Un ambiente extraño (26 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Un ambiente extraño
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Muerteadoc: una imagen vale más que mil palabras

 

Me apresuré a mirar si seguía conectado y me lo encontré aguardándome plácidamente en el ciberespacio. Escribí mi respuesta.

Scarpetta: ¿Qué tipo de trato quieres hacer?

 

No respondió inmediatamente. Me pasé cuatro o cinco minutos con la vista clavada en la pantalla. Luego volvió.

Muerteadoc: no hago tratos con traidores yo doy desinteresadamente qué crees que le ocurre a esa clase de gente

Scarpetta: ¿Por qué no me lo dices tú?

Se produjo un silencio. Vi cómo salía del canal y regresaba al cabo de un minuto. Estaba borrando sus huellas. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo.

 

Muerteadoc: creo que ya lo sabes Scarpetta: No lo sé. Muerteadoc: ya te enterarás

Scarpetta: He visto las fotografías que mandaste. No eran muy nítidas. ¿Qué te proponías con ellas?

Pero no respondió. Me sentía lenta y torpe. Lo tenía, pero no lograba captar su atención. No conseguía que se mantuviera conectado. Cuando empezaba a invadirme la frustración y el desánimo, apareció otro mensaje urgente en la pantalla de mi ordenador. Esta vez era la brigada quien me lo mandaba.

 

Quincy: STK Scarpetta. Aún tengo que estudiar ese caso con usted. El de la autoinmolación.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que Quincy era Lucy. STK significaba «Siempre tía Kay», que era el nombre en clave que utilizaba conmigo. Estaba velando por mí de la misma manera que yo había velado por ella durante tantos años. Lo que quería decirme era que tuviera cuidado, no fuera a «quemarme». Escribí un mensaje y se lo mandé.

 

Scarpetta: Estoy de acuerdo. Su caso es muy difícil. ¿Cómo lo lleva?

Quincy: Ya me verá en los tribunales. Seguiremos informando.

Apagué el ordenador con una sonrisa en los labios y me apoyé contra las almohadas. Ya no me sentía tan sola y desconcertada.

—Buenos días.

Era la primera enfermera, que había vuelto.

—Buenos días —respondí desanimada.

—Vamos a ver cómo están esas constantes vitales. ¿Cómo se siente hoy?

—Bien, bien...

—Tiene dos posibilidades: huevos o cereales.

—Fruta.

—Esa no era una posibilidad, pero es probable que podamos agenciarnos un plátano.

Me metió el termómetro en la boca y me puso la abrazadera sin dejar de hablar en ningún momento.

—Hace tanto frío en la calle que podría ponerse a nevar en cualquier momento. Estamos a medio grado. Parece mentira. Tenía hielo en el parabrisas del coche. Este año las bellotas han salido grandes, y eso quiere decir que va a hacer un invierno muy riguroso. Ni siquiera llega todavía a los treinta y seis grados y medio. ¿Qué le ocurre?

—¿Por qué no han dejado el teléfono en la habitación? —pregunté.

—Voy a preguntarlo. —Me quitó la abrazadera y añadió—: La tensión también la tiene baja.

Retrocedió y me lanzó una mirada escrutadora.

—¿Va a quejarse de mí?

—Claro que no —exclamé—. Lo que pasa es que he de marcharme.

—Bueno, lamento tener que decírselo, pero eso no depende de mí. Hay quien se queda aquí hasta dos semanas.

«Si me pasara eso —pensé—, me volvería loca.»

El coronel aún no había aparecido cuando me trajeron la comida: pechuga de pollo a la parrilla, zanahorias y arroz. Apenas comí; estaba subiéndome la tensión, y la tele parpadeaba silenciosamente al fondo puesto que le había bajado el volumen. La enfermera regresó a las dos de la tarde y me anunció que tenía otra visita, de modo que me puse otra vez la mascarilla con el filtro de partículas de aire de alto rendimiento y la seguí hasta la clínica.

Esta vez entré en la cabina A, y era Benton quien estaba esperándome al otro lado. Cuando le miré a los ojos, me sonrió y los dos cogimos nuestros respectivos auriculares. Me sentí tan sorprendida y aliviada al verle que al principio tartamudeé.

—Espero que vengas a rescatarme —dije.

—Evito enfrentarme a los médicos. Fuiste tú quien me enseñaste a hacerlo.

—Creía que estabas en Georgia.

—Ya he vuelto. Fui a echar un vistazo a una tienda de bebidas alcohólicas en la que acuchillaron a dos personas, e hice un reconocimiento general del terreno. Pero ya estoy aquí.

—¿Y?

—Crimen organizado —dijo enarcando una ceja.

—No estaba pensando en Georgia.

—Dime en qué estás pensando. Parece que estoy perdiendo la habilidad de adivinar los pensamientos. A todo esto, hoy estás especialmente guapa, permíteme que te lo diga —añadió, refiriéndose a mi mascarilla.

—Si no salgo pronto de aquí, me voy a volver loca —dije—. Tengo que ir al Centro de Prevención y Control de Enfermedades.

—Lucy me ha dicho que te has comunicado con «muerteadoc».

El brillo juguetón que tenía en los ojos había desaparecido.

—Sólo hasta cierto punto, y no he tenido mucha suerte —respondí en tono airado.

Me ponía furiosa comunicarme con aquel asesino, porque era precisamente lo que él deseaba. Una de las cosas que me había propuesto en la vida era no dar satisfacción a gente como él.

—No te rindas —dijo Benton.

—Ha hecho alusiones a temas médicos como enfermedades y gérmenes —le informé—. ¿No te parece preocupante en vista de lo que está ocurriendo?

—No cabe duda de que está al corriente de las noticias.

Era lo mismo que había dicho Janet.

—Pero ¿y si hay algo más? —pregunté—. Parece que la mujer a la que desmembró tiene la misma enfermedad que la víctima de Tangier.

—Pero eso aún tienes que comprobarlo.

—¿Sabes una cosa? No estoy haciendo suposiciones ni llegando a conclusiones de forma precipitada. —Estaba poniéndome de muy malhumor—. Comprobaré que se trata de la misma enfermedad en cuanto pueda, pero creo que mientras tanto deberíamos guiarnos por el sentido común.

—No estoy muy seguro de entender lo que estás diciendo —dijo sin apartar los ojos de los míos en ningún momento.

—Lo que estoy diciendo es que cabe la posibilidad de que nos encontremos en medio de una guerra biológica y de que el asesino sea una especie de Unabomber que utiliza una enfermedad contagiosa.

—Dios no lo quiera.

—Pero a ti también se te ha pasado por la cabeza. No me digas que la relación entre una enfermedad mortal y un desmembramiento te parece fortuita.

Le miré a la cara con detenimiento y me di cuenta de que tenía dolor de cabeza. En tales ocasiones siempre se le marcaba en la frente una vena que parecía una cuerda azulada.

—¿Estás segura de que te sientes bien? —preguntó.

—Sí. Estoy más preocupada por ti.

—¿Y qué me dices de la enfermedad? ¿No corres ningún riesgo?

Se estaba enfadando conmigo, como hacía siempre que pensaba que yo estaba en peligro.

—Me han vuelto a vacunar.

—Te han vacunado contra la viruela —puntualizó él—. Pero ¿y si no se trata de esa enfermedad?

—Entonces tenemos un gravísimo problema. Janet ha venido a verme.

—Lo sé —respondió por el auricular—. Lo siento. Lo que menos necesitabas ahora era...

—No, Benton —le interrumpí—. Teníais que decírmelo. Nunca hay un buen momento para dar una noticia así. ¿Qué crees que va a ocurrir?

Pero no quería decírmelo.

—¿Entonces tú también piensas que esto va a acabar con ella? —pregunté desesperada.

—Dudo que la echen. Lo que suele ocurrir es que dejan de ascenderte y te asignan tareas horribles, como trabajos sobre el terreno en lugares muy apartados. Ella y Janet terminarán a miles de kilómetros la una de la otra, y una de las dos o ambas acabarán dejándolo.

—¿Y eso es mejor que el despido? —exclamé, dolida e indignada.

—Esperaremos a ver qué ocurre para actuar en consecuencia, Kay. —Me miró fijamente y añadió—: Voy a despedir a Ring de la UAMSM.

—Ten cuidado con lo que hagas por mí.

—Ya está hecho —respondió.

El coronel Fujitsubo no pasó por mi habitación hasta el día siguiente a primera hora de la mañana.

Apareció sonriendo y subió la persiana para que entrara la luz del sol, que era tan deslumbrante que me hizo daño en los ojos.

—Buenos días. Por el momento todo va bien —anunció—. Estoy muy contento de ver que no te nos pones enferma, Kay.

—Entonces ya puedo marcharme —dije, dispuesta a saltar de la cama inmediatamente.

—No tan rápido. —Estaba echando un vistazo a mi gráfica—. Sé lo difícil que es esto para ti, pero no me quedaré tranquilo si te vas tan pronto. Aguanta un poquito más; si todo va bien, podrás irte pasado mañana.

Cuando se marchó, me entraron ganas de llorar. No sabía cómo iba a poder soportar una hora más de cuarentena. Abatida, me incorporé sin destaparme y miré por la ventana. El cielo estaba azulísimo y tenía unos jirones de nubes bajo la pálida sombra de la luna de la mañana. Una suave brisa mecía los árboles sin hojas que se veían desde la habitación. Pensé en mi casa de Richmond, en las plantas que tenía que poner en macetas y en el trabajo que se me estaba acumulando sobre el escritorio. Quería dar un paseo aprovechando que hacía frío. Quería preparar brécol y sopa de cebada. Quería espaguetis con
ricotta, frittata
, música y vino.

Pasé la mitad del día compadeciéndome y sin hacer otra cosa que ver la televisión y dormitar. La enfermera del turno siguiente vino con el teléfono y me dijo que había una llamada para mí. Esperé a que me la pasaran y agarré el auricular como si fuera la cosa más emocionante que me hubiera pasado en la vida.

—Soy yo —dijo Lucy.

—¡Gracias a Dios! —exclamé emocionada de oír su voz.

—La abuela te manda recuerdos. Se rumorea que has ganado el premio al mal paciente.

—Los rumores son ciertos. Tengo todo el trabajo en el despacho. Ojalá me lo trajeran aquí.

—Tienes que guardar reposo para que no te bajen las defensas —me advirtió.

Al oír esto, volví a preocuparme por Wingo.

—¿Cómo es que no has utilizado el portátil? —preguntó entonces.

Había decidido ir al grano, pero yo guardé silencio.

—Tía Kay, con nosotros no va a hablar. Sólo va a hablar contigo.

—Entonces que uno de vosotros se haga pasar por mí —repliqué.

—Ni lo sueñes. Si advierte que ocurre algo, ya no habrá forma de encontrarle. Ese tipo es tan listo que da miedo.

Di la callada por respuesta. Lucy se apresuró a romper el silencio.

—¿Qué quieres? —preguntó con vehemencia—. ¿Que me haga pasar por una médica forense licenciada en derecho que ya ha examinado al menos a una de las víctimas de ese asesino? Imposible.

—No quiero comunicarme con él por Internet, Lucy —le expliqué—. Las personas como él se lo pasan en grande haciendo esas cosas. Eso es lo que quieren, llamar la atención. Es posible que cuanto más participe en su juego, más fuerte se sienta. ¿Te has parado a pensar en eso?

—Sí, pero ahora párate tú a pensar en esto: tanto si ha desmembrado a una persona como si ha desmembrado a veinte, va a seguir haciendo de las suyas. La gente como él no lo deja por las buenas. Además no tenemos ni idea, ni una sola pista, de dónde demonios se encuentra.

—No es de eso de lo que tengo miedo —empecé a decirle.

—Es normal que tengas miedo.

—Lo que pasa es que no quiero hacer nada que pueda empeorar la situación —insistí.

Éste era el riesgo que siempre se corría cuando uno se mostraba creativo o emprendedor en una investigación. El comportamiento del autor de los hechos nunca era previsible. Quizá fuera simplemente una sospecha, una vibración intuitiva que notaba en mi fuero interno, pero tenía la sensación de que aquel asesino era diferente y de que sus móviles escapaban a nuestra comprensión. Me temía que sabía perfectamente lo que estábamos haciendo y que estaba divirtiéndose.

—Ahora háblame de ti —dije—. Janet ha venido a verme.

—Prefiero no hablar de ello. —Una furia fría tino su tono de voz—. Tengo cosas mejores a las que dedicar mi tiempo.

—Hagas lo que hagas, te apoyaré, Lucy.

—Eso es algo que nunca he puesto en duda. Y si hay algo de lo que nadie debería dudar es de lo siguiente: Carrie va a pudrirse en la cárcel y luego en el infierno, cueste lo que cueste.

La enfermera había vuelto a entrar en la habitación para llevarse el teléfono.

—No lo entiendo —dije en tono de queja cuando colgué—. Tengo una tarjeta para llamar, si es eso lo que les preocupa.

Ella sonrió.

—Órdenes del médico. Quiere que descanse, y sabe que no lo hará si se pasa todo el día pegada al teléfono.

—Estoy descansando —repliqué, pero ya se había ido.

Me pregunté por qué me dejaba quedarme con el ordenador y sospeché que Lucy u otra persona habrían hablado con él. Cuando me conecté a AOL, tuve la sensación de que estaban conspirando contra mí. En cuanto entré en el canal M.F. apareció «muerteadoc», pero esta vez no lo hizo mediante un mensaje privado, sino como un miembro al que podría ver y oír cualquier persona que decidiera entrar en el canal.

Muerteadoc: dónde estabas

Scarpetta: ¿Quién eres?

Muerteadoc: ya te lo he dicho

Scarpetta: Tú no eres yo.

Muerteadoc: les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos y curar todo tipo de enfermedad y todo tipo de dolencia manifestaciones patofisiológicas virus como el del sida nuestra lucha darviniana contra ellos o son ellos malos o lo somos nosotros

Scarpetta: Explícame lo que quieres decir.

Muerteadoc: hay doce

Pero no tenía ninguna intención de explicármelo, al menos por el momento. El sistema me avisó de que había salido del canal. Esperé dentro un rato para ver si volvía y me pregunté a qué se habría referido al decir «doce». Apreté un botón del tablero situado junto a la cabecera para llamar a mi enfermera. Empezaba a sentirme culpable: no sabía si estaba esperando fuera de la habitación o si se ponía y quitaba el traje azul cara vez que entraba y salía. En cualquier caso no sería agradable, y además estaba mi actitud.

—Oiga —dije cuando apareció—. ¿No tendrán una Biblia por casualidad?

Titubeó, como si nunca hubiera oído hablar de una cosa semejante.

—Vaya, pues no sabría decírselo.

—¿Podría comprobarlo?

—¿Se siente usted bien? —me preguntó, mirándome con suspicacia.

—Perfectamente bien.

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