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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (18 page)

BOOK: Un día de cólera
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En el Hospital General, situado en la esquina de la calle de Atocha con la puerta del mismo nombre, donde dos mil enfermos franceses se salvaron esta mañana de verse degollados por el populacho, el mozo de sala Serapio Elvira, de diecinueve años, acaba de llegar de la calle trayendo a un compañero, maltrecho de un balazo que le fracturó dos costillas cuando ambos recogían heridos en Antón Martín. Dejando al compañero en manos de un cirujano, Elvira atraviesa el corredor atestado de heridos y agonizantes en busca de otro mozo que se atreva a salir a la calle. En ese momento, un practicante de cirugía sube dando voces por la escalera principal.

—¡Los gabachos quieren fusilar a los presos de las cocinas!

Serapio Elvira corre abajo, con otros, y encuentra allí a un sargento imperial que, con un pelotón de soldados, se lleva al zapador, los mozos y los enfermeros que hace rato pretendieron pasar a cuchillo a los franceses del hospital. Sin pensarlo dos veces, Elvira coge un trinchante y se arroja sobre el suboficial, que saca su espada y le da un sablazo. Cae herido el joven, desenvainan los otros soldados, y se les arrojan encima, en tropel, todos los mozos de la cocina —en su mayor parte asturianos— y algunos enfermeros y practicantes de cirugía que acuden al tumulto. De los españoles, además de Serapio Elvira, resulta muerto Francisco de Labra, de diecinueve años, y heridos sus compañeros Francisco Blanco Encalada, de dieciséis, Silvestre Fernández, de treinta y dos, y José Pereira Méndez, de veintinueve, así como el cirujano José Quiroga, el lavandero Patricio Cosmea, el mozo de patio Antonio Amat y el enfermero Alonso Pérez Blanco —que morirá de sus heridas días más tarde—. Pero entre todos hacen retroceder a los franceses, llenándolos de golpes y heridas. El marmitón Vicente Pérez del Valle, un robusto mozo de Cangas que empuña un hierro de asar, se enfrenta al suboficial hasta que éste suelta el sable y huye descalabrado con sus hombres.

—¡Gabachos hijos de la gran puta!… ¡No volváis aquí!

Pero los franceses vuelven, y con ansias de revancha. Tras pedir ayuda en el piso superior, el suboficial agredido —lleva ahora la cabeza vendada y viene ciego de cólera— regresa con un pelotón de granaderos, irrumpe en las cocinas a punta de bayoneta y señala a cuantos se distinguieron en la refriega. Se llevan de ese modo hacia la alcantarilla de Atocha, descalzos y en camisa, a Pérez del Valle, a otro mozo de cocina y a cinco practicantes de cirugía. En una declaración posterior sobre los sucesos del día, un testigo presencial, el juez Pedro la Hera, declarará que
«ninguno volvió al hospital ni jamás se supo de ellos»
.

El capitán Luis Daoiz está preocupado por la defensa del parque de artillería. La mayor parte de la gente que reclamaba fusiles, al abrírsele las puertas y hacerse con ellos se dispersó por la ciudad, dispuesta a combatir por su cuenta —muchos, poco familiarizados con las armas de fuego, sólo cogieron sables y bayonetas—. Entre Daoiz, el capitán Velarde y los otros oficiales han podido retener a algunos paisanos, convenciéndolos de que serán más útiles allí. En una viva discusión mantenida en la sala de banderas, confrontado el orgullo frío de Daoiz con los apasionados arrebatos de Velarde, este último se manifestó seguro de que, cuando en los otros cuarteles sepan que la lucha empieza en Monteleón, las tropas españolas saldrán a la calle.

—¿De qué sirve batirnos? —preguntaba uno de los compañeros, el capitán de artillería José Córdoba—. Somos cuatro gatos.

—Porque dando ejemplo animaremos a otros —fue la respuesta optimista de Velarde—. Ningún militar de honor se quedará cruzado de brazos, dejando que nos liquiden.

—¿Tú crees?

—Me va la vida en ello. O mejor dicho, nos va.

El escéptico Daoiz, siempre prudente y lúcido, duda que eso ocurra. Conoce el estado de apatía y desconcierto en que se encuentra el Ejército, así como la cobardía moral de los mandos superiores. Sabe perfectamente —lo sabía al tomar la decisión de entregar fusiles al pueblo— que quienes ocupan el parque, cuando peleen, lo harán solos. Por el honor, y punto. Además, pocos lugares hay en Madrid menos adecuados para una defensa eficaz. Monteleón no es cuartel sino edificio civil, o conglomerado de varios, antiguo palacio de los duques de Monteleón cedido por Godoy al arma de artillería: medio millón de pies cuadrados imposibles de defender, circunvalados por una tapia que ni siquiera es muro, tan alta como débil, que discurre recta y cuadrangular a lo largo de las Rondas en su parte posterior, por la calle de San Bernardo al oeste, por San Andrés al este, y al sur por San José. Lo dilatado del recinto, rodeado de casas y alturas que lo dominan, sin otra posición para observar el exterior que algunas ventanas del tercer piso del edificio —retirado de la tapia, sólo puede verse desde él un trecho de la calle de San José—, hace que la vigilancia de eventuales fuerzas enemigas deba efectuarse con centinelas en las casas próximas o en la calle, al descubierto. Además, excepto los Voluntarios del Estado y los pocos artilleros, la gente carece de disciplina y formación militar. Para colmo de males, según acaba de informar el sargento Rosendo de la Lastra, los cañones sólo disponen de diez cargas de pólvora encartuchadas y otras veinte que se preparan a toda prisa; y aunque sobran balas de todos los calibres, no hay saquetes ni botes de metralla. Con ese panorama, Luis Daoiz sabe que una victoria militar está descartada, y que cuanta acción emprenda no puede ser sino dilatoria. Una vez comience el ataque francés, lo que Monteleón aguante dependerá de la desesperación de quienes lo defiendan.

—Con su permiso, mi capitán —dice el teniente Arango—. Ya está la gente distribuida en escuadras, como ordenó…

El capitán Velarde se ocupa ahora de situarla en sus puestos.

—¿Cuánta hay?

—Poco más de doscientos civiles entre la calle y el parque, aunque todavía se nos une algún vecino del barrio… A eso hay que sumar los Voluntarios del Estado, los artilleros que teníamos aquí y la media docena de señores oficiales que han venido a reforzarnos.

—Trescientos, más o menos —concluye Daoiz.

—Sí, bueno… Quizá algunos más.

Arango, cuadrado ante Daoiz, aguarda instrucciones. El capitán observa su gesto preocupado por la enormidad de lo que preparan, y siente algún remordimiento. El joven oficial, ajeno a la conspiración, se encuentra allí porque esta mañana le tocaba estar de servicio, dolido al constatar que todo se organizó a sus espaldas. El comandante del parque ni siquiera sabe qué piensa Arango de la ocupación francesa, ni de las medidas que se toman, y desconoce sus opiniones políticas. Lo ve cumplir sus obligaciones, y es lo que cuenta. De cualquier modo, concluye, la suerte o el futuro de ese joven cuentan poco. No es el único imposibilitado de elegir hoy su destino, en Madrid.

—Haga traer cerca de la puerta dos cañones de a ocho libras y otros dos de a cuatro —le ordena Daoiz—. Limpios, cargados y listos para hacer fuego.

—No tenemos metralla, mi capitán.

—Ya lo sé. Que los carguen con bala. De todas formas, encargue a alguien buscar clavos viejos, balas de mosquete o lo que sea… Hasta las piedras de fusil pueden valer, y de ésas tenemos muchas. Que las metan en saquetes, por si acaso.

—A la orden.

El capitán observa a las mujeres que están en el patio, mezcladas con los civiles y los militares. En su mayor parte son familiares de soldados o de los paisanos armados: madres, esposas e hijas, vecinas de las calles próximas que han venido acompañando a los suyos. Bajo la dirección del cabo artillero José Montaño, algunas traen sábanas, colchas y manteles, y rasgándolos hacen en el patio una pila de hilas y vendas para cuando empiece a caer gente. Otras abren cajas de munición, meten manojos de cartuchos en capazos y cestos de mimbre, y los llevan a los hombres que se parapetan en los edificios del parque o en la calle.

—Otra cosa, Arango. Procure sacar a esas mujeres de ahí antes de que lleguen los franceses… Éste no es sitio para ellas.

El teniente suspira hondo.

—Ya lo he intentado, mi capitán. Y se ríen en mi cara.

Frente a la puerta del parque y con talante muy distinto al de Luis Daoiz, el infatigable Pedro Velarde supervisa la distribución de los tiradores, seguido por las sombras fieles de los escribientes Rojo y Almira. Su presencia y el calor convencido que derrocha a cada paso animan a militares y a paisanos, que lo secundan con fervor, dispuestos a seguirlo al mismo infierno. El capitán de estado mayor —hoy lo demuestra de sobra— es de los raros jefes capaces de inflamar a la gente bajo su mando. Hasta puede aprenderse de memoria, en el acto, los nombres de todos sus subordinados y dirigirse a ellos, incluidos los civiles más torpes y bisoños, como si hubiesen luchado juntos toda la vida.

—¡Les vamos a dar a los franceses con todo lo que tenemos! —dice de grupo en grupo, mientras se frota las manos—. ¡Esos mosiús no saben la que les espera!

Por todas partes sus palabras confortan a la gente, que hace punto de honra en cumplir las órdenes. Así, con el estímulo y la actitud resuelta del capitán, aquellos paisanos desorientados, las partidas anárquicas hechas de gente casi toda humilde, comerciantes modestos, artesanos, chisperos, mozos, criados y vecinos que empuñan un fusil por primera vez en sus vidas —algunos sintieron flaquear su ánimo al ver marcharse, una vez armados, a la mayor parte de quienes los acompañaban en la calle—, toman conciencia de grupo, se organizan y apoyan unos a otros, atienden las instrucciones y acuden con buen talante donde se les requiere.

—Hay que arrimar esos andamios a la tapia del parque, junto a la puerta, para que nuestra gente pueda asomarse y disparar por encima… ¿Le parece bien, Goicoechea?

—Sólo podrán encaramarse cuatro o cinco.

—Cuatro o cinco fusiles ahí son un mundo.

—A la orden.

De acuerdo con el capitán de Voluntarios del Estado, Velarde ha dividido en dos a los soldados traídos del cuartel de Mejorada, reforzándolos con cuadrillas de paisanos. Quince de los treinta y tres fusileros, bajo el mando del teniente José Ontoria y el subteniente Tomás Bruguera, vigilan la parte trasera del recinto —las cocinas, los talleres y las cuadras, contiguas a la calle de San Bernardo y a la Ronda—. El resto, del que se harán cargo Goicoechea y su ayudante Francisco Alveró cuando empiece el combate, ocupa las pocas ventanas que dan a la fachada principal, la puerta del parque y la calle de San José, con gente de la partida de paisanos reunida por el oficial de obras Francisco Mata. A los demás civiles los deja Velarde bajo el mando de quienes vinieron acaudillándolos, pero con supervisión de los capitanes Cónsul, Córdoba, Rovira y Dalp. De ese modo los sitúa junto a la tapia y en los edificios particulares que hay al otro lado de la calle, al abrigo de portales y zaguanes o parapetados con muebles, fardos, colchones y cuanto amontonan los vecinos. También destaca avanzadillas de paisanos en la esquina de San Bernardo, la calle de San Pedro, que desemboca junto al convento de las Maravillas —el edificio de las monjas carmelitas está frente a la puerta principal del parque—, y la esquina de la calle Fuencarral, con órdenes de avisar cuando aparezcan enemigos. En ese último punto, Velarde sitúa la partida del estudiante asturiano José Gutiérrez, al que acompañan, entre otros, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Sus órdenes son dar aviso, replegarse y entrar en las casas próximas para combatir allí.

—Sobre todo, que nadie dispare sin órdenes. En cuanto vean enemigos, se retiran ustedes con mucha cautela y vienen a avisar. Es mejor pillarlos desprevenidos… ¿Está claro?

—Clarísimo, mi capitán. Ver, callar y volver a contarlo.

—Justo. Así que hala, espabilen. Y viva España.

—¡Viva!

—¿Qué hacemos nosotros, señor capitán?

Velarde se vuelve hacia otro grupo que aguarda instrucciones: la partida de José Fernández Villamil, el hostelero de la plazuela de Matute, cuya gente —José Muñiz Cueto y su hermano Miguel, otros mozos de la hostería, algunos vecinos del barrio y el mendigo de Antón Martín— llegó armada por su cuenta, tras apoderarse de fusiles del retén de Inválidos de las Casas Consistoriales. El hostelero y los suyos son de los pocos civiles presentes en el parque que han olido hoy la pólvora, batiéndose en varios lugares de la ciudad. Esa experiencia les da aplomo. Incluso, le cuenta Fernández Villamil al capitán de artillería, su mozo José Muñiz mató de un tiro a un oficial francés. Al escuchar aquello, Velarde asiente y felicita a Muñiz. Sabe lo que significa el elogio de un superior, sobre todo viniendo de un militar y en estas circunstancias. Con lo que se avecina.

—Díganme una cosa… ¿Se ven capaces de aguantar en la calle, a pecho descubierto?

—Espere y lo verá —gallea el hostelero.

—La duda ofende —apunta otro.

Velarde sonríe aprobador, procurando poner cara de que lo han impresionado. Está en su salsa.

—No se hable más, porque voy a encomendarles una misión crucial… De momento embósquense enfrente, en el huerto de las Maravillas, sin pegar un tiro hasta que empiece el fuego en serio. Tenemos intención de sacar luego los cañones a la calle, y hará falta quien nos proteja. Cuando eso ocurra, ustedes salen del huerto y se tumban en la acera, unos apuntando hacia Fuencarral y otros hacia San Bernardo. ¿Entendido?… Así impedirán que los tiradores franceses se acerquen y disparen contra nuestros artilleros.

—¿Y por qué no sacamos ya los cañones? —pregunta con mucho desparpajo el mendigo de Antón Martín.

Los escribientes Rojo y Almira, que siguen pegados a Velarde, estudian al mendigo con ojo crítico: nariz roja de vino, calzón sucio y chupa vieja sobre una camisa llena de mugre. Los dedos que aferran el mosquete reluciente tienen las uñas rotas y negras. Pero Velarde sonríe con naturalidad. Es un hombre más, a fin de cuentas. Un fusil, una bayoneta y dos manos. Esta mañana no sobra nada de eso.

—Es pronto para arriesgarlos sin saber por dónde vendrá el ataque —responde, paciente—. Los sacaremos cuando tengamos claro dónde disparar.

Fernández Villamil y los otros miran al artillero, entusiasmados. Todos muestran una confianza ciega.

—¿Vendrán más militares, señor capitán?

—Por supuesto —responde Velarde, impasible—. En cuanto empiecen los tiros… ¿Imaginan que nos van a dejar solos peleando?

—¡Claro que no!… ¡Cuente con nosotros, mi capitán!… ¡Viva el rey Fernando! ¡Viva España!

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