Un lugar llamado libertad (39 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—¿Qué clase de granja?

—Mixta… un poco de trigo, ganado… pero no tabaco. Allí tenemos una raíz que se llama ñame. Nunca la he visto por aquí.

—Hablas muy bien el inglés.

—Llevo casi cuarenta años aquí. —Una expresión de amargura se dibujó en su rostro—. Era apenas un niño cuando me robaron.

Mack se acordó de Cora y Peg.

—En el barco viajaba con dos personas, una mujer y una niña —dijo—. ¿Podré averiguar quién las ha comprado?

—Todos quieren a alguien de quien han sido separados —se rió Kobe con tristeza—. La gente pregunta constantemente. Cuando los esclavos se reúnen por los caminos o en el bosque, no hablan de otra cosa.

—La niña se llama Peg —insistió Mack—. Tiene apenas trece años y es huérfana de padre y madre.

—Cuando a uno lo compran, deja de tener padre y madre.

Mack comprendió que Kobe se había dado por vencido. Se había acostumbrado a la esclavitud y la soportaba sumisamente. Estaba amargado, pero había abandonado cualquier esperanza de recuperar la libertad. «Juro que yo jamás lo haré», pensó Mack.

Recorrieron unos quince kilómetros, caminando muy despacio a causa de las cadenas. Algunos iban todavía encadenados de dos en dos. Aquellos cuyos compañeros habían muerto durante la travesía llevaban los tobillos aherrojados para que pudieran caminar, pero no correr. Después de haberse pasado ocho semanas tendidos, estaban tan débiles que, de haberlo intentado, hubieran podido desplomarse al suelo. El capataz Sowerby iba a caballo, pero no parecía tener demasiada prisa, pues cabalgaba muy despacio, tomando de vez en cuando un trago de licor de un botellín de bolsillo.

La campiña se parecía más a la inglesa que a la escocesa y no era tan distinta como Mack había imaginado. El camino seguía el curso del rocoso río, el cual serpeaba a través de un lujuriante bosque.

Mack hubiera deseado poder tenderse a descansar un rato a la sombra de los gigantescos árboles.

Se preguntó cuánto tardaría en ver a la sorprendente Lizzie. Lamentaba haber pasado nuevamente a manos de un Jamisson, pero la presencia de Lizzie sería para él un consuelo. A diferencia de su suegro, la joven no era cruel, aunque podía ser desconsiderada. Su heterodoxa conducta y su poderosa personalidad atraían enormemente a Mack. Su sentido de la justicia le había salvado la vida en el pasado y puede que volviera a hacerlo en el futuro.

Llegaron a la plantación Jamisson al mediodía. Un camino a través de un prado donde pastaba el ganado conducía a un recinto lleno de barro en el que se levantaban unas doce cabañas. Dos ancianas negras estaban guisando sobre unas fogatas y cuatro o cinco niños desnudos jugaban en el suelo. Las cabañas estaban construidas de cualquier manera con unas toscas tablas de madera. Las ventanas con postigos carecían de cristales.

Sowerby intercambió unas palabras con Kobe y se retiró.

—Esas serán vuestras viviendas —les dijo Kobe a los deportados.

—¿Tendremos que vivir con los negritos? —preguntó alguien.

Mack soltó una carcajada. Después de haberse pasado ocho semanas en el infierno de la bodega del
Rosebud
, era un milagro que pudieran quejarse del alojamiento.

—Los blancos y los negros viven en cabañas separadas —dijo Kobe—. No hay ninguna ley al respecto, pero siempre se ha hecho así. En cada cabaña caben seis personas. Antes de poder descansar, tenemos otra cosa que hacer. Seguidme.

Recorrieron un camino que serpeaba entre los verdes trigales, los altos maizales de las lomas y las aromáticas plantas del tabaco. En todos los campos había hombres y mujeres arrancando las malas hierbas que crecían entre las hileras y eliminando los gorgojos de las hojas de tabaco.

Salieron a un inmenso prado y subieron por una cuesta hasta una destartalada casa de madera con la pintura desprendida y los postigos cerrados. Debía de ser Mockjack Hall. Bordeando la casa, llegaron a un grupo de edificios anexos situados en la parte de atrás. Uno de los edificios era una herrería, en la cual estaba trabajando un negro a quien Kobe se dirigió, llamándole Cass. El herrero empezó a quitarles los grilletes a los deportados.

Mack observó cómo les quitaban las cadenas uno a uno. Experimentó una sensación de liberación, pero enseguida comprendió que su júbilo era falso. Aquellas cadenas se las habían colocado en la prisión de Newgate, en la otra punta del mundo y él las había odiado a lo largo de las humillantes ocho semanas en que las había llevado.

Desde la loma en la que se levantaba la casa podía ver el brillo del río Rappahannock a cosa de un kilómetro de distancia, serpeando a través del bosque. «Cuando me quiten las cadenas, podría huir río abajo —pensó—, podría arrojarme al agua y nadar en busca de la libertad».

Tendría que procurar contenerse. Estaba todavía tan débil que probablemente no podría correr ni un kilómetro. Además, había prometido buscar a Peg y a Cora y tendría que encontrarlas antes de escapar, pues quizá más tarde le fuera imposible. Y tenía que planearlo todo con sumo cuidado. No conocía la geografía de aquel país. Tendría que establecer primero adónde quería ir y cómo hacerlo.

Aun así, cuando le cayeron las cadenas de las piernas, tuvo que hacer un esfuerzo para no echar a correr.

Mientras reprimía el impulso, Kobe les dijo:

—Ahora que os han quitado las cadenas, algunos de vosotros ya estaréis pensando hasta dónde podríais llegar al anochecer. Antes de que intentéis huir, hay algo muy importante que debéis saber. Por consiguiente, escuchadme y prestad atención. —Kobe hizo una pausa para que sus palabras surtieran el debido efecto antes de seguir adelante—. Las gentes que se escapan suelen ser atrapadas y castigadas. Primero se las azota, pero eso es lo más fácil. Después tienen que ponerse un collar de hierro que a algunos les parece vergonzoso. Pero lo peor es que el tiempo de privación de libertad se prolonga. Si estáis fuera una semana, tendréis que servir dos semanas de más.

»Aquí tenemos gente que ha intentado escapar tantas veces que no será libre hasta los cien años. —Kobe miró a su alrededor y sus ojos se cruzaron con los de Mack—. Si estáis dispuestos a correr este riesgo —terminó diciendo—, lo único que os puedo decir es que os deseo mucha suerte.

A la mañana siguiente, las ancianas prepararon un plato de maíz hervido llamado
hominy
que los deportados y los esclavos comieron con los dedos en unas escudillas de madera.

Los peones eran en total unos cuarenta. Aparte de la nueva remesa de deportados, casi todos eran esclavos negros. Había también cuatro criados contratados que habían vendido cuatro años de trabajo por adelantado para pagarse el pasaje. Se mantenían apartados de los demás y se consideraban superiores a ellos. Sólo había tres empleados asalariados, dos negros libres y una mujer blanca, los tres de cincuenta y tantos años. Algunos negros hablaban un excelente inglés, pero la mayoría de ellos utilizaba sus propias lenguas africanas y se comunicaba con los blancos con una especie de jerigonza infantil. Al principio, Mack los trataba como si fueran niños, pero después comprendió que eran superiores a él, pues hablaban un idioma y medio mientras que él sólo hablaba uno.

Recorrieron unos dos o tres kilómetros entre campos de tabaco a punto de ser recolectados. Las plantas del tabaco, que formaban unas pulcras hileras de unos cuatrocientos metros de longitud, estaban separadas entre sí por algo menos de un metro, eran casi tan altas como Mack y tenían unas doce hojas muy anchas de un precioso color verde.

Los braceros recibieron órdenes de Bill Sowerby y de Kobe. Estos los dividieron en tres grupos. A los del primer grupo les proporcionaron unos afilados cuchillos y los pusieron a cortar las plantas maduras. El segundo grupo fue enviado a un campo que había sido segado la víspera. Las plantas estaban en el suelo con sus grandes hojas resecas tras haber permanecido un día secándose al sol. A los recién llegados les enseñaron a secar los tallos de las plantas cortadas y a traspasarlos con unos largos clavos de madera. Mack formaba parte del tercer grupo, encargado de transportar los clavos cargados a través de los campos hasta la casa del tabaco, donde se colgaban del alto techo para que los tallos se secaran al aire.

Fue un largo y caluroso día estival. Los hombres del
Rosebud
no pudieron trabajar tan duro como los demás. A Mack se le adelantaban constantemente las mujeres y los niños. La enfermedad, la desnutrición y la falta de actividad lo habían debilitado. Bill Sowerby llevaba un látigo, pero Mack no le vio utilizarlo en ningún momento.

Al mediodía les sirvieron una comida de rústico pan de maíz que los esclavos llamaban
pone
.

Mientras comían, Mack se desanimó, pero no se sorprendió demasiado al ver la conocida figura de Sidney Lennox, vestido con prendas nuevas, recorriendo la plantación en compañía de Sowerby.

Seguramente Jay pensaba que Lennox le había sido útil en el pasado y quizá lo volvería a ser en el futuro.

Al anochecer, abandonaron los campos, muertos de cansancio, pero, en lugar de regresar a sus cabañas, los condujeron a la casa del tabaco, iluminada ahora por varias docenas de velas. Tras una cena muy rápida, los pusieron a trabajar en la tarea de arrancar las hojas de las plantas curadas, quitar la gruesa espina central y formar con las hojas unos apretados manojos. A lo largo de la noche, los niños y los más viejos empezaron a quedarse dormidos e inmediatamente se puso en marcha un complicado sistema de avisos, en el cual los más fuertes sustituían a los más débiles y los despertaban cuando Sowerby se acercaba.

Debía de ser bien pasada la medianoche, calculó Mack, cuando finalmente se apagaron las velas y los peones fueron autorizados a regresar a las cabañas y acostarse en sus literas de madera. Mack se quedó inmediatamente dormido.

Le pareció que sólo habían transcurrido unos segundos cuando lo despertaron sacudiéndolo por los hombros para que volviera al trabajo. Se levantó con gesto cansado y salió al exterior tambaleándose.

Se comió su cuenco de
hominy
apoyado en la pared de la cabaña y, en cuanto se hubo introducido en la boca el último puñado, los obligaron a ponerse nuevamente en marcha.

En el momento en que entraban en el campo bajo la luz del amanecer, Mack vio a Lizzie.

No la había vuelto a ver desde el día en que subiera a bordo del
Rosebud
. Iba montada en un caballo blanco y estaba cruzando el campo al paso. Llevaba un holgado vestido de lino y se tocaba con un gran sombrero. El sol acababa de salir y la atmósfera era clara y diáfana. Lizzie estaba preciosa: descansada y a sus anchas, la señora de la mansión estaba recorriendo a caballo su finca. Mack observó que había engordado un poco mientras él se moría de hambre a bordo del barco. Pero no le guardaba rencor, pues había defendido la justicia y le había salvado la vida más de una vez. Recordó la vez que la había abrazado en el cuarto de tejer de Dermot Riley en Spitalfields. Había estrechado su suave cuerpo contra el suyo y aspirado la fragancia del jabón y del sudor femenino y, durante un breve instante de locura, pensó que Lizzie y no Cora podría ser la mujer más adecuada para él. Pero enseguida recuperó la cordura.

Contemplando su redondeado cuerpo, comprendió que no había engordado sino que estaba embarazada. Tendría un hijo que sería un Jamisson cruel, codicioso y despiadado. Sería propietario de una plantación, compraría seres humanos, los trataría como si fueran cabezas de ganado y sería muy rico.

Lizzie captó su mirada y Mack se avergonzó de haber pensado aquellas cosas de un niño no nacido. Al principio, ella le miró como si no supiera muy bien quién era; después pareció reconocerle de golpe. A lo mejor, se había sorprendido de lo mucho que había cambiado a causa de las duras condiciones de la travesía.

Mack le sostuvo la mirada un buen rato, confiando en que se acercara a él; pero ella dio media vuelta sin decir nada, lanzó su caballo al trote y, poco después, se perdió en el bosque.

27

U
na semana después de su llegada a Mockjack Hall, Jay Jamisson estaba sentado, observando cómo dos esclavas descargaban un baúl lleno de cristalerías. Belle era una gruesa mujer de mediana edad con unos pechos muy grandes y un voluminoso trasero, pero Mildred tenía unos dieciocho años y poseía una tersa piel de color tabaco y unos lánguidos ojos negros. Cuando levantaba los brazos hacia los estantes superiores del baúl, Jay veía el movimiento de sus pechos bajo la rústica camisola que llevaba. Al ver su mirada, ambas mujeres se pusieron muy nerviosas y empezaron a desenvolver las delicadas piezas de cristal con trémulas manos. En caso de que rompieran algo, recibirían un castigo. Jay se preguntó si sería capaz de azotarlas.

La idea le produjo una cierta inquietud, por lo que se levantó y salió de la casa. Mockjack Hall, una gran mansión con un pórtico de columnas, miraba a una herbosa pendiente que bajaba hasta el cenagoso río Rappahannock. En Inglaterra, una casa de aquel tamaño se hubiera construido en piedra y ladrillo. En cambio, aquella era de madera pintada de blanco con postigos de color verde, pero ahora la pintura ya se estaba desprendiendo y los colores habían adquirido un uniforme tono pardusco. En la parte de atrás y a ambos lados del edificio había varias dependencias anexas en las que se ubicaban la cocina, el lavadero y las caballerizas. La casa principal tenía unos grandes salones de recepción, una salita, un comedor e incluso un salón de baile y unos espaciosos dormitorios en el piso de arriba, pero todo el interior necesitaba urgentes reformas. Los muebles importados estaban ligeramente pasados de moda, los cortinajes de seda habían perdido el color y las alfombras estaban raídas. El aire de perdida grandeza de toda la casa era como el desagradable olor de un sumidero.

A pesar de todo, se sintió profundamente satisfecho mientras contemplaba su finca desde el porche. Eran quinientas hectáreas de campos de cultivo, boscosas colinas, claros arroyos y grandes estanques, con cuarenta braceros y tres criados domésticos. Todas aquellas tierras y aquellas personas eran suyas. No de su familia ni de su padre sino suyas. Al final, se había convertido en un caballero por derecho propio.

Y aquello no sería más que el principio. Quería introducirse en la sociedad de Virginia. No sabía cómo funcionaba el gobierno colonial, pero le habían dicho que había unos dirigentes locales llamados
vestrymen
y una asamblea en Williamsburg formada por los llamados representantes, que eran el equivalente de los parlamentarios británicos. Dada su situación social, pensaba que podría saltarse la fase local y presentarse directamente candidato a las elecciones para la Cámara de Representantes. Quería que todo el mundo se enterara de que Jay Jamisson era un hombre muy importante.

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