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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (38 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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No, Katie nunca era ridícula. Siempre movía sus bien formadas aunque maltrechas manos con seguridad, ya fuera para colocar en un vaso de agua una flor tras quebrar el tallo con un certero movimiento, o para escurrir un trapo de una sola retorcida, la mano derecha para un lado, la izquierda para el otro, simultáneamente. Cuando hablaba, decía la verdad directa y sin rodeos. Y sus pensamientos transitaban por una senda recta, inflexible.

Katie dijo:

—Neeley es demasiado grande ya para dormir en el mismo cuarto que su hermana. De modo que he arreglado el cuarto que… —apenas si alcanzó a titubear— vuestro padre y yo usábamos. Ahora es el dormitorio de Neeley.

Los ojos de Neeley parecieron saltar en busca de los de su madre. ¡Un cuarto para él solo! Dos sueños se realizaban, pantalones largos y un cuarto… Pero de pronto se le ensombreció la mirada al recordar por qué estos sueños se hacían realidad.

—Y yo compartiré tu cuarto, Francie.

El tacto instintivo de Katie la llevó a expresarse así en vez de decir: «Tú dormirás en mi cuarto».

«Hubiese deseado tener un cuarto para mí sola —pensó Francie con un acceso de celos—, pero está bien, puesto que se lo dan a Neeley. No hay más que dos dormitorios, y él no podría dormir con mamá».

Adivinando los pensamientos de Francie, Katie le dijo:

—Y cuando haga más calor, Francie podrá dormir en el salón. Pondremos allí tu cama plegable con un lindo cubrecama durante el día y quedará como una salita privada. ¿Qué te parece, Francie?

—Perfecto, mamá.

Al cabo de un rato mamá agregó:

—Hemos olvidado la lectura estas últimas noches, pero ahora la reanudaremos.

«De modo que las cosas seguirán como si nada», pensó Francie, algo sorprendida, mientras alcanzaba la Biblia que estaba sobre la chimenea.

—Como no celebramos la Navidad este año, podríamos saltar las páginas que corresponde leer y pasar al nacimiento del Niño Jesús. Leeremos por turno. Empieza tú, Francie.

Francie leyó:

—«Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días en que Ella había de parir.

»Y parió a su Hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada».

Katie suspiró repentinamente. Francie interrumpió su lectura y la miró con inquietud.

—No pasa nada, continúa leyendo —dijo Katie, y pensó: «No, no pasa nada, ya es hora de que lo note».

El feto hizo otro movimiento en sus entrañas. ¿Sería porque sabía que esta criatura estaba en camino que dejó de beber en sus últimos días? Ella le había susurrado el secreto al oído. ¿Acaso había tratado de reformarse al enterarse? ¿Había fallecido a causa del esfuerzo por ser más digno?

—Johnny… Johnny… —suspiró otra vez.

Y leyeron, por turnos, la historia del nacimiento de Jesús, y mientras pensaban en la muerte de Johnny. Pero todos ocultaban sus pensamientos.

Cuando llegó la hora de que los niños se fueran a dormir, Katie hizo algo inusitado en ella. Inusitado porque no era una mujer de carácter comunicativo. Juntó a sus dos hijos en un solo abrazo y los besó al darles las buenas noches.

—A partir de hoy —dijo— seré madre y padre para vosotros.

XXXVIII

Poco antes que terminaran las vacaciones de Navidad, Francie anunció a su madre que no tenía intención de volver al colegio. —¿Ya no te gusta la escuela? —Sí, me gusta, pero ya tengo catorce años y puedo conseguir el permiso de trabajo fácilmente.

—¿Por qué quieres ir a trabajar? —Para ayudarte.

—No, Francie. Quiero que vuelvas a la escuela para que te gradúes. Sólo faltan pocos meses. Junio llegará antes de que te des cuenta. En verano puedes conseguir el permiso, y quizá Neeley también. Pero los dos ingresaréis en el instituto en otoño. De modo que olvídate del permiso de trabajo y vuelve a la escuela.

—Pero, mamá, ¿cómo nos arreglaremos hasta el verano? —Ya saldremos a flote.

Katie no estaba tan segura como parecía. Echaba de menos a Johnny por más de una razón. Johnny nunca había trabajado con regularidad, pero sus empleos ocasionales de los sábados o domingos por la noche llevaban tres dólares a casa. Además, en los peores momentos, Johnny sabía sobreponerse y sacarlos del apuro. ¡Pero ahora ya no estaba!

Katie pasó revista a la situación. Podía pagar el alquiler mientras contase con lo que ganaba limpiando los tres pisos. Neeley llevaba un dólar y medio a la semana, resultado del reparto de periódicos. Esto alcanzaba para el carbón siempre que se limitase a encender la estufa únicamente de noche. Un momento. Había que deducir veinte centavos semanales para el seguro. (Katie estaba asegurada por diez centavos semanales y cada uno de los niños por cinco centavos). Bueno, eso se solucionaría acostándose un poco más temprano para ahorrar carbón. ¿Y ropa? Ni pensar en ella. Afortunadamente, Francie tenía zapatos nuevos y Neeley su traje. El problema más arduo era la comida. Tal vez la señora McGarrity quisiera emplearla como lavandera. Un dólar más por semana. Buscaría también otros trabajos de limpieza. Sí, de algún modo se arreglarían.

Ya estaban a finales de marzo. Katie tenía el vientre abultado (esperaba el bebé para mayo). Las señoras para quienes trabajaba hacían muecas y apartaban la vista cuando la veían así, con su abultado abdomen contra la tabla de planchar, en las cocinas, o de rodillas fregando suelos. Por piedad empezaron a ayudarla. Pronto se convencieron de que estaban pagando a una mujer para trabajar, pero que ellas eran las que hacían la mayor parte de las tareas. De modo que una tras otra le dijeron que no la necesitaban más.

Llegó el día en que Katie no tuvo con qué pagar al cobrador del seguro. Era un viejo amigo de la familia Rommely y sabía por lo que estaba pasando Katie.

—No puedo permitir que usted deje vencer sus pólizas, señora Nolan, sobre todo habiendo usted cumplido con puntualidad durante tantos años.

—No me diga que me las quitarán por atrasarme un poco en el pago.

—Yo no, pero la compañía sí lo haría. ¿Por qué no rescata las pólizas de sus hijos?

—No sabía que eso era factible.

—Poca gente lo sabe. Dejan de pagar sus cuotas y la compañía no te dice ni pío. Pasa el tiempo y la compañía se queda con el dinero de las cuotas pagadas. Perdería mi empleo si supiesen que le estoy dando esta información. Sin embargo, yo lo veo así: aseguré a su padre, a su madre, a todas las muchachas Rommely y a sus maridos e hijos, y no sé, pero he llevado y traído tantos mensajes sobre nacimientos, enfermedades y defunciones, que hasta me considero de la familia.

—No sé lo que haríamos sin usted.

—Esto es lo que debe hacer, señora Nolan: rescate las pólizas de sus hijos, pero guarde la suya. En el caso de que algo le sucediera a alguno de ellos, que Dios no lo permita, ya encontraría usted cómo enterrarlo. En cambio, si le pasara algo a usted, que Dios tampoco lo permita, no podrían enterrarla sin el dinero del seguro, ¿no es así?

—No, no podrían. Tengo que conservar mi seguro. No quisiera que me enterraran como a un pordiosero en el cementerio comunal. Eso sería una lacra que no podrían quitarse jamás ni ellos, ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos. De modo que seguiré su consejo: conservaré mi seguro y rescataré los de mis hijos. Indíqueme qué debo hacer.

Los veinticinco dólares que Katie rescató de las pólizas de sus hijos le duraron hasta terminar el mes de abril. Faltaban cinco semanas para el parto, y ocho para que Francie y Neeley se graduaran. De un modo u otro se veía en la obligación de tener que ingeniárselas para pasar aquellas ocho semanas.

Las tres hermanas Rommely estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina de Katie, de conferencia.

—Yo te ayudaría si pudiera —dijo Evy—, pero sabes que Willie no ha quedado bien desde que el caballo le coceó. Es impertinente con el jefe, no se lleva bien con los peones y ningún caballo quiere dejarse manejar por él. Ahora le han puesto a trabajar en la cuadra limpiando estiércol y amontonando las botellas rotas, le han rebajado la paga a dieciocho dólares a la semana, y eso no alcanza para mucho con tres hijos. Yo estoy buscando algún trabajo de una o dos horas diarias.

—Si a mí se me ocurriese algo… —empezó Sissy.

—No —dijo Katie con firmeza—, bastante haces con haberte llevado a nuestra madre a vivir contigo.

—Tienes razón —dijo Evy—. A Katie y a mí nos afligía mucho que viviera sola en un cuarto y tuviera que hacer trabajos de limpieza para ganar unos cuantos centavos.

—Mamá no supone un gasto y no me incomoda en lo más mínimo, y a mi John no le molesta que viva en casa. Claro está que él no gana más de veinte dólares a la semana. Y ahora tengo la criatura. Yo quería volver a trabajar en la fábrica, pero mamá está demasiado vieja para encargarse de la casa y de la niña. Ya tiene ochenta y tres años. Si fuera a trabajar tendría que emplear a alguien para que cuidase de mamá y de la niña. Aunque con un empleo podría ayudarte, Katie.

—No puedes hacerlo, Sissy. No hay modo de hacerlo —dijo Katie.

—Sólo se puede hacer una cosa —terció Evy—. Que Francie deje la escuela y consiga su permiso de trabajo.

—No, quiero que sigan estudiando a toda costa. Mis hijos serán los primeros de la familia Nolan en tener diplomas.

—Pero los diplomas no se comen —contestó Evy.

—¿No tienes algún amigo que pueda sacarte de apuros? Eres una mujer muy bonita —preguntó Sissy.

—O lo serás, cuando recuperes tu esbeltez —puntualizó Evy.

Katie pensó en el sargento McShane.

—No, no tengo amigos, para mí sólo existió Johnny.

—Creo que Evy tiene razón, entonces —dijo Sissy—. No me gusta decirlo, pero no hay más remedio que poner a Francie a trabajar.

—Si no termina la escuela, no podrá entrar nunca en el instituto —protestó Katie.

—En fin —concluyó Evy—, siempre está la Sociedad Católica de Beneficencia.

—Si tengo que aceptar caridad, cerraré las puertas y ventanas y, cuando los niños estén dormidos, abriré todas las válvulas de gas del piso.

—No hables así —dijo Evy severamente—. ¿Acaso no deseas vivir?

—Sí, deseo vivir, pero para algo, no quiero vivir para obtener alimento por caridad que me dé fuerzas suficientes para poder volver a conseguir más alimentos por caridad.

—Entonces volvemos a lo mismo —afirmó Evy—. Francie tiene que salir a trabajar. Digo Francie, porque Neeley sólo tiene trece años y no podrá conseguir el permiso de trabajo.

Sissy apoyó una mano en el brazo de Katie y le dijo:

—No será tan duro. Francie es inteligente, lee mucho y ella misma se instruirá, quieras que no.

Evy se puso en pie.

—Debo irme.

Puso una moneda de cincuenta centavos sobre la mesa. Anticipándose a la negativa de Katie, dijo en tono sentencioso:

—No creas que es un regalo. Espero que me lo devuelvas cuando estés en condiciones.

Katie sonrió.

—No tienes por qué hablar de esa forma. No me importa aceptar dinero de mis hermanas.

Sissy tomó un camino más corto. Al inclinarse para dar a Katie un beso de despedida, le deslizó un dólar en el bolsillo del delantal, y le dijo:

—Si me necesitas, me mandas llamar y vendré enseguida, aunque sea de noche. Pero manda a Neeley. No es muy seguro para una chica andar por las calles oscuras frente a los corralones de carbón.

Katie se quedó sola, sentada a la mesa de la cocina, hasta muy avanzada la noche.

«Necesito dos meses… sólo dos meses. ¡Dios mío! Dame dos meses, es tan poco tiempo. Mientras habrá nacido mi hijo y podré trabajar otra vez. Los niños habrán pasado los exámenes y se habrán graduado. Cuando soy dueña de mi inteligencia y de mi cuerpo no necesito pedirte nada, Dios mío. Pero ahora mi cuerpo es el que manda y por eso tengo que implorar tu ayuda. Dos meses…, nada más que dos meses».

Esperaba sentir la llama de la comunión con Dios. Pero esa llama no se hizo sentir. Probó otra vez.

«María Santísima, Madre de Jesús, tú sabes lo que es. Fuiste madre, María Santísima…».

Esperó, pero nada.

Colocó sobre la mesa el dólar de Sissy junto con los cincuenta centavos de Evy.

«Esto alcanzará para tres días —pensó—. ¿Y después?».

Y sin darse cuenta siquiera murmuró:

—Johnny, donde sea que estés, anímate una vez más. Una vez más Esperó, y esta vez la llama se hizo sentir.

Y sucedió que Johnny los ayudó.

McGarrity, propietario del bar, no podía alejar de sus pensamientos la memoria de Johnny. No por remordimiento de conciencia. Nada de eso. Él no presionaba a nadie para que acudiera al bar. Aparte, claro está, de mantener las bisagras de las puertas batientes bien lubricadas, de modo que se abrieran a la más leve presión, no se valía de más artimañas que sus competidores. Los bocadillos que se servían gratis con las bebidas no superaban los de los otros establecimientos, y no había ningún halagador entretenimiento, salvo los que espontáneamente proporcionaban los mismos parroquianos. No era un caso de conciencia.

Echaba de menos a Johnny. He aquí la razón. Le había gustado que Johnny frecuentase su bar, porque le imprimía cierto carácter y valía la pena ver la esbelta y joven silueta recostada contra el mostrador, entre los camioneros y obreros de pico y pala.

Seguramente —llegó a la conclusión McGarrity— Johnny Nolan bebía más de la cuenta. Pero de no haberlo hecho allí habría sido en otro lugar. Sin embargo, no era pendenciero. Cuando tomaba unas cuantas copas de más no gritaba ni armaba escándalo.

Sí, Johnny había sido un buen tipo.

Lo que McGarrity añoraba era la conversación de Johnny.

«¡Qué bien hablaba! —pensó—. Por ejemplo, recuerdo sus descripciones de los sembrados algodoneros allá en el Sur, o de las costas de Arabia, o las praderas bajo el brillante sol de Francia, como si hubiera estado allí en vez de repetir lo que decían las canciones que sabía. ¡Cómo me gustaba oírle hablar de esas tierras lejanas! Pero lo que más me agradaba era cuando tocaba temas referentes a su familia».

McGarrity soñaba con que tenía una familia. Esta familia de sus sueños vivía lejos del bar. Tan lejos que tenía que tomar un tranvía para llegar allí de madrugada, después de cerrar el bar. La suave esposa que soñaba le esperaba levantada, con café bien caliente y algo apetitoso para comer. Después de comer hablaban… hablaban de cosas ajenas al bar. Tenía hijos de ensueño: limpios, bonitos, inteligentes, que iban creciendo avergonzados de que su padre tuviese un bar. Le enorgullecía esa vergüenza, porque demostraba que él tenía la habilidad de engendrar hijos de gustos refinados.

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