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Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

Una conspiración de papel (10 page)

BOOK: Una conspiración de papel
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En absoluto me complacía tal espectáculo, así que me abrí paso a empellones, atravesando la verja terrible de la prisión, donde encontré a un guardián a quien informé de mi propósito. Era un individuo imponente de mediana estatura, pero de mayor grosor del acostumbrado. El grosor de sus brazos era el doble que el que los míos habían tenido jamás, y los cruzó ostensiblemente ante mí para indicar que no pensaba moverse si yo no lo tocaba —ofreciéndole dinero, claro está, y en compensación por las molestias—. Al igual que el resto de los trabajadores de la prisión, desde el propio alcaide hasta el último llavero, este hombre había desembolsado una bonita cantidad para obtener su puesto, y necesitaba explotar su poder lo mejor que supiese para rentabilizar la inversión. Le acometí por tanto con unos cuantos chelines y me acompañó a la Zona Común de la prisión, donde esperaba poder encontrar a Kate.

—La recuerdo —me dijo, con una impúdica sonrisa que se expandía como la marea del Támesis por su rostro basto y estúpido—. Era nueva, y no tenía ningún dinero. La encontrarás por los gritos, supongo.

¿Qué podría escribir yo acerca de la prisión de Newgate que el lector no haya leído ya? ¿Describo el hedor de los cuerpos putrefactos —algunos vivos, otros largo tiempo muertos—, de los despojos humanos, del sudor y la mugre y el miedo, que, les aseguro, tiene también su propio olor? ¿Escribo sobre las condiciones, impropias para cualquier criatura que se llame humana? Siguiendo al guardia por los oscuros pasillos, yo, que había visto tanto y me creía tan inmune a la visión de la miseria de este mundo, desvié la mirada de la descomposición y la enfermedad de los cuerpos, visibles tras los barrotes. Amarrados con grilletes a los fríos muros de piedra, estaban tendidos sobre sus propias heces, los cuerpos infestados por toda clase de bichos. Apartar la cabeza servía de poco, porque el sonido de sus gemidos y ruegos resonaba por las antiguas piedras de aquella mazmorra. Me gustaría creer, lector, que son sólo los criminales más peligrosos y violentos quienes soportan estas torturas, pero usted sabe tan bien como yo que las cosas no son así. He oído hablar de carteristas —carteristas, digo— a quienes han encadenado y dejado morir, devorados vivos por las ratas y los piojos, porque no tenían dinero para procurarse la libertad. He oído hablar de hombres absueltos de toda acusación que se han podrido hasta la muerte por no poder pagar la cuota de liberación. Es mejor que lo ahorquen a uno, pensé, antes que permanecer en este lugar.

Seguí al guardián a través de la peor de las moradas y subimos las escaleras hacia el ala de las mujeres en la Zona Común. Quizá mis lectores crean que allí se protege a las mujeres del acoso del sexo fuerte, pero en Newgate no hay protección sin dinero. La plata consigue casi cualquier cosa, incluyendo el derecho a ir de cacería entre mujeres débiles e indefensas. Al entrar en la sala, vimos a esos bestiales depredadores escabullirse entre las sombras.

El guardia llamó a Kate por su nombre. Tardó algunos momentos en aparecer, y no por su propia voluntad, sino empujada por sus compañeras de encarcelamiento, quienes, por la maldad desarrollada en la prisión, le negaban el derecho a esconderse.

Confieso que sentí remordimientos al contemplarla. Ya no era la muchacha linda, aunque ajada, que había visto la noche anterior, sino una niña desamparada, golpeada y sangrando. Sus ropas estaban rotas y sucias, y despedía un fuerte olor a orín. Una mugre indefinible le manchaba la cara y el cabello, y tenía heridas abiertas que manaban sangre y se extendían desde la frente a la barbilla. Le habían puesto grilletes de hierro en las piernas, una precaución innecesaria para una mujer como Kate, pero evidentemente no había podido costearse el precio que le exigían por quitárselos. Mujeres como las que usted conoce, lector, se habrían rendido a un llanto incesante o quizá incluso habrían perdido la consciencia, en caso de recibir el mismo trato que se dispensó a Kate durante sus primeras horas en Newgate, pero a ella la mala fortuna sólo la había vuelto pétrea y remota. Quizá no fuera la primera vez que se hallaba en la gran prisión, y quizá no fuera la primera vez que la trataban tan mal.

Le susurré al guardián que la desencadenase. Sufragaría los costes de la relajación de su encarcelamiento cuando la visión de mi plata no supusiese un problema para ninguno de los dos. Asintió y se agachó para abrir los hierros; Kate ni le dio las gracias ni dio muestra alguna de ser consciente de que su estado había variado.

Solicité una audiencia privada y por un chelín adicional el guardián me proporcionó una celda diminuta, iluminada tan sólo por un ventanuco muy estrecho. Después de permitirse una sonrisa chabacana llena de complicidad, cerró la puerta y me indicó que pegara un grito si necesitaba ayuda. Era un día nublado, y una vez dentro era difícil ver algo en el sucio cuartucho, pero para mi propósito no hacía falta mucha luz. Me sorprendió poco que el único mobiliario fuera una cama estrecha cubierta por una manta raída, y que una familia de ratas se dispersara al entrar nosotros.

Apenas la conocía lo suficiente como para especular acerca de cómo se desarrollaría nuestra entrevista: no sabía si pelearía o si se acobardaría. Se sentó silenciosamente sobre la cama y miró al suelo, sin pedirme nada ni esperar nada de mí.

—Bueno, Kate —dije, forzando una sonrisa irónica—. Parece que te has metido en un buen lío, ¿verdad?

—No me ahorcarán por algo que no he hecho —se afanaba tanto en controlar el tono de su voz que creí que se le quebrantaría la mandíbula por la presión. Me miró a la cara. No podía ignorar que quería retarme—. Oh, Dios —murmuró—, oh, Jemmy.

—Siento lo que le ocurrió a Jemmy —le dije suavemente.

Sacudió la cabeza.

—Jemmy —murmuró. Hundió la cabeza hasta casi apoyarla en el regazo—. Bueno, por lo menos ya no me pegará más. Ni me obligará a esconder lo que no le podemos vender a nadie sin que se entere Wild. Creo que él tiene la culpa de todo esto —levantó la mirada de pronto y encontró la mía—. Y usted también la tiene. Y no me van a ahorcar por algo que no he hecho.

—No —le dije—. No te ahorcarán, Kate, si hacemos un trato. Yo me encargo de eso. No puedo garantizar que no te deporten, pero puede que siete años en las colonias te ayuden a recuperarte de las desgracias de tu vida, además de escapar de las garras de un benefactor tan poco piadoso como el señor Wild —ella se sobresaltó al oír aquel nombre—. He aquí lo que voy a hacer por ti, Kate. Te voy a dar el suficiente dinero como para que te mantengas alejada de la chusma mientras estés aquí. Además, utilizaré mi influencia con la magistratura para asegurarme de que si te condenan no te sentencien a la horca. Haré lo que pueda para verte absuelta, ya que no quiero que Wild gane dinero por tu desgracia, pero sólo puedo prometerte que no te ahorcarán. ¿Me entiendes?

—Sí —respondió, mientras a sus labios se asomaba un atisbo de sonrisa irónica—. Entiendo que tiene miedo de que les hable de usted.

Usó las puntas del cabello para limpiarse la sangre y la mugre de la frente.

—No, no tengo miedo, Kate. Porque tú no sabes cómo me llamo ni sabes quién soy. Además, en caso de ser llamado a declarar, estaría obligado a contarle la verdad al tribunal: que maté a Jemmy cuando él intentaba robarme, cuando intentaba robarme con tu ayuda. Puedo mantenerte con vida si cooperas conmigo, pero si me la juegas te ahorcarán. Estás enfadada: es normal. Wild te ha traicionado; eso lo entiendo. Pero si deseas seguir con vida, será mejor que escuches lo que tengo que decir. Ya sé que no te gusto, que me ves como la razón por la que estás aquí, pero tienes que comprender que soy la única persona que puede ayudarte ahora mismo.

—¿Por qué habría de ayudarme? —no alzó la vista, pero su voz era firme y exigente.

—No por bondad, te lo aseguro. Lo haría porque es lo que más me conviene —mantuve la voz tranquila mientras le hablaba.

Vio que yo tenía cierto poder, el suficiente como para sobornar al guardián. Para una mujer en la posición de Kate, entre llevar unas pocas libras en la billetera y una sensacional peluca en la cabeza, y tener influencia ante los tribunales no mediaba gran distancia. Era todo mentira, por supuesto. No tenía influencia alguna, pero tenía que hacer todo cuanto estuviera en mi mano para mantenerla callada. A cambio intentaría ayudarla como mejor pudiera, y le haría creer que bastaba con mi influencia.

—No pienses que puedes perjudicarme, Kate. Puedes complicarme la vida: nada más. A cambio de prometerme que me evitarás estas complicaciones, prometo que te mantendré con vida y, si puedo, haré que te declaren inocente de asesinato.

El gesto de su rostro no varió, pero había captado su atención. Me miró fijamente unos momentos antes de hablar.

—¿Qué quiere de mí?

Había conseguido algo, porque ahora mostraba al menos que estaba dispuesta a escucharme.

—Dos cosas solamente. Primero, que no me menciones en absoluto. No me importa lo que le cuentes al tribunal, pero no debes mencionar que fue un caballero quien lo hizo. Jemmy era un hombre peligroso con muchos enemigos mucho más proclives que tú a dispararle. Por lo que a mí respecta puedes incluso insinuar que existía una rivalidad entre Jemmy y Wild: eso sería una justa recompensa por su traición. Pero no debes mencionarme a mí, ni lo que sabes acerca de este incidente. ¿Me has entendido, Kate? No tienen pruebas en las cuales basar tu condena. Dile a los tribunales que no sabes nada, y las pruebas actuarán en tu favor: los hechos se pondrán a tu servicio mucho más de lo que pueden hacerlo tus palabras.

—¿Por qué habría de fiarme de usted o de los tribunales? —preguntó—. Cuelgan a los que les da la gana y absuelven a los que les da la gana. Si Wild dice que lo hice yo, no llego ni a Navidad como no pida amparo por la tripa.

Me pregunté si efectivamente estaría embarazada, o si simplemente pretendía pedir amparo por la tripa, como hacían tantas mujeres, para que les concediesen unos cuantos meses más de vida.

—Estás sobrestimando la influencia de Wild —le dije, al no encontrar más alternativa que la mentira descarada— y no estimas la mía lo suficiente. Puedes ver que soy un caballero y que tengo amigos poderosos que también son caballeros. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? Si admites haber estado allí, haber visto lo que viste, estarás admitiendo que cometiste un crimen capital, aunque no sea el crimen por el que estás aquí encerrada. Si permaneces callada, no podrán condenarte. ¿Quieres vivir?

—Pues claro que quiero vivir —dijo amargamente—. No me haga preguntas estúpidas.

—Entonces vas a hacer lo que yo te diga.

Me miró fijamente.

—Deme cualquier razón para dudar de usted, la que sea, y diré todo lo que sé, y al diablo las consecuencias. Así que creo que debería decirme su nombre.

—Mi nombre —repetí.

—Sí. Deme su nombre o no haré lo que me pide.

—Mi nombre —dije, intentando inventarme alguna mentira que pudiera recordar fácilmente—. Mi nombre es William Balfour.

Quizá debiera haber elegido un nombre aún más distanciado de mi persona, pero fue lo primero que se me ocurrió. Además, pensé, cualquier confusión que pudiera echarle encima a Balfour la tenía merecida, por pomposo.

Kate me observó.

—Conozco a un William Balfour, y usted no es él. Un caballero tacaño que solía venir a verme. Pero supongo que puede haber más de uno con el mismo nombre.

Efectivamente podía haberlos, convine para mis adentros, preguntándome si el Balfour que ella conocía era el mismo Balfour que había contratado mis servicios. Pero no podía ocuparme de a qué putas visitaba un hombre como Balfour.

—Tenemos otro asunto más importante al que atender. Como sabes, fui a verte para recuperar los bienes de un amigo. Había una cosa en particular que él creía tener en la cartera, pero no estaba. ¿Cogiste alguna cosa de esa cartera, Kate?

Se encogió de hombros.

—No me acuerdo de él. Un bobo borracho no se distingue de otro.

Suspiré.

—¿Dónde guardas los objetos que robas?

—Algunos los tiene Wild, pero escondí la mayoría de las cosas antes de ir a contarle lo de Jemmy.

—¿Qué tienes escondido ahora?

—Pelucas, relojes… —su voz se fue apagando, como si se olvidase de lo que estaba diciendo.

Suspiré de nuevo. Si Wild tenía las cartas entonces tendría que decirle a Sir Owen que precisamente lo que él pretendía evitar había sucedido.

—¿No sabes nada de unos papeles? ¿Un paquete de cartas, atadas con un lazo amarillo, selladas con cera?

—Ah, sí, los papeles —asintió, extrañamente orgullosa de sí misma—. Los tiene Quilt Arnold, sí señor. Se cree que valen algo. Los vio y dijo que tenían que ser las cartas de amor de algún caballero, porque olían muy bien y estaban perfumadas, y que el caballero querría que se las devolviesen, eso dijo.

Intenté disimular mi alivio.

—¿Quién es Quilt Arnold y dónde puedo encontrarle?

Resultó que Quilt Arnold había sido el rival de Jemmy en los afectos de Kate antes de que Jemmy tuviera el desafortunado encontronazo con mi bala de plomo. Frecuentaba una taberna denominada Laughing Negro en Aldwych, cerca del río. Kate tenía montado otro negocio de nalga y puntazo allí con él, pero las ganancias eran más escasas, porque la parroquia era más pobre: marineros y porteadores en su mayoría, y otros a quienes, todo lo más, se les podía robar un par de chelines. Kate le había hecho llegar la noticia a Arnold cuando yo perforé a Jemmy, y él le prometió que cuidaría de ella, aunque básicamente lo que hizo fue cargar con cuanta mercancía de Kate pudiese llevar encima, y luego aconsejarle que hablase con Wild.

—¿Tienes alguna idea de cuánto exactamente cree Quilt Arnold que valen esas cartas? —le pregunté a Kate.

—Oh, me figuro que espera sacarse unas diez o veinte libras, seguro que sí.

Me temía que este negocio se estuviera volviendo cada vez menos lucrativo. No estaba muy dispuesto a entregarle veinte libras a ese bellaco, pero no tenía más remedio que recuperar las cartas.

—¿Sabes dónde las guarda?

Si pudiera robarlas, pensé, en lugar de negociar por ellas, podría ahorrarme tiempo, dinero y peligro. Pero no va a ser así.

—Dijo que se las iba a quedar encima —me explicó Kate—, porque decía que sabía que alguien vendría por ellas antes o después. Que no estarían seguras en ningún otro sitio, eso dijo.

Esta información obviamente limitaba mis posibilidades. Si el tal Arnold tenía alguna idea del contenido de las cartas, la cosa podía ponerse fea para Sir Owen. Ni siquiera necesitaban tener pruebas para propagar rumores perjudiciales, especialmente si esa Sarah Decker era tan delicada como la pintaba Sir Owen.

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