Read Un anillo alrededor del Sol Online
Authors: Clifford D. Simak
—No sé cuál podría ser el nuevo factor. La raza humana sigue siendo humana. Siempre se ha peleado. Hace cuarenta años ponían fin a la peor de las guerras que se han librado en la historia.
—Y desde entonces se han sucedido las provocaciones y las guerras locales, pero no se repitió la guerra mundial. ¿Podría decirme la causa?
—No, no puedo.
—Yo lo he pensado mucho —dijo el señor Flanders—. Aunque sin prestar demasiada atención, claro está. Y se me ocurre que debe haber un factor nuevo.
—Miedo, tal vez —sugirió Vickers—. Miedo a esas armas terribles.
—Eso podría ser —admitió Flanders—. Pero el miedo es algo extraño. Tanto sirve para evitar una guerra como para provocarla. Es posible que el miedo, por si, obligue a la gente a luchar para deshacerse de él, y ya estaríamos en guerra. No, señor Vickers, no creo que el miedo solo baste para justificar la paz.
—¿Usted se refiere a algún factor psicológico?
—Podría ser. O a cierta intervención.
—¡Intervención! ¿Y quién podría intervenir?
—No sabría decírselo, pero esa idea no es nueva para... Y no sólo en este aspecto. Si retrocedemos más o menos noventa años, descubriremos que algo pasó en el mundo por entonces. Hasta esa época el hombre había avanzado casi enteramente por las rutas antiguas. Aquí y allá había algunos progresos y ciertos cambios, pero no muchos. Escaseaban sobre todo los cambios de pensamiento, y eso es lo que importa.
»De pronto la humanidad dejó de arrastrar los pies para lanzarse al galope. Se inventaron el automóvil, el teléfono, el cine y las máquinas voladoras. Aparecieron la radio y otros chismes que caracterizaron el primer cuarto de siglo.
»Pero se trataba en su mayoría de progresos pura y simplemente mecánicos, de sumar dos mas dos para obtener cuatro. En el segundo cuarto de siglo la física tradicional fue desplazada por un nuevo tipo de pensamiento; y éste admitió su ignorancia ante los átomos y los electrones. De eso surgieron teorías, la física atómica y todas las probabilidades que hoy en día siguen siendo probabilidades.
»Creo que ése fue el paso principal: que los físicos, después de haber creado pulcros cubículos de saber, después de haber ordenado el conocimiento clásico para que entrara en ellos, tuvieran el coraje de confesar su ignorancia ante el comportamiento de los electrones.
—Usted trata de decir que algo desvió a la humanidad de sus senderos —dijo Vickers—. Pero ésa no fue la única oportunidad. Antes existió el Renacimiento y la Revolución Industrial.
—No dije que fuera la única oportunidad —respondió Flanders—. Sólo dije que así ocurrió. El hecho de que haya pasado anteriormente, con ligeras diferencias, probaría que no es un mero accidente sino cierto ciclo, cierta influencia que opera sobre la raza humana. ¿Qué es lo que impulsa a una civilización tesonera y lenta para lanzarla al galope tendido? Y en este caso al menos, ¿qué la mantiene en carrera por casi cien años sin señales de debilitamiento?
—Usted habló de intervención —dijo Vickers—. Tiene en la mente alguna fantasía descabellada, ¿los marcianos, tal vez?
El señor Flanders meneó la cabeza.
—No creo que sean marcianos. No lo creo. Seamos un poco más generales.
Señaló con el cigarrillo el cielo abierto por sobre el cerco y los árboles, todas las estrellas que titilaban en la noche.
—Por allá debe haber grandes reservas de conocimiento. En muchos lugares del espacio, más allá de nuestra tierra, han de existir seres pensantes capaces de crear un conocimiento que ni siquiera soñamos. Una parte de él puede ser aplicable a los humanos, a la Tierra; la mayor parte, no.
—¿Sugiere que alguien, desde allá arriba...?
—No —respondió el señor Flanders—. Sugiero que el saber está allá, esperando, esperando que vayamos en su búsqueda.
—Pero si aún no hemos llegado a la luna...
—Tal vez no hagan falta los cohetes. Quizá no es necesario ir en carne y hueso para lograrlo. Podríamos llegar con la fuerza mental.
—¿Por medio de la telepatía?
—Algo así. Quizás el nombre sea adecuado. Una mente que hurga e investiga, una mente en busca de otra mente. Si la telepatía existe, la distancia no representaría dificultad alguna: un kilómetro o un año luz, ¿qué importaría? Pues la mente no es un objeto físico. No está sujeta (o no debería estarlo) a las leyes según las cuales nada puede exceder la velocidad de la luz.
Vickers soltó una risa intranquila. Un insecto invisible, un insecto de patas múltiples, le trepaba lentamente por el cuello.
—Está bromeando, ¿verdad?
—Tal vez —admitió el señor Flanders—. Tal vez soy un viejo excéntrico que ha encontrado quién lo escuche sin reírse demasiado.
—Pero ese conocimiento del que usted habla. No hay pruebas de que pueda ser aplicado, ni ahora ni en el futuro. Sería extraño a nosotros; involucraría una lógica extraña, se aplicaría a problemas extraños también y se basaría en conceptos igualmente extraños, que nos serían incomprensibles.
—En gran parte, es posible —replicó el visitante—. Habría que tamizar y cernir. Quedaría mucha hojarasca, pero al cabo encontraríamos algunas almendras. Se podría encontrar, por ejemplo, una manera de eliminar la fricción, y en ese caso sería posible fabricar máquinas que duraran por siempre y se obtendrían...
—Un momento —saltó Vickers, con los nervios en tensión—, ¿adónde quiere llegar? ¿qué es eso de máquinas eternas? eso ya existe. Precisamente esta mañana estaba hablando con Eb, y él me hablaba de...
—De un automóvil. Y a eso precisamente me refiero, señor Vickers.
Cuando el señor Flanders se hubo marchado Vickers permaneció largo rato sentado en el porche, fumando cigarrillo tras cigarrillo mientras contemplaba la franja de cielo visible entre el cerco y el alero del porche..., el cielo y su cristalina pincelada de estrellas. Uno era incapaz de percibir el tiempo y la distancia que se abrían entre las estrellas.
Flanders: un viejo de chaqueta raída y bastón lustrado, que hablaba de un modo extraño y pomposo, sugiriendo otros tiempos y otras culturas. ¿Qué sabía él, qué podía saber sobre las estrellas?
Cualquiera podía imaginar una charla como ésa. ¿Cómo se había expresado? "Lo he pensado mucho, aunque sin prestar demasiada atención." Así debía ser: un anciano excéntrico sin nada que hacer, salvo dedicarse a pensamientos errabundos con los que huía de una vida vieja y descolorida.
"Vamos, también yo estoy especulando", se dijo Vickers, "pues no hay modo de saber qué clase de vida ha llevado este anciano".
Se levantó para entrar a la sala. Apartó la silla del escritorio y se sentó ante la máquina de escribir; ésta lo acusó de perder el tiempo, de haber perdido un día entero, y señaló con dedo acusador la pila de originales, que habría sido algo más alta si él se hubiera quedado a trabajar.
Tomó unas cuantas páginas y trató de leer, pero no logró cobrar interés. Lo asaltó entonces el terror de haberse enfriado, de haber perdido la chispa que lo impulsaba, día tras día, a volcar sobre el papel las palabras que debían ser escritas. Que debían ser escritas, literalmente, como si al hacerlo se purgara de una confusión siempre al acecho en su mente, como si escribirlas fuera una condición para existir.
Había dicho que no tenía interés en escribir el libro de Crawford. En verdad no lo tenía. Quería volver a su casa y aumentar la pila de originales que le esperaba sobre el escritorio. Pero no era ésa la única razón; había algo más. Aunque Ann se burlara de él, había tenido un presentimiento, una sensación de temor y de peligro, como si algún otro yo estuviera a su lado, advirtiéndole que se apartara de aquello.
No era lógico, claro; no había razones para sentir temor ni para rechazar el trabajo. El dinero le habría venido bien, tan bien como a Ann el porcentaje. No había lógica ni sentido alguno en rechazarlo. Y sin embargo, sin vacilar ni por un instante, había dicho que no.
Volvió a dejar las hojas sobre la pila y se levantó, poniendo la silla nuevamente contra la mesa.
Como si el susurro de las patas sobre la alfombra hubiera sido una señal, se produjo un leve rumor de carrera entre dos rincones oscuros. Después se hizo un silencio profundo, una perfecta quietud. Por la puerta abierta le llegó el susurro de la viña, que rozaba el toldo del porche al balancearse lentamente, hamacada por el viento. En seguida cesó también su balanceo; la casa quedó sumida en un silencio mortal, casi artificioso, como si aguardara un suceso inminente.
Vickers se volvió lentamente para observar el cuarto; lo hizo con toda cautela, en un esfuerzo exagerado y casi ridículo por no hacer ruido; quería mirar el rincón de donde había surgido el susurro sin que su maniobra fuera notada.
Allí no quedaban ratones. Joe los había matado mientras él estaba en la ciudad. Y si no quedaban ratones, no podía haber carreras entre rincón y rincón. Joe había dejado una nota; estaba aún junto a la lámpara del escritorio, y en ella prometía pagarle cien dólares al contado por cada ratón que encontrara en la casa.
El silencio se prolongaba; era más que mero silencio: una perfecta inmovilidad, como si todo aguardara sin respirar.
Vickers movió tan sólo los ojos para examinar el cuarto. Tenía la sensación de que si giraba la cabeza le crujiría el cuello, traicionándolo ante cualquier posible peligro. Escudriñó en especial las zonas oscuras de los rincones, bajo los muebles, todos aquellos sitios sombreados adonde la luz no llegaba. Sus manos se alargaron furtivamente hacia los bordes del escritorio: necesitaba aferrarse a algo sólido para no sentirse tan angustiosamente solo y paralizado.
En ese momento rozó con los dedos un objeto metálico. Debía ser el pisapapeles que había retirado de sobre los originales al sentarse, un momento antes. Cerró la mano en torno a él y lo ocultó en el hueco de la palma: ya tenía un arma.
En el rincón, junto al sillón amarillo, había algo. Parecía carecer de ojos, pero él supo que lo estaba observando. Ese algo no sabía que Vickers lo había detectado o aparentaba no saberlo. De cualquier modo su ignorancia acabaría de inmediato.
—¡Ya! —exclamó Vickers.
La palabra surgió de sus labios como un disparo de cañón. Echó el brazo derecho hacia atrás y hacia arriba. El pisapapeles, girando sobre sí mismo, se estrelló contra el rincón.
Hubo un fuerte crujido y después un ruido de piezas metálicas que rodaban por el suelo.
Encontró muchos tubos pequeños aplastados y una intrincada masa de alambres, doblados o partidos, y extraños discos de cristal, quebrados y astillados, y finalmente la armazón metálica que contenía los tubos, los alambres, los discos y muchas otras piezas metálicas de misterioso origen, que no pudo reconocer.
Vickers arrimó la lámpara del escritorio hacia si, para que la luz cayera sobre el puñado de piezas que había recogido del suelo. Extendió el índice y las removió con tiento, escuchando el tintineo que emitían al entrechocar.
No se trataba de ratones, sino de otra cosa, otra cosa que acechaba en la noche, sabiendo que él la tomar por un ratón; y ese algo había asustado al gato y no caía en las trampas.
Tal vez se trataba de un artefacto electrónico, a juzgar por los tubos y los alambres. Vickers volvió a remover las piezas con un dedo curioso, volvió a escuchar su tintineo.
"Un espía electrónico", se dijo. Un objeto escurridizo y atento, que observaba cada uno de los gestos, un objeto capaz de grabar cuanto oía y veía, para rendir cuentas más tarde o para transmitir directamente el material conseguido. Pero ¿a quién se lo transmitiría? ¿y por qué? Tal vez no fuera un objeto espía, después de todo. Quizá se trataba se otra cosa, algo más simple o más perverso. Si hubiese sido un artefacto para ver y escuchar, instalado allí a fin de espiarlo, no se habría dejado atrapar. Hasta entonces Vickers no había visto ninguno; sin embargo llevaba meses enteros oyendo los pasos furtivos y las precipitadas huidas de lo que tomara por ratones. Cualquier artefacto espía estaría tan bien construido que sería capaz de mantenerse fuera de su vista, además de observarlo. Su eficacia dependía de que pasara desapercibido. No podía permitirse un descuido. Permanecería oculto, a menos que quisiera mostrarse.
A menos que quisiera mostrarse.
En el momento de escuchar el ruido él había estado ante el escritorio. Acababa de levantarse y de empujar la silla hacia adelante. Si el artefacto no hubiese corrido de rincón a rincón él jamás lo hubiera detectado. Y no tenía motivos para correr, pues el cuarto estaba en sombras, iluminado sólo por la lámpara del escritorio; además, en ese momento Vickers daba la espalda a la habitación.
Tuvo entonces la helada certeza de que el artefacto había querido ser detectado, atrapado en el rincón y hecho trizas con el pisapapeles. Había corrido deliberadamente para llamar la atención, y una vez logrado esto no trató de escapar.
Vickers se sentó unte el escritorio. Sintió que la frente se le cubría de sudor frío, pero no movió un dedo para enjuagarlo.
El artefacto había querido darse a conocer.
No se trataba del artefacto, naturalmente, sino de aquello que se ocultaba tras él, el ser o el objeto que lo había instalado en su casa. Llevaba meses acechando y escurriéndose para observar y escuchar. En ese momento el espionaje había llegado a su fin y era tiempo de otra cosa; era tiempo de hacer saber a Vickers que estaba bajo observación.
Pero ¿quién era el responsable, y a qué se debía aquello?
Luchó contra el pánico frío y desatado que se elevaba en su interior y se obligó a permanecer sentado en la silla. En algún momento de ese mismo día había de estar la clave. En alguna parte estaba la clave, y él debía reconocerla. Uno de los sucesos de esa jornada había inspirado a la agencia oculta tras el objeto espía la decisión de dejarle saber.
Repasó los acontecimientos del día, ordenándolos mentalmente como si los tuviera escritos en un cuaderno.
La niñita que había desayunado con él.
El recuerdo de un paseo disfrutado veinte años antes.
El artículo del periódico sobre la existencia de mundos múltiples.
Las mujeres que habían charlado en el asiento trasero del ómnibus y la señora Leslie, que estaba organizando un club.
Crawford y su historia sobre el mundo acorralado.
Las casas en venta a quinientos dólares por habitación.