Una mala noche la tiene cualquiera (12 page)

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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—Guapa, anímate —me decía, haciéndose la dinámica—; seguro que salimos en la prensa.

A La Begum, en un test de personalidad le salió, en corto, que es una fantasiosa y una inmadura, y ella encantadísima. Dice que eso de estar madura es una cosa espantosa —y hace un puñado de morisquetas de asco—, que en seguida empieza una a ponerse blandorra, repugnante, y es mil veces preferible seguir verde y enloquecida hasta morir. Ella es, por vocación, una mujer descentrada y decorativa. Los muchachos que le hicieron el test se desternillaban, aunque hacían durante todo el tiempo unos esfuerzos maravillosos para mantener la compostura, sobre todo uno, el que dirigía, que se lo tomó como un asunto de estado; claro que a lo mejor se estaba jugando las habichuelas, y con eso no hay que jugar.

Hay que ver las cosas que hace ahora la gente para ganarse la vida. Cada cual se la busca como puede, sin cortarse lo que se dice nada, que no están las circunstancias para ir de tímida doncella. Madrid está lleno de personal emperrado en encasquetarte las cosas más estrafalarias, y hay bandas enteras tocando rumbas o sevillanas o ritmos africanos o del Caribe, y una familia de gitanos con una cabra que hace equilibrios en lo alto de una banqueta, un trompetista que toca lo cuartelero —se ve que fue corneta en el servicio, y no ha aprendido en su vida otra cosa—, una tía renegrida que, a primera vista, parece mucho más joven de lo que es y baila con castañuelas y a su aire, todo igual, cualquiera que sea la música que le echen, y un gachó gordo que hace el pino encima de un montón de cristales de botella, y después se tumba con la barriga de lleno sobre los cristales y pide un voluntario para que se le suba en los lomos y brinque. Hay de todo. A La Begum le gusta mucho esa bullilla, más que nada porque le recuerda una barbaridad el zoco de Tánger, donde ella fue tan dichosa. Hay quien te toma la tensión a cambio de la voluntad, con todo su golpe de batas blancas, y quien monta en cualquier huequecillo su timbita de juego o su tenderete con casetes del año de la nana, o con fulars de gasa con lentejuelas, que se llevan una barbaridad, o con relojes y transistores de estraperlo, o con cintas de esas brillantosas para el pelo —para los que tienen pelo, dice siempre uno de los vendedores con mucha guasa—, o con altramuces, pipas, pasas y garbanzos tostados. Lo último es lo del test de personalidad.

Ibamos La Begum y yo, todas enérgicas, Montera abajo, y se nos echó encima un mocito divino, de esos que una colgaría encantada en el árbol de Navidad. Qué nene más impulsivo. «¿Queréis hacer un test de personalidad?» La Begum, repuesta del primer sobresalto, lo miró de arriba abajo, como ella sabe mirar —Ojos de Fuego la llamaba el cabrito del Drissi—, hasta que la vista se le engolosinó en la bragueta —que por allí tenía el muchacho unas abundancias de escándalo— y, completamente obnubilada, exclamó: «¡Huy, encantadísimas!». Claro que el muchachito no era más que un gancho, nos subió a un tercero interior, por las bravas, un escalón detrás de otro, y abrió la puerta de un despacho siniestro en el que se amontonaban media docena de abortitos llenos de gafas. Con muy poca consideración —porque la hermosura es cruel—, nuestro muchachito preguntó: «¿Os sirve esto?». Al gachó que dirigía el cotarro le dio al pronto como un amago de alucine, pero lo superó en seguida y dijo, feliz: «Claro que sí; interesantísimo». Leñe, ni que fuéramos bichos raros. A punto estuvimos de darle un plantón sensacional, uno de nuestros plantones exclusivos, de los caros, pero ya nos había entrado la curiosidad y siempre es bueno enterarse de cómo es una.

A mí me salió que soy decidida y sensata, la mar de abierta, un poquito cabecidura y marimandona, pero sociable como la que más y con una curiosidad de las de nunca acabarse: una mujer moderna, liberada, independiente. Según ellos, lo que es la moral la tengo un poco distraída. A mí eso me pareció un infundio, con lo recta que es una, pero el marmolillo que me hizo las preguntas —que algunas eran completamente extravagantes, y para mí que no venían a cuento, como aquélla de si yo tenía algún pariente fontanero (por lo visto es una cosa que puede servir para medirle a una los reflejos, pero yo creo que eso son pamplinas)— me dio una explicación la mar de redicha, o sea yo entendí que ellos en el comportamiento de cada una preferían no meterse, que a ellos les interesaba la predisposición: hay gente con vicios así de raros. Yo de predisposición seguro que ando divinamente. Quiero decir que hay un bombardeo y servidora se apunta. Una en eso es un chica diez.

Pero aquello de llevar emparedados caseros a los secuestrados estaba fuera de lugar, me parece a mí, que a fin de cuentas no estaban de romería y, cuando se sufre, se sufre. Si las cosas se ponían fatal, que avisaran a la Cruz Roja, que está feísimo meterse en faena del prójimo. Si luego me necesitaban, yo sí, yo dispuesta a echar una mano, servidora en primera fila, jugándose el tipo. Pero lo que me hacía contenerme y me sabía mal —porque la idea no era desaboría del todo, para qué voy a decir lo contrario— era el quedar demasiado folclórica, que lo mismo La Begum tenía razón y salíamos en los periódicos, incluso en los periódicos de por ahí, en los de Jolibú —la ilusión de su vida— e igual se pensaban todas por ahí fuera que sólo había sido una chirigota, que para mí que la mayoría de las extranjeras se piensan que aquí y en Italia estamos todo el tiempo de farra, y tampoco es eso; total, porque tenemos un natural bullanguero y vistoso, que ellas ni lo comprenden. Así que mejor no echarle leña al fuego en una cosa tan seria, y si a La Begum con las emociones acababa por entrarle la soñera, eso que todas saldríamos ganando.

La noche estaba ya desfalleciendo, como un acordeón en manos de un anémico. Las de la radio se iban quedando todas afónicas, y para mí que hasta desvariaban un poquito. De vez en cuando ponían bailables, pero sin letra, que el secreto por lo visto estaba en no resultar demasiado frivolos ni demasiado dramáticos. Luego, te contaban un poco de todo, que a veces se les notaba que era rellenar por rellenar, y yo no digo nada, que en ocasiones hay que ver el mérito que eso tiene. Algunos periódicos habían tirado un número extra, y en primera página iba una foto sensacional, una foto de Púlicer —que es lo máximo en premio que dan los americanos a los chicos de la prensa—, una foto que después ha dado la vuelta al mundo, gracias a que el chiquito que la sacó se guardó el carrete en el calzoncillo y, al salir, nadie se puso a registrarle tan a fondo. Por los micrófonos, gente más o menos importante hacía declaraciones, todas prudentísimas, y los locutores decían que ya podía ser sólo cosa de tiempo, que la frontera peligrosa se podía decir que había pasado y estaban negociando. Yo empecé otra vez a rezar para mi interior: Virgencita de la Caridad, ojalá todo esto acabe bien.

La Begum dormitaba como una gata ceremoniosa pero desconfiada. A lo mejor cerraban durante un par de noches Marabú. Mi Paco estaría durmiendo a pierna suelta, que el cuajo que esa criatura tiene no se lo altera nada ni nadie; la historia de mi Paco es un folletín como los de cuando yo era chica, un folletín de Sautier Casaseca, de aquéllos de jartarse de llorar con el Doroteo Martí. Menuda es la vida de mi Paco. Su madre no es su madre —su madre de verdad tiene una barra americana en Málaga—; su padre ni se sabe —me refiero al de verdad, por lo visto le tocó un extranjero que iba de paso—; el marido de su madre que no es su madre se ha ido a Málaga a vivir su vida, pero en sus tiempos, en un pronto que por lo visto le dio, adoptó a mi Paco legalmente, pero cuando mi Paco tenía ya lo menos nueve o diez años; o sea que mi Paco tiene, en algunos papeles, unos apellidos —los dos de su madre de verdad—, y en otros papeles los apellidos de prestado. Además, y por si la cosa era todavía sencillita, la de la barra americana tuvo antes de mi Paco otros dos hijos, cualquiera sabe de quién, pero las criaturitas se murieron de meses, y a los dos les pusieron también Paco —todo, supongo, por no molestarse—, y ahora mi Paco tiene un lío espantoso de documentación, con la fecha de nacimiento de su hermano el mayor, por no sé qué lío que se armaron en el juzgado, y tiene que jurar constantemente por sus muertos que él es dos años más joven de lo que pone en su carné. Eso sí, él lo tiene superadísimo. Y eso que lo de
Dallas,
en comparación con el lío de mi Paco, es el catecismo. Pero él, sin problemas. A gusto como un bendito. Como si tuviera el pedigrí perfecto. Ni inmutarse. Como si fuera hijo de la de Alba, con todos los abuelos, bisabuelos y tatarabuelos puestos en orden desde la Antigüedad y sin un fallo.

La noche se fue poniendo cómoda, relajada, como la faja de una mariquita en la miseria. La noche parecía cada vez más dispuesta a empezar de cero, como mi Paco, como si todos los líos del pasado no fueran más que una pesadilla. La Begum dormía ya como una gata de lujo, entre los almohadones del sofá, y ronroneaba de vez en cuando, relamiéndose en sueños, como si estuviera en los brazos del Sa de Persia en los buenos tiempos del gachó, muchísimo antes del loquerío del Jomeini. Y yo empecé también a quedarme traspuesta. Por la noche de Madrid cruzaba un pájaro grandísimo, negro como el alma de Lucrecia Borgia —que yo tengo un libro que habla sólo de ella y me conozco su historia de pe a pa; me parece lo máximo—, de vuelo tan lento que parecía no moverse, y eso que yo, en aquel soporcillo de la duermevela, tuve delante de los ojos todo lo que conozco de Madrid, y a lo mejor es que era Madrid lo que se movía. Era un pájaro terrible, con un tajo espantoso en la pechuga —que se lo vi de pronto, aunque a ratos dejaba de vérselo, como si le brotara y se le hundiera igual que el sol de poniente entre los árboles—, y las grandes plumas se empapaban con una sangre como el alquitrán, caliente, que iban resbalando por todos los edificios y todas las sombras, por todas las calles de Madrid, por los cristales de la ventana, empapando los muros, corriendo muy despacio sobre el parqué, comiéndose la alfombra, creciéndome por las piernas, por el estómago, por el pecho, por la garganta, hasta subirme a los sesos, anegármelos —sin que yo tuviera fuerzas para defenderme— y dejarme al fin dormida y como hueca, sin nervio, narcotizada.

Me desperté de golpe, dando un respingo, cuando ya era casi el mediodía. Nos habíamos dejado encendido el televisor y ahora estaban dando el final de la película. Había guardias saltando por una ventana y corriendo luego a meterse en un autobús. El Tejero estaba en la parte de atrás de las Cortes, charlando con otros. Después, cuando dejaron de saltar los guardias, el Tejero desapareció. Entonces, las mujeres de la tele empezaron a enseñarnos lo que pasaba en el otro lado, en la plaza, con todos los diputados sueltos por allí y con unas caras malísimas, y hasta entonces no me enteré de que todo se había acabado de verdad. Estaban libres. Estaban bien. Estaban salvadas.

—¡Salvadas! —grité, como loca.

A La Begum casi le da un ataque al corazón, del susto que le pegué. Y la Callas, en su tumba, seguro que volvió a morirse de envidia, por el chillido tan sentido y tan potente que me salió.

2

Qué gentío. Qué apreturas. Unos sobos espantosos nos metieron a todas de principio a fin —La Peritonitis juraba que la habían pellizcado, pero de esa mujer no puede una fiarse, ella echa cualquier embuste por tal de destacar—, cuánto restregón, por Dios, y eso que a una servidora los mogollones así le encantan, me animan una barbaridad, una hace patria y encima son un ejercicio estupendo, buenísimo para el riego del corazón, pero aquello era ya un poquito exagerado, no había manera de dar un paso sin que te pegaran un achuchón total, y sin que una pudiera elegir, que había gente de todos los colores, alguna con un pelaje rarísimo, y yo comprendo que de eso se trataba, de que fuéramos todas, sin distingos, España entera, pero la verdad es que, aparte de la emoción y el contento, tanta gente metiéndote empujones resultaba un poquito agobiante. Lo que pasa es que yo me pasé todo el tiempo intentando no echar cuenta de ese agobio, porque lo más importante era el espíritu y, sobre todo, la democracia y la libertad.

—Ay, mi cintura... —se quejaba la melindrosa de La Begum constantemente, a cuenta de los codazos.

Y yo siempre le decía, dándole coraje:

—¡Ay, niña, la libertad!

Qué pisotones. Qué gritos encimita mismo de tu oreja, que yo no sé cómo no me dejaron sorda. Qué manotazos, cada vez que se ponían a aplaudir.

Y los del servicio de orden venga a empujar, que era imposible que cupiéramos donde ellos querían. Es que no había sitio. Allí estábamos todas. Qué alegría. Seguro que daba gloria verlo desde arribita, desde un helicóptero. Allí abajo era un sofoco, pero qué preciosidad. Qué sudores. Y eso que no paraba de llover. Qué antipática se había puesto la noche.

Y es lo que yo digo: el tiempo, tan asqueroso, siempre se pone del lado de los fachas.

—Ay, qué emoción; el pueblo entero con su rey —decía La Pizqui muy peliculera.

Era dificilísimo. No había manera de ver si estaba pasando algo interesante. Nadie estaba muy seguro de por dónde venía la cabeza de la manifestación. Seguro que iban lentísimos. Habían salido de Embajadores, pero aquello podía no acabarse jamás. Nosotras no habíamos podido pasar del escalestri de Atocha. ¡Cómo estaba el escalestri! Gente por todas partes. Chiquillos subidos en los coches. Chavales encaramados en los árboles. Los balcones de bote en bote, y con banderas. Las bocas del metro estaban taponadas; no había modo de moverse, ni para adelante ni para detrás. Qué multitud. Qué maravilla. A nosotras un taxi —con un taxista medio anarquista y la mar de zumbón— nos dejó en Antón Martín, y tuvimos que bajar andando un trecho más que regular. Pero, después de todo, fue un acierto. La Begum se había negado en redondo a ir en metro, a ella le importaba un higo la recomendación del ayuntamiento, faltaría más. «Quita, titi», decía ella, «si para hacer patria hay que perder las formas, yo me apeo.» Ella es así, pero dice las cosas sin maldad. Dice, a su modo, que la autoridad cuando se emociona es muchísimo peor, que se pone siempre de lo más ordinaria, con un gusto pésimo, incluso una persona tan finísima como el alcalde de Madrid parecía olvidarse de que en esta vida hay gente y gente, por Dios, qué era aquello de pedir que se fuera en metro, hala, todo el mundo en metro, con la de marquesas y de todo que tenía que haber allí. Un gentío. Yo, la verdad, no estoy de acuerdo con La Begum, que no sé de dónde le habrá salido a ella el pedigrí, y en un momento como aquél, menos que nunca. Allí, para defender la democracia y la libertad, todas iguales.

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