cañada, y desde la cima de la primera colina vi otras elevaciones que se extendían hacia el norte. Una cordillera se elevaba detrás de otra, aunque luego descubriría que sólo unas pocas cimas en todo Marte sobrepasaban los 1.300 metros de altura. La impresión de magnificencia era meramente relativa.

La caminata de la mañana había sido de gran importancia para mí, ya que había terminado en un perfecto entendimiento con Woola, a quien Tars Tarkas había asignado mi vigilancia. Ahora sabía que a pesar de estar prisionero era virtualmente libre, y me apresuré a volver a los límites de la cuidad antes que la deserción de Woola fuera descubierta por sus antiguos dueños. La aventura me había determinado a no volver a abandonar los limites prescritos de tierra que se me habían marcado hasta que estuviera listo para arriesgarme de una vez por todas, ya que eso podía terminar en una reducción de mis libertades así como en la posible muerte de Woola, si llegaban a descubrirnos.

Al regresar a la plaza tuve la tercera oportunidad de ver a la chica cautiva. Estaba parada con sus guardias delante de la entrada del recinto de audiencias, y al acercarme me dirigió una mirada arrogante y me volvió la espalda. Esa actitud era tan femenina, que a pesar de haber herido mi orgullo llenó mi corazón de un cálido sentimiento de compañerismo. Era bueno saber que alguien en Marte, además de mí, tenía instintos humanos de tipo civilizado, aun cuando su manifestación fuera tan dolorosa como mortificante.

Si alguna mujer marciana hubiera deseado demostrar disgusto o desprecio en cualquier caso, lo hubiera hecho atacando con su espada o disparando alguna de sus armas; pero como sus sentimientos estaban, completamente atrofiados tendría que existir una seria injuria para suscitar en ella tal apasionamiento. Sola, debo agregar, era una excepción. Nunca la había visto llevar a cabo una acción cruel o tosca, ni abandonar su constante amabilidad y buena naturaleza. Ella era exactamente como sus compañeras la habían descrito: un atavismo, un precioso y querido retroceso a un tipo originario de antepasados amantes y amados.

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