Una noche de perros

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Authors: Hugh Laurie

BOOK: Una noche de perros
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Thomas Lang es un ex policía, y ahora pistolero a sueldo, una suerte de mezcla entre antihéroe policiaco y filósofo trasnochado. Un día recibe la visita de un tal McClusky, quien le ofrece cien mil dólares por asesinar a Alexander Woolf, un empresario americano. Indignado, Lang rechaza el encargo, y decide en cambio advertir a la víctima del peligro que corre: una buena acción que no quedará impune. A partir de ese momento el protagonista se verá inmerso en un torbellino de mentiras, corrupción y violencia, que lo obligará a machacar unas cuantas cabezas con la estatuilla de un Buda, medir su ingenio con multimillonarios malvados y dejar su vida (entre otras cosas) en manos de un grupo de femmes fatales; todo esto mientras intenta salvar a una bella dama y evitar un baño de sangre a escala mundial.

Hugh Laurie

Una noche de perros

ePUB v2.1

Johan
 
05.04.11

 

Para mi padre

Estoy en deuda con el escritor y locutor Stephen Fry por sus comentarios; con Kim Harris y Sarah Williams por su impresionante buen gusto e inteligencia; con mi agente literario Anthony Goff, por su constante apoyo y aliento; con mi agente teatral Lorraine Hamilton, por no importarle que también tenga un agente literario, y con mi esposa Jo, por cosas que ocuparían un libro más largo que éste.

Primera parte
UNO

Vi a un hombre esta mañana que no quería morir.

R. S. Stewart

Imagínate que tienes que romperle el brazo a alguien.

El derecho o el izquierdo, da lo mismo. La cuestión es que tienes que rompérselo, porque si no lo haces... bueno, eso tampoco importa mucho. Digamos que ocurrirán cosas peores si no lo haces.

Mi pregunta es la siguiente: ¿le rompes el brazo deprisa —
crac,
vaya, lo siento, deje que lo ayude con este cabestrillo de emergencia— o alargas todo el proceso durante sus buenos ocho minutos y vas aumentando la presión poquito a poco, hasta que el dolor se convierte en algo rojo y verde y caliente y frío y, en su conjunto, absolutamente insoportable?

Pues eso. Por supuesto. Lo correcto, la única opción correcta, es acabar cuanto antes. Rompe el brazo, sírvele una copa, sé un buen ciudadano. No hay otra respuesta.

A menos...

A menos, a menos, a menos...

¿Qué pasa si odias al tipo que está al otro extremo del brazo? Me refiero a que lo odias de verdad.

Esto era algo que ahora debía tener en cuenta.

Digo ahora refiriéndome a entonces, al momento que describo; el momento fraccionado, tan condenadamente fraccionado, antes de que mi muñeca toque mi nuca y mi húmero izquierdo se parta al menos en dos —o probablemente más trozos chapuceramente unidos.

Verás, el brazo en cuestión es el mío. No es un brazo abstracto, un brazo filosófico. El hueso, la piel, el vello, la pequeña cicatriz blanca en el codo, recuerdo de una esquina del radiador de la escuela primaria Gateshill, todo es mío. Ahora es el momento en que debo considerar la posibilidad de que el hombre que está detrás de mí, que me sujeta la muñeca y la sube a lo largo de la columna con un cuidado casi sexual, me odia. Me refiero a que me odia de verdad, y mucho.

Está tardando una eternidad.

Su apellido era Rayner. Nombre de pila, desconocido; por lo menos para mí, y por tanto, supongo que, también para ti.

Imagino que alguien, en alguna parte, debía de saber su nombre de pila —tuvo que dárselo en el bautizo, usarlo para llamarlo a desayunar, enseñárselo a escribir—, y alguien más tuvo que gritarlo en un bar para invitarlo a una copa, murmurarlo en la cama, o escribirlo en una casilla de una póliza de seguros. Sé que debieron de hacer todas estas cosas. Sólo que cuesta imaginarlo.

Calculé que Rayner era diez años mayor que yo. Lo cual estaba bien. Nada que objetar. Mantengo unas buenas, cariñosas, relaciones con muchas personas diez años mayores que yo sin necesidad de que me rompan un brazo. Las personas diez años mayores que yo son, en todos los sentidos, admirables. Pero Rayner también era diez centímetros más alto que yo, treinta kilos más pesado, y como mínimo —me da igual cómo midas la violencia— cuatro veces más violento. Era más feo que un mueble de metacrilato, con un cráneo enorme y pelón que subía y bajaba como un globo con bultos, y una aplastada nariz de boxeador, aparentemente machacada por la mano izquierda o quizá el pie izquierdo de alguien, se extendía en un sinuoso y torcido delta debajo del áspero muro de su frente.

Y Dios santo, qué frente. Piedras, cuchillos, botellas y silogismos habían rebotado inofensivamente contra ese masivo plano frontal, sin dejar más que una mínima huella entre sus profundos y separados poros. Creo que eran los poros más profundos y separados que había visto jamás en una piel humana, y me recordaron los cráteres que vi en la tele cuando los yanquis llegaron a la luna.

Si pasamos ahora a las elevaciones laterales, encontramos que hace mucho, mucho tiempo, alguien le arrancó las orejas a mordiscos, las masticó y después las escupió contra los costados de su cabeza, porque la izquierda parecía estar claramente al revés, o bien lo de dentro afuera, o algo que te obligaba a mirarla un buen rato antes de pensar «Vale, es una oreja».

Por si fuera poco, por si no has captado el mensaje, Rayner llevaba una americana de cuero negro sobre un polo negro.

Pero por supuesto que lo has captado. Rayner podría envolverse con la seda más brillante y ponerse una orquídea detrás de cada oreja, y los aterrorizados peatones le pagarían primero y le preguntarían después si le debían dinero.

En este caso resultaba que yo no se lo debía. Rayner pertenecía a ese selecto grupo de personas al que no le debo nada en absoluto, y si las cosas hubiesen ido un poco mejor entre nosotros, quizá le habría sugerido que él y sus colegas se hicieran un nudo de corbata especial que indicase que pertenecían a una hermandad.

Pero, como digo, las cosas no iban bien entre nosotros.

Un instructor de combate manco llamado Cliff (te enseñaba a luchar sin armas con un brazo atado a la espalda y te inflaba a hostias) me dijo una vez que el dolor era algo que te hacías a ti mismo. Otras personas te hacen cosas —te pegan, te apuñalan, o pretenden romperte el brazo—, pero el dolor te lo haces tú mismo. Por consiguiente, dijo Cliff, que había pasado dos semanas en Japón y se sentía con derecho a decirles todas estas gilipolleces a sus entusiastas pupilos, siempre estaba en tu mano dominar tu propio dolor. A Cliff lo mató una viuda de cincuenta y cinco años en una pelea de borrachos, así que supongo que nunca tendré la oportunidad de sacarlo de su error.

El dolor es una prueba. Te llega, y procuras apañártelas lo mejor que puedes.

La única cosa a mi favor era que, hasta ahora, no había hecho el menor ruido.

No tenía nada que ver con la valentía, desde luego, sino que sencillamente aún no había llegado a esa parte. Hasta el momento, Rayner y yo habíamos estado rebotando contra las paredes y los muebles en un sudoroso silencio masculino, sólo con algún que otro gruñido para demostrar lo concentrados que estábamos. Pero ahora, a falta de cinco segundos para perder el conocimiento —o que el hueso se rompiese—, ahora era el momento ideal para introducir un nuevo elemento. El sonido fue el único que se me ocurrió.

En consecuencia, inspiré hondo por la nariz, me erguí para acercarme todo lo posible a su cara, contuve el aliento un instante y entonces proferí aquello que los japoneses maestros en las artes marciales llaman un
kiai
—probablemente, cualquier otra persona lo llamaría un sonido muy fuerte y no estaría muy lejos de la verdad—, un alarido de tan cegadora, sorprendente, yo-qué-sé-qué-cojones intensidad, que me pegué un susto de muerte.

En Rayner, el efecto fue muy próximo al pregonado, porque se movió involuntariamente hacia un lado y aflojó la presión en mi brazo durante una décima de segundo. Eché la cabeza hacia atrás contra sus morros todo lo fuerte que pude, sentí cómo el cartílago de su nariz se ajustaba a la forma de mi cráneo, y una sedosa humedad comenzó a esparcirse por mi cuero cabelludo; luego levanté el tacón hacia su entrepierna y le rocé el interior del muslo antes de golpear contra un impresionante montón de genitales. Transcurrida la décima de segundo, Rayner había dejado de romperme el brazo y, repentinamente, fui consciente de estar bañado en sudor.

Me aparté, bailando de puntillas como un San Bernardo a punto de palmarla, y miré en derredor a ver si encontraba una arma.

El escenario de este único asalto de quince minutos entre un profesional y un aficionado era un pequeño y pésimamente amueblado salón en Belgravia. El diseñador de interiores había hecho un trabajo absolutamente horrible, como hacen todos los diseñadores de interiores, sin falta, sin excepciones; pero en aquel momento, por una de esas cosas que tiene el azar, su gusto por los objetos pesados y portátiles coincidió con el mío. Me decidí por un buda de cuarenta centímetros de altura que había en la repisa de la chimenea, lo cogí con el brazo bueno y descubrí que las orejas del tipo ofrecían una satisfactoria y cómoda sujeción para el luchador manco.

Rayner estaba de rodillas, muy ocupado en vomitar en la alfombra china, algo que mejoraba en gran medida su color. Escogí el punto, planté los pies bien firmes en el suelo y descargué un revés que clavó la esquina del plinto del buda en la parte blanda de detrás de su oreja izquierda. Se oyó un ruido sordo, esa clase de ruido que sólo hace la carne humana cuando se espachurra, y el tipo cayó de lado.

No me molesté en averiguar si seguía vivo. Muy duro, quizá, pero es lo que hay.

Me enjugué parte del sudor del rostro y fui hasta el vestíbulo. Intenté escuchar, pero si sonaba algún ruido en la casa o en la calle no podría haberlo oído, porque mi corazón sonaba como un martillo neumático, o quizá es que había uno en el exterior. Ya tenía bastante con respirar cantidades industriales de aire como para darme cuenta de nada más.

Abrí la puerta principal y en el acto sentí la llovizna helada en el rostro. Se mezcló con el sudor y lo diluyó, diluyó el dolor del brazo, lo diluyó todo; cerré los ojos y dejé que resbalara por mi cara. Fue una de las sensaciones más deliciosas de mi vida. Tal vez pienses que llevaba una vida de pena. Pero, verás, el contexto lo es todo.

Dejé la puerta entornada, bajé a la acera y encendí un cigarrillo. Gradualmente, a trompicones, mi corazón se las apañó como pudo, y mi respiración lo imitó, aunque tardó lo suyo. El dolor en el brazo era terrible, y comprendí que me acompañaría durante días, o semanas, pero al menos no era el brazo de fumar.

Volví a la casa y comprobé que Rayner seguía donde lo había dejado, tumbado en un charco de vómito. Estaba muerto, o gravemente herido, algo que en cualquier caso significaba por lo menos cinco años; diez, con el tiempo añadido por mala conducta. Esto, desde mi punto de vista, era malo.

He estado en el trullo. Sólo tres semanas, y en prisión preventiva, pero cuando tienes que jugar al ajedrez dos veces al día con un hincha monosilábico del West Ham, que lleva tatuado
odio
en una mano y
odio
en la otra —con un juego al que le faltan seis peones, todas las torres y dos alfiles—, descubres que te encanta disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Como no estar en el trullo.

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