El camarada Núñez Maza, al término del desfile, por mediación de Schubert, que siempre se mostraba amable con él, consiguió citar en los estudios de la emisora al comandante Plabb, jefe de la expedición. Cuando el comandante hizo su aparición, Núñez Maza se cuadró y lo saludó con el saludo nazi. Los rodeaban retratos de Franco y de José Antonio, yugos y flechas y un mapa de operaciones.
La idea de Núñez Maza era que el comandante dirigiera a la población un mensaje radiado, pero el Mando militar le prohibió hacerlo. Nada de alardes. Así que tuvo que limitarse a charlar con él ¡en mal francés! y a pedirle de vez en cuando a Schubert que le echara una mano.
El comandante Plabb era un hombre de unos cuarenta años, sanguíneo y vital, técnico en antiaéreos. Hablaba como si expulsara con violencia las frases. Era de Bonn, «lugar muy hermoso, por donde pasa el Rhin, camino de Colonia» y donde, al parecer, el Führer construía sobre una colina grandes pabellones para aviadores.
Núñez Maza le dijo que le agradecía mucho su presencia en España.
—Es un deber —contestó el comandante.
Núñez Maza sacó la tabaquera y el librillo y lo invitó a fumar. El comandante aceptó y, ante el asombro del propio Schubert, lió el cigarrillo, lo mojó con la lengua y se lo colgó de los labios, despolvoreándose luego las manos.
—¿Eh, qué tal?
—Magnifico.
El comandante los tranquilizó.
—No hay ningún secreto. Antes de venir a España nos hemos familiarizado con unas cuantas cosas.
Núñez Maza le acercó el mechero y a continuación se hizo un silencio.
El falangista, por decir algo, comentó:
—Antiaéreos debe de ser agradable.
—No lo crea contestó rápido el comandante, echando la primera bocanada de humo.
—¿No…? ¿Por qué?
El comandante levantó picarescamente los hombros.
—No me gusta «hacer caer» las cosas.
Schubert sonrió. Era evidente que su compatriota le gustaba. Se disponía a aclarar: «Pero a veces no hay más remedio que “hacer caer”», cuando el comandante Plabb, dirigiéndose a él, en vez de dirigirse a Núñez Maza, preguntó:
—¿El general Franco es falangista?
Schubert, según costumbre, tomó un poco de rapé.
—Creo que no —contestó, por fin.
Núñez Maza precisó:
—Nos considera demasiado izquierdistas.
El cigarrillo del comandante Plabb estaba a punto de reventar por el centro y el hombre mojó de nuevo la parte engomada. Luego preguntó, esta vez dirigiéndose a Núñez Maza:
—¿Cuántos falangistas tienen ustedes en el frente?
Núñez Maza, sorprendido, intentó concentrarse; pero Schubert hizo innecesario el recuento, diciendo:
—Unos ochenta mil…
—¿Y requetés?
Schubert se sacó el pañuelo para limpiarse las gafas.
—Menos. Unos cuarenta mil…
Núñez Maza miraba con asombro a los dos alemanes. Le pareció que el comandante había pronunciado la palabra «requetés» con intención especial. Volviéndose hacia Schubert, comentó:
—Se lo sabe usted de memoria…
Schubert tosió discretamente.
—Forma parte de mi trabajo. —Seguidamente, mirando al comandante Plabb, agregó—: ¿No le gustan a usted los reyes, comandante?
—Ni pizca —contestó Plabb.
Núñez Maza, al oír aquello, puso cara alegre, casi infantil. El comandante se dio cuenta y añadió que el nazismo consideraba que la idea monárquica era decadente, un lastre. «En Italia, el rey se oponía a que el Duce apoyara a España. El Duce ha tenido que imponerse.» Por su parte, él era hijo de toneleros. Había visto a su padre, en Bonn, luchar con la madera, para darle forma, y tal vez por ello era partidario de la acción.
—No entiendo, no entiendo —concluyó—. España necesita una mano fuerte e independiente. Una mano nueva. No entiendo que en los desfiles se cante: «Por Dios, por la Patria y el Rey».
Núñez Maza replicó, mintiendo:
—Yo no canto eso.
Acto seguido, se arrepintió de sus palabras. ¿Qué le ocurría? Era un intelectual rápido y brillante, y ante aquel hijo de toneleros sentía una incómoda timidez. Y por culpa del idioma francés se expresaba con torpeza. Dominóse cuanto pudo y quiso probar si el comandante Plabb estaba al corriente de la marcha de las operaciones. Aludió al fracaso de la ofensiva de Madrid.
—En la guerra —contestó el comandante, midiendo las palabras—, no se puede ser sentimental. —Inesperadamente, apuntó con el cigarrillo a Núñez Maza—. Si es preciso, hay que destruir…
«Hay que destruir.» Lo mismo que opinó Schubert, el cual seguía todavía limpiándose los cristales de las gafas. El coman dante Plabb había dicho aquello como si el responsable de la salvación de Madrid fuera el propio Núñez Maza. «Claro, claro —pensó el falangista—, no es lo mismo tocar este tema siendo nativo de Bonn que siéndolo de Soria.» De todos modos, ¿rectificaría el comandante si la ciudad a destruir fuera Bonn? El comandante miraba con detenimiento el retrato de José Antonio. Núñez Maza se dijo: «Me da la impresión de que Schubert puede también ser un sentimental, pero no el comandante Plabb». Luego añadió, indignado consigo mismo: «¿Con qué derecho estoy juzgando a estos dos hombres? Al fin y al cabo, están aquí para defender a España».
El comandante Plabb se volvió hacia Núñez Maza.
—¿Me permite una pregunta? Si no quiere, no conteste.
Núñez Maza recobró, con la rapidez de reflejos que le era Característica, el dominio sobre sí mismo.
—¿Por qué no? Es usted mi huésped.
El comandante Plabb se miró la cruz gamada que llevaba en al pecho.
—Se trata de Franco… De Franco otra vez.
—Adelante.
—Ha dicho usted que Franco los considera a ustedes demasiado izquierdistas. ¿Y ustedes qué opinan de él?
Núñez Maza midió sus palabras.
—¿Se refiere usted a la Falange?
—No, no. Me refiero a los falangistas.
Núñez Maza se rascó una ceja.
—Consideramos que es un buen general, que es honrado y Capaz de ganar la guerra.
El comandante Plabb cabeceó:
—Así, pues, están ustedes satisfechos de la manera como la ha llevado hasta ahora…
Núñez Maza atiesó el busto.
—Excepto el ataque a Madrid, sí.
El comandante Plabb no pareció quedar muy satisfecho. Schubert consultó el reloj y dijo:
—Comandante, es la hora. Nos esperan.
—¡Ah, sí! Ha hecho usted bien en avisarme. —Se levantó poco poco.—. ¡El joven es tan inteligente!
Núñez Maza se levantó a su vez y no contestó nada.
—¡Ah! —exclamó el comandante Plabb, después de dar unos pasos y señalar a la calle—. El desfile, muy hermoso.
—Gracias, comandante.
—He tenido mucho gusto.
—¡Arriba España!
Schubert, rezagado a propósito, le susurró a Núñez Maza:
—Luego hablaremos.
Los dos alemanes se fueron. Núñez Maza, delegado de Propaganda, permaneció un rato inmóvil, con las manos a la espalda e irguiéndose periódicamente sobre sus pies. Pensó que la guerra civil era una cosa triste y que en España estaban coincidiendo varias. Porque también en la zona roja había alemanes e italianos y también, aunque en menor escala, franceses en los dos bandos. ¡Tres, cuatro, cinco guerras civiles en España! El falangista de Soria se sacó del bolsillo un grano de café y se lo llevó a la boca.
En el fondo, todo aquello lo halagaba. Y a no ser por las víctimas, podría decirse que tan fantástico choque le proporcionaba intenso júbilo, le daba la medida de su propia valla. «Antes de la guerra, ¿quién era yo? Un muchacho de provincias, con cierta facilidad para aplicar adjetivos inesperados.» Ahora el fin perseguido era grande, enorme, llenaba no sólo la edad que él tenía, veintiocho años, sino cualquier edad.
Núñez Maza hubiera querido permanecer mucho rato a solas, pensando en la necesaria mano fuerte para España. Pero oyó sonar abajo el claxon de su coche, coronado por altavoces, y decidió marchar. Se cuadró ante el retrato de José Antonio diciendo en voz alta: «¡Presente!», y dando media vuelta se fue.
Pero estaba escrito que aquel día querían retenerlo. En la escalera encontró a Salazar y a Aleramo Berti, ambos con expresión seria.
—¿Qué pasa?
—Nada. Querríamos hablar contigo un momento.
La estufa del despacho, apagada. El ventilador, inútil en un rincón. Un gran silencio en la ciudad, como si todo el mundo hubiese muerto. Cosme Vila está sentado ante su mesa, tiritando sin darse cuenta. Desde que empezó la guerra, Cosme Vila ha adelgazado; el espíritu se le come la carne. Su mujer, intranquila, a veces se atreve a llevarle un bocadillo. Pero a ella el local del Partido la intimida mucho, por lo que Cosme Vila le dice: «Anda, vete, déjame trabajar».
Tiene que escribir a Gorki, pero no acierta a concentrarse. Está desconcertado. Barcelona ha sido bombardeada por mar —día 13 de enero, bautismo de sangre—, y ello ha desconcertado a Cosme Vila. Junto a la apagada estufa, el jefe comunista contempla como hipnotizado todo lo que en el despacho es vertical. No sabe por qué lo hace y le consta que es inútil; pero va contando. El tubo que arranca de la estufa: uno. El lápiz que él sostiene en la mano: dos. Las patas de los muebles: tres. La lámpara que baja del techo: cuatro… Cuatro objetos, diez, veinte Objetos verticales en el despacho. El mundo se divide en lineas, como la palma de la mano. Debe de haber también líneas verticales en el corazón. Pero el suyo, aquella tarde, lo siente redondo como un tambor. Y los proyectiles lanzados desde el mar sobre Barcelona, al igual que los que cayeron sobre Rosas, trazarían una parábola —una línea curva— antes de caer sobre la tierra horizontal.
Querido camarada Gorki: Te escribo con carácter particular. ¿Cómo estás? El parte dice siempre «sin novedad», pero sé que no modificarían el texto porque tú u otro camarada murieseis. Bueno, ¿qué te parece, canalla perfumista? ¡Ganaremos la guerra! ¡Se ganará! «Madrid, la tumba del fascismo.» He plantado esa frase en el despacho y no me canso de leerla. ¡Las Brigadas, asombro del mundo! Es una lástima que no estés aquí. Ayer pasó un tren de canadienses y norteamericanos (entre éstos muchos negros) e incluso japoneses y chinos. No puedo remediarlo, esta solidaridad me convierte en un sentimental… ¡alegre! ¿Me imaginas de buen humor? Pues lo estoy. Sí, camarada Gorki. Acuérdate de nuestra primera reunión al formar el Comité… Tenías poca fe y ya lo estás viendo. Por lo demás, yo hago aquí lo que puedo, luchando siempre contra la FAI y contra la indiferencia y el sabotaje. Las fábricas no rinden, hay muchos emboscados y pocos técnicos. Axelrod mandó dos, pero la falta de idioma común entorpece las cosas.
De todos modos, el motivo de esta carta es más bien hablar y de ti y de tu labor… Querría felicitarte por tu última crónica sobre el traidor de Chamberlain —los ingleses defienden Gibraltar— y por la buena marcha de tu Rincón de Cultura en ese frente de Huesca. No deja de ser curioso que haya sido necesaria una guerra y unas trincheras para que el Partido pueda enseñar a leer a centenares de hombres hechos y derechos que el capitalismo había abandonado. Tenemos que hacerlo todo, enseñarlo todo —un camión te llevará uno de estos días libros y folletos—, desde el alfabeto a los hombres hasta el «parto sin dolor» a las mujeres, método nuevo que ha traído de Rusia el profesor Lyrie. Pero todo está saliendo según el «plan previsto». Estoy contento, aunque me molesta tener la estufa encendida sabiendo que en el frente pasáis frío. ¡Ah, camarada Gorki! ¿Cuándo volveremos a estar aquí todos juntos, celebrando la victoria? Bueno, ya todos no podrá ser… Faltará la Valenciana. Y quién sabe si alguno más. Ahora me he quedado sin los dos estudiantes. Los mandé de intérpretes a Albacete y están encantados. Alfredo murió (ya te lo había dicho) y pensé que ello facilitaría el deshinchamiento del POUM. Pero resulta que Murillo cayó herido en Madrid y está al llegar en plan de héroe. Veremos de curarlo y reexpedirlo pronto. ¡Si no fuera por la FAI y el POUM! Pero, como tú sabes, Largo Caballero está haciéndoles el juego.
Nada más, camarada Gorki, ¡ex alcalde enchufado! Dime si has adelgazado y si también ahí te perfumas. Ya lo ves, estoy de humor. ¡Lo estoy! Hasta mi suegro me dijo ayer: «Cualquier día de éstos nos cuentas un chiste». No sé si llegaré a tanto, pero todo podría ser.
Cosme Vila inventaba… Inventaba su buen humor, como inventaba el fuego de la estufa. Lo hacía por Gorki. En realidad, de unos días a esta parte, sentía una gran tristeza. Intentaba vencerla yendo a la estación a vitorear a los voluntarios internacionales, repitiéndose una y otra vez: «¡No pasarán!», pero era inútil. El propio Axelrod lo notó y lo miró de un modo que significaba: «No nos fallarás ahora, ¿verdad?» Claro, Cosme Vila estaba preocupado por el alud de niños que llegaban a Gerona evacuados de Madrid, y por la convicción de que el enemigo contaba, en Gerona, con varios espías. Conjeturas las hacía a montones, pero lo que él quería era dar con el cabecilla. Por otra parte, también en el plan particular las cosas se le ponían difíciles. Su suegra estaba enferma, tal vez tuberculosis, y su mujer, creyendo que le daría una alegría, señaló el cartel: «Semana del Niño» y le anunció que estaba nuevamente encinta. Cosme Vila se llevó un susto mayúsculo y la obligó a abortar. Fue la primera vez que ella se le rebeló, empleando, además, palabras dulcísimas. Cosme Vila tuvo que meterla en un coche y llevarla al Hospital, donde todo salió torcido, hasta el punto que al poco rato pudo verla en medio de un charco de sangre que se agrandaba cada vez más. Cosme Vila no sabía que la sangre de un ser allegado fuera más roja que la de las banderas. Aquel día lo aprendió. ¡Y sintió que quería a su mujer! No creía que amar fuese de por sí debilidad, pero desde luego predisponía a una suerte de felicidad desorbitada. Y luego le ocurrió que, al regresar a casa, se sintió solo. Soledad: su herida nunca cicatrizada. Siempre pensaba en el mundo entero, siempre escribía «centenares, millares» —al igual que los que redactaban los partes de guerra— y él estaba solo en casa, o solo en el despacho, hipnotizado por las líneas verticales. Sí, la carta que le había escrito a Gorki aquella tarde era, tocante a la alegría, una invención… Cosme Vila estaba triste, y por el momento no le contaría ningún chiste a su suegro. Además, el frío le afectaba mucho también. «No me sorprende —pensó— que muchas guerras y revoluciones estallen en verano.» El frío lo paralizaba. «Probablemente, pese a todos mis esfuerzos, sigo siendo un meridional.» Y tenía escrúpulos, porque, temiendo el contagio, no había entrado ni una vez a preguntar a su suegra: «¿Qué tal estás?»