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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (28 page)

BOOK: Un día de cólera
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Luis Daoiz levanta una mano. El capitán Álvarez observa que el comandante francés y él se miran a los ojos, de profesional a profesional. Quizás haya alguna esperanza.

—Vamos a ver —dice Daoiz con calma—. ¿No hay otra forma de acomodarlo?

Niega de nuevo el francés después de que su intérprete traduzca la pregunta. Y cuando el artillero lo mira a él, Álvarez se encoge de hombros.

—No nos dejan salida, entonces —comenta Daoiz, con una extraña sonrisa a un lado de la boca.

El capitán de Voluntarios del Estado exhibe de nuevo la orden firmada por el ministro O’Farril.

—Esto es lo que hay. Sean sensatos.

—Ese papel no vale ni para las letrinas —opina Velarde.

Ignorándolo, el capitán Álvarez observa a Luis Daoiz. Éste mira el documento, pero no lo coge.

—En cualquier caso —solicita Álvarez, desalentado al fin— permitan que me lleve de aquí a mi gente.

Daoiz lo mira como si hubiese hablado en chino.

—¿Su gente?

—Me refiero al capitán Goicoechea y los Voluntarios del Estado… No vinieron a luchar. El coronel insistió mucho en eso.

—No.

—¿Perdón?

—Que no se los lleva.

Daoiz ha respondido seco y distante, mirando alrededor como si de repente aquella situación le fuese ajena y él se hallase lejos. Están como cabras, decide de pronto Álvarez, asustado de sus propias conclusiones. Es lo que ocurre, y no lo había previsto nadie: Velarde con su exaltación lunática y este otro con su frialdad inhumana, están locos de atar. Por un momento, dejándose llevar por el automatismo de su graduación y oficio, Álvarez considera la posibilidad de arengar a los soldados que pertenecen a su regimiento y ordenarles que lo sigan lejos de allí. Eso debilitaría la posición de aquellos dos visionarios, y tal vez los inclinase a aceptar rendirse a discreción del francés. Pero entonces, como si le hubiera advertido el pensamiento, Daoiz se inclina un poco hacia él, casi cortés, con la misma sonrisa extraña de antes.

—Si intenta amotinarme a la tropa —le dice confidencial, en voz bajísima—, lo llevo adentro y le pego un tiro.

Francisco Huertas de Vallejo asiste al parlamento de los oficiales españoles y franceses, entre el resto de paisanos que se congregan junto a los cañones. El joven voluntario se encuentra con don Curro y el cajista de imprenta Gómez Pastrana, la culata del fusil apoyada en el suelo y las manos cruzadas sobre la boca del cañón. No todo lo que se dice llega hasta sus oídos, pero parece clara la postura de los jefes, tanto por las voces que da el capitán Velarde, que es quien habla más alto de todos, como por las actitudes de unos y otros. En su ánimo, el joven voluntario confía en que lleguen a un acuerdo honorable. Hora y media de combate le ha cambiado ciertos puntos de vista. Nunca imaginó que defender a la patria consistiera en morder cartuchos agazapado tras los colchones enrollados en un balcón, o en la zozobra de correr como una liebre, saltando tapias con los franceses detrás. De aquello a las estampas coloreadas con heroicas gestas militares media un abismo. Tampoco imaginó nunca los charcos de sangre coagulada en el suelo, los sesos desparramados, los cuerpos mutilados e inertes, los alaridos espantosos de los heridos y el hedor de sus tripas abiertas. Tampoco la feroz satisfacción de seguir vivo donde otros no lo están. Vivo y entero, con el corazón latiendo y cada brazo y cada pierna en su sitio. Ahora, la breve tregua le permite reflexionar, y la conclusión es tan simple que casi lo avergüenza: desearía que todo acabara, y regresar a casa de su tío. Con ese pensamiento mira alrededor, buscando el mismo sentimiento en los rostros que tiene cerca; pero no encuentra en ellos —no lo advierte, al menos— sino decisión, firmeza y desprecio hacia los franceses. Eso lo lleva a erguirse y endurecer el gesto, por miedo a que sus facciones delaten sus pensamientos. Así que, como todos, el joven procura mirar con desdén a los enemigos, muchos de ellos tan imberbes como él, que aguardan a pocos pasos en formación de columna. Vistos de cerca impresionan menos, concluye, aunque se les vea amenazadores en su compacta disciplina, con los vistosos uniformes azules, correajes blancos y fusiles colgados del hombro culata arriba; tan distintos a la desastrada fuerza española, hosca y silenciosa, que tienen enfrente.

—Esto no va bien —murmura don Curro.

El capitán Daoiz está diciéndole algo aparte al capitán de Voluntarios del Estado que vino con la bandera blanca, quien no parece satisfecho con lo que escucha. Francisco Huertas los ve conversar, y también cómo el intérprete que está junto al comandante francés se aproxima un poco, atento a lo que dicen. Entonces, un chispero que se encuentra apoyado en uno de los cañones —el joven Huertas sabrá más tarde que su nombre es Antonio Gómez Mosquera— aparta al francés de un violento empujón, haciéndolo caer de espaldas.

—¡Carajo! —grita el chispero—. ¡Viva Fernando Séptimo!

Lo que viene a continuación, inesperado y brutal, ocurre muy rápido. Sin que medie orden de nadie, de forma deliberada o por aturdimiento, un artillero que tiene el botafuego encendido en la mano aplica la mecha al fogón cebado de la pieza. Atruena la calle un estampido que a todos sobresalta, retrocede la cureña con el cañonazo, y la bala rasa, pasando junto al comandante enemigo y los oficiales, abre una brecha sangrienta en la columna francesa, inmóvil e indefensa. Gritan todos a un tiempo, confusos los oficiales españoles, espantados los franceses, y al vocerío se suman los lamentos de los heridos imperiales que se revuelcan en el suelo entre sus propios pedazos, el horror de los miembros mutilados, los aullidos de pánico de la columna deshecha que se desbanda y corre en busca de refugio. Tras el primer momento de estupor, Francisco Huertas, como el resto de sus compañeros, se echa el fusil a la cara y arcabucea a quemarropa a los enemigos en desorden. Luego, entre el fragor de la matanza, observa cómo el capitán Daoiz grita inútilmente «¡Alto el fuego!», pero aquello ya no hay quien lo pare. El capitán Velarde, que ha sacado su sable, se precipita sobre el comandante imperial y lo intima a él y a sus oficiales a la rendición. El francés, de rodillas y conmocionado por el disparo del cañón —tan próximo que le ha chamuscado la ropa—, al ver la punta reluciente del sable ante sus ojos, alza los brazos, confuso, sin comprender lo que está pasando; y lo imitan sus oficiales, el corneta y el intérprete. También muchos de los soldados que formaban la vanguardia de la columna, los que todavía no han escapado por las calles de San José y San Pedro, hacen lo mismo: arrojan los fusiles, levantan las manos y piden cuartel rodeados por una turba de paisanos, artilleros y soldados españoles que a empujones y culatazos, cercándolos con las bayonetas, los meten en el parque con sus oficiales, mientras la gente alborozada grita victoria y da vivas a España y al rey Fernando y a la Virgen Santísima; y las ventanas, las tapias y la verja del convento hormiguean de civiles y militares que aplauden y festejan lo ocurrido. Entonces, Francisco Huertas, que con don Curro, el cajista Gómez Pastrana y los demás, vitorea entusiasmado mientras levanta en lo alto de su fusil el chacó manchado de sangre de un francés, advierte al fin la enormidad de lo ocurrido. En un instante, los defensores de Monteleón, además de cautivar al comandante y a varios oficiales de la columna enemiga, han hecho un centenar de prisioneros. Por eso le sorprende tanto que el capitán don Luis Daoiz, inmóvil y pensativo en medio del tumulto, en vez de participar de la alegría general, tenga el rostro ceñudo y ausente, pálido como si un rayo hubiera caído a sus pies.

7

Desde la una de la tarde, un silencio siniestro se extiende por el centro de Madrid. En torno a la puerta del Sol y la plaza Mayor sólo se oyen tiros aislados de las patrullas o pasos de piquetes franceses que caminan apuntando sus fusiles en todas direcciones. Los imperiales controlan ya, sin oposición, las grandes avenidas y las principales plazas, y los únicos enfrentamientos consisten en escaramuzas individuales protagonizadas por quienes intentan escapar, buscan refugio o llaman a puertas que no se abren. Aterrados, escondidos tras postigos, celosías y cortinas, asomados a portales y ventanas los más osados, algunos vecinos ven cómo patrullas francesas recorren las calles con cuerdas de presos. Una la forman tres hombres maniatados que caminan por la calle de los Milaneses bajo custodia de un grupo de fusileros que los hacen avanzar a golpes. Un platero de esa calle, Manuel Arnáez, que pese a los ruegos de su mujer se encuentra asomado a la puerta del taller, reconoce en uno de los cautivos a su compañero de profesión Julián Tejedor de la Torre, que tiene tienda en la calle de Atocha.

—¡Julián!… ¿Adónde te llevan, Julián?

Los guardias franceses le gritan al platero que se meta dentro, y uno llega a amenazarlo con el fusil. Arnáez ve cómo Julián Tejedor se vuelve a mostrarle las manos atadas y levanta los ojos al cielo con gesto resignado. Más tarde sabrá que Tejedor, tras echarse a la calle para batirse junto a sus oficiales y aprendices, ha sido capturado en la plaza Mayor en compañía de uno de los hombres que van atados con él: su amigo el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez.

El tercer preso del grupo se llama Manuel Antolín Ferrer, y es ayudante de jardinero del real sitio de la Florida, de donde vino ayer para mezclarse en los tumultos que se preparaban. Es hombre corpulento y recio de manos, como lo ha probado batiéndose en los Consejos, la puerta del Sol y la plaza Mayor, donde resultó contuso y capturado por los franceses en la última desbandada. Testarudo, callado, ceñudo, camina junto a sus compañeros de infortunio con la cabeza baja y el ojo derecho hinchado de un culatazo, barruntando el destino que le aguarda. Confortado por la satisfacción de haber despachado, con sus propias manos y navaja, a dos soldados franceses.

La escena de la calle de los Milaneses se repite en otros lugares de la ciudad. En el Buen Retiro y en las covachuelas de la calle Mayor, los franceses siguen encerrando gente. En estas últimas, bajo las gradas de San Felipe, el número de presos asciende a dieciséis cuando los franceses meten dentro, empujándolo a culatazos, al napolitano de veintidós años Bartolomé Pechirelli y Falconi, ayuda de cámara del palacio que el marqués de Cerralbo tiene en la calle de Cedaceros. De allí salió esta mañana con otros criados para combatir, y acaban de apresarlo cuando huía tras deshacerse la última resistencia en la plaza Mayor.

Cerca, por la plaza de Santo Domingo, otro piquete imperial conduce en cuerda de presos a Antonio Macías de Gamazo, de sesenta y seis años, vecino de la calle de Toledo, al palafrenero de Palacio Juan Antonio Alises, a Francisco Escobar Molina, maestro de coches, y al banderillero Gabriel López, capturados en los últimos enfrentamientos. Desde la puerta de las caballerizas reales, el ayudante Lorenzo González ve venir de Santa María a unos granaderos de la Guardia que conducen, entre otros, a su amigo el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, con quien hace unas horas asistió a los incidentes de la plaza de Palacio y que luego, no pudiendo sufrir el desafuero de la fusilada francesa, fue a batirse en los alrededores de la plaza Mayor. Al pasar maniatado y ver a González, Gómez Morales le pide ayuda.

—¡Acuda usted a alguien, por Dios! ¡A quien sea!… ¡Estos bárbaros van a fusilarme!

Impotente, el ayudante de caballerizas ve cómo un caporal francés le cierra la boca a su amigo con una bofetada.

El mismo camino sigue otra cuerda de presos en la que figuran Domingo Braña Calbín, mozo de tabaco de la Real Aduana, y Francisco Bermúdez López, ayuda de cámara de Palacio. Braña y Bermúdez se cuentan entre quienes con más coraje se han batido en las calles de Madrid, y diversos testigos acreditarán puntualmente su historia. Braña, asturiano, tiene cuarenta y cuatro años y ha sido capturado cuando peleaba al arma blanca, con un valor extremo, cerca del Hospital General. En cuanto a Francisco Bermúdez, vecino de la calle de San Bernardo, salió al estallar los tumultos armado con una carabina de su propiedad, y tras pelear durante toda la mañana donde la refriega era más intensa
—«bizarramente»
, afirmarán los testigos en un memorial—, fue apresado cuando, herido y exhausto, rodeado de enemigos y aún con su carabina en las manos, ya no podía valerse. Antonio Sanz, portero de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, lo identifica al pasar llevado por los franceses, junto a la parroquia de Santa María. Al poco rato, también Juliana García, una conocida que vive en la calle Nueva, lo ve desde su balcón, entre otros presos,
«cojeando de una herida en la pierna y con la cara quemada de pólvora»
.

Otros tienen más suerte. Es el caso del joven Bartolomé Fernández Castilla, que en la plazuela del Ángel salva la vida de milagro. Sirviente en casa del marqués de Ariza, donde se aloja el general francés Emmanuel Grouchy, Fernández Castilla salió a pelear con el primer alboroto del día, armado de una escopeta. Asistió así a los combates de la puerta del Sol, y tras batirse en las callejuelas que van de San Jerónimo a Atocha, resultó herido por una descarga hecha desde la plaza Mayor. Disperso su grupo, llevado por tres compañeros de aventura hasta la casa de su amo, donde lo dejan en el portal, es rodeado por la guardia del general francés, que pretende acabarlo a bayonetazos. Lo advierte una criada, pide socorro, acuden los demás sirvientes y se oponen todos a los franceses. Porfían unos y otros, amagan empujones y golpes, logran los criados meter a Fernández Castilla en la casa, y sólo se calman los ánimos cuando acude un ayudante del general Grouchy, quien ordena respetar la vida del mozo y llevarlo preso en una camilla al Buen Retiro. Vuelven a amotinarse los criados, negándose a entregarlo, y hasta las cocineras salen a forcejear con los imperiales. El propio marqués, don Vicente María Palafox, termina por intervenir y convence a los franceses de que respeten al herido. Bajo su cuidado personal, el joven permanecerá en cama cuatro meses, convaleciente de sus heridas. Años más tarde, acabada la guerra contra Napoleón, el marqués de Ariza comparecerá por iniciativa propia ante la comisión correspondiente, para que las autoridades concedan a su criado una pensión por los servicios prestados a la patria.

Mientras en la plazuela del Ángel se decide sobre la vida o muerte de Bartolomé Fernández Castilla, cerca de allí, en la de la Provincia, el portero jefe de la Cárcel Real, Félix Ángel, oye golpes en la parte trasera del edificio y acude a ver quién llama. Al cabo empiezan a llegar presos de los que salieron a combatir por la mañana. Muchos vienen ahumados de pólvora, rotos de la lucha, ayudando a caminar a sus camaradas; pero todos se tienen, más o menos, sobre sus pies. Acuden solos, en parejas o pequeños grupos, sofocados por el esfuerzo de la carrera que se han dado para escapar de los franceses.

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